Jorge Ayala Blanco

La justeza del cine mexicano


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se mete en líos, riñe a golpes y, al retirarse a bordo del auto robado, son divisados y reconocidos en la carretera por policías de caminos. Fracasan en su intento de escape, deben separarse, consiguen reunirse otra vez en plena excitación, se refugian en casa de un barbudo profe gurú Belmonte, de sombrero patriarcal hasta dentro de su casa, decisivo en la formación de Román, aunque ya sin mayor influencia sobre él, que aloja por esa noche y los conmina a acabar con su fuga. Pero ellos decidirán regresar a su redil de azotea y allí el paranoizado chavo comenzará a echar tiros sin ton ni son con su atesorada arma contra sus perseguidores y Maru caerá en una trampa mortal diseñada con cables por su compañero, siendo abatida por una pistola que dispara sola.

      Con participaciones estadunidenses y francesas (Revolcadero – Canana – Fidecine : Imcine – Verosimilitude – Wild Bunch), Voy a explotar (106 minutos, 2009), tercer largometraje como autor total del desertor cuequero luego en Los Ángeles formado ya de 38 años pero aún volcado hacia la adolescencia Gerardo Naranjo (Malachance, 2003; Drama / Mex, 2006), fraudulentamente premiado como mejor ópera prima en el grotesco Festival de Guadalajara en 2009, se presenta como una buddy picture adolescente e intersexual, una cinta de aventuras plena de disparos y aristas extrañamente autoconscientes y casi interactivas, una pubescente comedia romántica asediada por cierto ineludible sentimiento trágico cierto, una inserta historia de doble desfloración afortunada contrastantemente suave y delicada, un desmañado filme-crisis abiertamente desgarrador y desgarrado, un thriller incómodo en su piel esponjosa y todoabsorbente, una fábula paródica más desesperada que lógica, una fuga feliz abocada al fracaso y contaminada de cierta vaga dispersión de lo real cotidiano, un cuadro de costumbres del desencanto juvenil hecho añicos, pero, por encima de todas esas conformaciones, como una tardía y polvorienta aunque lozanamente renovadora fantasía godardiana adolescente, por decir lo menos.

      Es que, a diferencia de Drama / Mex el nuevo filme de Naranjo se encuentra tan plagado de referencias deudas, tributos más que explícitos y homenajes posmodernos, o meras “regurgitaciones” (según Naief Yehya severamente asevera en una burla vera hacia la primavera del 2009, en Replicante, núm. 19), a un puñado de cineastas encabezados por el primer Godard (aunque no exclusivamente él), tanto que diríase un producto derivativo prácticamente diezmado de ellos. Del cine estadunidense clásico más personal: nuestros neorrebelditos sin causa se topan por vez primera al encontrarse detenidos en la prefectura escolar, cual James Dean y Natalie Wood en la comisaría de Rebelde sin causa (Nicholas Ray, 1955), más cínicos precoces y distantes que contritos. O bien: los chavos perseguidos se ven a sí mismos en día de campo o salida a la playa perpetuos, cual quinceañeros Bonnie & Clyde (Arthur Penn, 1967), jugueteando cada tercer minuto con sus pistolitas, e inclusive, en una de las escenas rapsódicas más líricas y acertadas del filme, Maru expande por fin su ánimo al elegir su indumentaria para los 15 años, ensayando diversas poses, probándose vestido tras vestido y poniéndose diversos sombreros encopetados, cual pigra Faye Dunaway bajo la mirada complacida del Warren Beatty que se merece, también con la funda de su premonitoria pistola mortífera ya colgándole del hombro. Del viejo trascendente cine autoral argentino: más por travesura infame y por sustraerse a la rutina aletargante de La vuelta al nido (Leopoldo Torre Ríos, 1938) que por rebeldía destemplada y sedentaria, nuestros amiguitos se atrincheran en la azotea y anidan en el interior de su minicarpa oval, cual grupo de jóvenes burgueses (si un grupo bien reducido a sólo dos) parapetados y entrechocando en La terraza (Leopoldo Torre Nilsson, 1964) de un penthouse, en decidida, retadora e incomprendida rebeldía contra sus mayores. Pero serán los numerosos toques de irrealidad, afanosa y descaradamente calcados de Sin aliento (1959), Iban por lana (1964) y Pierrot el loco (1965) los que menudearán y colocarán al conjunto bajo un ala protectora de Jean-Luc Godard demasiado inoportuna y acaso innecesaria, mitológica y aplastante, seductora e irritante a un tiempo.

      Filmada en el Guanajuato natal del realizador y con una trama vivencial acaso transferencial imaginaria, con actores protagónicos juveniles no profesionales (él soberanamente contenido en sus arrebatos, ella más talentosa que bella o atractiva), virtuosística cinefotografía por lo demás muy dúctil del angelino Tobias Datum (el de Drama / Mex), intempestivos leitmotive tan acezantes cuan cultistas de Albinoni y Mahler, juguetona música truffautiana de Georges Delerue apoyada por el inefable bolero años cincuenta Sabor a mí o rockbaladitas comerciales bien dosificadas (de los Bright Eyes, I.V.A.N. e Interpol, muy bajables del sitio de internet abierto para promover la peli) y edición del sempiterno compinche en heterodoxia antisolemne Yibrán Assuad (recuérdese la escatología sublime de El caco, 2005), el godardismo se expresa a través de un trepidante arranque con versiones divergentes de dos destinos paralelos pronto convergentes (“Dos chicos desaparecen y eso ya es una aventura”), una impresionante visualidad de secuencias hechas añicos, una nerviosa y acezante relatoría subjetivista habitualmente oblicua que pocas veces se dará el lujo de ser directa, una hiperfragmentación en metonímicos planos breves que poco a poco aumentarán su duración sin llegar jamás a ser normales, una selección de colores bien contrastados que incluyen las artificiales luces doradas del interior de la tienda de campaña hasta el rojo intenso que persistentemente aureola a Maru, la contemplación en top-shot de las estúpidas reacciones y agitaciones de los adultos, constantes parpadeos a imágenes en negro (algo más que herencias de Jarmush o de la Temporada de patos de Eimbcke, 2004, tan fundacional de una nueva desencantada rebeldía juvenil mexicana que jamás sospecharon en épocas arcaicas ni Alcoriza ni Hermosillo ni José Agustín) cual cómplices guiños de ojo arrepentidos o demasiado prolongados, desenfoques propositivos o maniacos, valemadristas trémulos de cámara en mano, y así sucesivamente. Voy a explotar funda así, un tanto o mucho a contracorriente, a través del godardismo, la justeza de la evasión.

      Sin duda, Naranjo siente y exhibe, muestra y demuestra en todo momento una sincera y enorme, implacable e impecable solidaridad, léase aquí mezcla de simpatía y compasión, con sus chavos desencantados, acaso porque ese desencanto (como el del cineasta y el de su película) no excluye ni la ternura remordida ni la camaradería posible entre sexos distintos, ni la jactancia ni la energía adolescentes (secundadas por la libertaria energía estallada de la forma fílmica), ni la fragilidad pigmea ni la aptitud tequilera para bailar salsa que jamás tendrían Jean-Paul Belmondo o Anna Karina, ni el afán de independencia de Román ni el continuo asomo de madurez de Maru, ni el frenesí lecturiento masculino ni la competencia escritural femenina nada excepcionales en el Bajío, ni sus platicados sueños siempre aplazados / irrealizables / fingidos de huida hacia la imposible ciudad de México, su indiferencia conjunta hacia el caos de su entorno (un caos al que también contribuyen), entre los que el titubeo del lance sexual va y viene y se desvía sin cesar, ostentándose y ocultándose a la vez. Por añadidura, en igualdad de circunstancias y actitud con los chavos que respalda y cobija, la película, como ellos, también se evade. Se evade por partida triple, se evade a través del relato a saltos (Voy a explorar), de la ironía (Voy a exportar) y del patetismo (Voy a expurgar), como sigue (Voy a expulgar). El relato a saltos, anárquicamente picoteado a lo Sin aliento y con agresivas monocromías sólo interiormente matizadas de Pierrot el loco, a saltos que en ocasiones son verdaderos asaltos (o rounds), a saltos que no sólo se realizan entre secuencias sino al interior de cada sencuencia en sí misma, impide que los acontecimientos sean demasiado explícitos y, a la vez, que se difumine ese aura indirecto de misterio que envuelve al comportamiento corporal de los chavos, la inadaptada que actúa como autora intelectual y el impulsivo que piensa por compulsiones o a balazos, la afanosa que se reconoce incapaz de oprimir un botón imaginario que haría volar a su universo y el que lo oprimiría de buena gana sin chistar. El relato a saltos cuenta, como puente y relleno, con un uso estructural quintaesenciado del sonido en off: voces del diario, ecos rememorantes desde una suerte de ultratumba aún palpitante, música culta y popular, ruidos, que van construyendo una especie de relato parásito parasitado, hecho de poesía cómica en paralelo. El relato a saltos plasma así un vitalismo chispeante. El relato a saltos se sumerge en una noche oscura del alma a la abierta luz del día. El relato a saltos traza un continuum sincopado de “furores abstractos ni heroicos ni vivos, furores por el género humano perdido” (hubiese dicho Elio Vittorini).

      La ironía es, desde su base, total, por infantil y malvada. La ironía de esos amantes malditos se fugan tan lejos como la azotea de su casa y son rastreados por sabuesos guaruresco-policiales a quienes guían los mismos perseguidos,