Jorge Ayala Blanco

La lucidez del cine mexicano


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la extrema severidad de una prescindencia de cualquier narración inmanente en off, La vida sin memoria es la extrema efusión de una utilización de la música a modo de narración trascendente en off. Zacateco era un ejemplo del recurso al periódico uso de letreros al pie de algunas imágenes, La vida sin memoria es un sistemático uso de letreros en forma de intertítulos de cine silente para articular significados, explicaciones, guiños de ojo y ejemplificaciones. Sobrantes para otra filmo-cápsula del tiempo. Sobrantes para reposición: para reponerse, para reposicionar, para reposeer y reposeerse. Sobrantes activados, dinamizados, coagulados.

      La lucidez filmohallada se construye con base en la música. La música ha sido propuesta sobre la marcha del montaje por los cuatro compositores de avanzada convocados para su contribución generosa (Jorge Torres Sáenz, Luis Jaime Cortez, Hebert Vázquez y el Horacio Uribe de Zacateco), si bien la música proporcionalmente mayoritaria ha sido compuesta por Ángel Elizalde y también se ha recogido y elegido música ya existente, grabada previamente por el excelente Ónix Ensamble de música contemporánea, aunque no habiendo alcanzado jamás la difusión merecida y permanecido hasta hoy prácticamente desconocida (“Crisantemos” de Torres Sáenz, “Trío” de Uribe y así). La música por sí sola marcaba las pautas narrativas de los materiales digitalizados y en trance de ser editados y yuxtapuestos, asegura el realizador. Trátese de las heterodoxas y juguetonas historias de amor vislumbrables y ya en juego. Y es precisamente la música no descriptiva, ni dramática per se o como refuerzo de los contenidos explícitos, ni meramente ambiental, lo que impone su dominio y preeminencia. La música que otorga un señorial orden al caos y salva de caer en él. Música exasperada con delicadeza, música de cuerdas pulsadas y en crispación disolvente, música con flauta baja y ataques en agudísimo. Música atmosférica y, por qué no, por la senda de una austera sensibilidad casi oriental, proclive a lo etéreo.

      La lucidez filmohallada extrae toda su fuerza emocional y narrativa de la incompletud. De ahí deriva su capacidad de enigma y de misterio, el enigma de los personajes y sus comportamientos, el misterio del sentido último de sus sentimientos y sus acciones. Por un lado, como su personaje central del Cura, un cuerpo expresivo mondo y lirondo, limpio, despojado de cosas inútiles y de adherencias y de adjetivos superfluos, sin añadiduras ni resabios ni rebaba. Por otro lado, las imágenes deterioradas para siempre y las que fueron salvadas pero guardan las huellas de su rehabilitación en laboratorios ad hoc, ya sea con veladuras parciales, o con esas inmensas rondanas de luz parasitando e hiriendo la irreconstruible totalidad de la imagen. Según recomendaba irónicamente La Rochefoucauld, para apreciar a los héroes no hay que verlos demasiado cerca; y añadiríamos: ni demasiado tiempo, ni de modo demasiado persistente en pantalla, ni con demasiada nitidez, tanto como a su entorno sucedáneo, a su contexto reconstruido-inventado y a su cauda resplandeciente de imaginería caudalosa.

      La lucidez filmohallada se barrunta una vida secreta. Y, como en todas las películas largas y hasta los cortometrajes previos a éstas de Iván Ávila, esa existencia escondida y oculta a la mirada superficial de los demás es, en realidad, un haz de vidas secretas. La vida secreta de una catastrófica cortazariana subida infinita de unas Escaleras (1991), la vida secreta de una serie de nexos subjetivos que son entrecruzamientos subrepticios entre muestras pictóricas y frases poéticas de Drummond de Andrade (el lírico brasileño vanguardista del Sentimiento del mundo y las elucubraciones metafísicas de Claro enigma) en Esa muerte más suave que el sueño (1995), la vida secreta de los santos apoyados en la automortificación mística de Vocación de martirio (1999, su corto-shocking más apreciado), la vida secreta por desesperada / desesperanzada de dos erotómanos padeciendo la inmortalidad inacabable por los siglos de los signos inadvertidos para la multitudes urbanas Adán y Eva (todavía), la vida secreta de las almas transmigrando entre seres de fabulosas existencias grises a rabiar en La sangre iluminada, la vida secreta de un estado de la República atrapado entre un esplendor ancestral y la actual emigración masiva en pos de la sobrevivencia. Y ahora, en el ebullente borbotón inagotable de La vida sin memoria, he aquí la vida secreta de la catastrófica operación infinita de unas cámaras cortazarianas al parecer con vida propia cual circular subida sisífica hacia ninguna parte, la vida secreta de una serie de nexos subjetivos que son entrecruzamientos subrepticios entre muestras pictórico-fílmicas y frases poéticas del Walter de la Mare (el lírico inglés tenazmente irrealista del Compañero interno y de las especulaciones filosóficas de El viajero o La carroza alada) y demás, la vida secreta de los santos regionales que se ignoran aunque bien apoyados en una iconográfica automortificación mística en imágenes acaso imposibles de compartir con nadie, la vida secreta por desesperada / desesperanzada de tres erotómanos pueblerinos padeciendo la inmortalidad inacabable por los siglos de los signos inadvertidos para la multitudes urbanas, la vida secreta de las almas de los camarógrafos autoficcionales (¡cultivaban la autoficción pionera sin saberlo!) transmigrando entre ellos cual seres de fabulosas existencias grises a rabiar hasta la opacidad presente, la vida secreta de un estado de la República atrapado entre un esplendor ancestral y el actual abandono masivo en pos de la sobrevivencia (aunque sólo sea la cultural y cinefotográfica). Todo ello en función de otras vidas secretas como la tradición clandestina machista de la querida de casa chica, la inconfesable predilección nefasta en el seno de la familia o de la sacristía-feudo y la evasión imperiosa hacia una erótica tan personal como cósmica casi cómica porque incluye ya su propio ímpetu de permanencia y su parodia. La vida secreta de los inasibles y perdurables álbumes móviles, las imágenes-signo, la vida secreta de los reflejos, la vida secreta de las refracciones.

      La lucidez filmohallada se afirma como un sesudo ensayo de cine sobre el cine dentro del cine. Semeja situarse en el extremo opuesto del gran ensayo sobre el cine documental de Raúl Ruiz llamado Grandes acontecimientos y gente ordinaria (1979), en el que los mismos planos filmados ex profeso por el realizador (acerca de unas elecciones locales francesas que involucraban a los vecinos de su edificio y a los residentes de su modestísimo barrio de la Bastilla) eran montados de varias maneras distintas para que dijeran otras tantas cosas diferentes, se burlaran de sí mismas, meditaran sobre la naturaleza del cine documental en sí, se mofaran de ésta como entelequia pura, se elevaran a términos de teoría globalizadora, ilustraran los criterios de sus melindrosos amigos críticos de la revista entonces hiperinfluyente Cahiers du cinéma idos a buscar (o a cazar) en su guarida para ponerlos en irrisión, y sin embargo Ávila Dueñas consigue absorber todas esas dimensiones y exponer todos esos contenidos de una manera implícita, en virtud del funcionamiento inherente a sus flujos de imágenes, no desde la repetición dodecafónica o serial de las mismas imágenes, sino desde sus flujos donde todo parece evaporarse y nada se repite, desde el flujo (enriquecido) de las filmaciones caseras sin valor afectivo alguno a partir de la tercera o cuarta generación familiares hasta el flujo (reparado) de quinientas imágenes adyacentes, fluyendo y escapando a toda determinación o condicionamiento previo, fluyendo y concatenando mil insinuaciones, fluyendo-denotando, fluyendo-connotando, para que surjan, emerjan, afloren y florezcan a un tiempo, volátiles y precisas, en la contundencia fija de segundos, el hecho y su entelequia, el hecho y su evanescencia, el hecho y su fugacidad esencial, el hecho y su teoría implícita, el hecho su burla (esos danzantes de rojo brincoteando y saltando de una época a otra, esas desaparecidas galas imperiales de marcha triunfal en carros alegóricos), el hecho y su afán desnaturalizador de toda definición del cine documental (un más acá de sus estrategias clásicas) o del cine directo (a base de gun-shots empeñosos) o del cine experimental (un más allá de las puestas en tela de juicio de la percepción, según lo entendían y exigían los sabios teoréticos reunidos hace tres décadas en Göttingen), el hecho con sus tentáculos bien orientados por y hacia la docuficción, el hecho y una pizca de mélo sublime a modo de gracia y estado de gracia, el hecho y otra cosita.

      La lucidez filmohallada desemboca en una reflexión en torno a la memoria. Sobre la memoria, alrededor de la memoria y a propósito de la memoria. No podía ser de otra manera. Todos los discursos presentes, imaginantes o escritos en el pizarrón de la pantalla, desembocan allí, de manera casi natural. Con textos tomados, saqueados, atesorados, escritos expresamente o revisados para esos nuevos fines del doctor Arnoldo Kraus, del inclasificable cineasta nuevaolero recientemente desaparecido Chris Marker (¡por supuesto!), el poeta británico ya citado Walter de la Mare y el propio Ávila Dueñas. Un ensayo vivo y mutable sobre la memoria, el olvido, los recuerdos. La excitante fatalidad