Jorge Ayala Blanco

La lucidez del cine mexicano


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quien ve la película. Es un ciclo largo, que a veces tarda muchísimos años. El cerebro que guarda la memoria de quien filmó es perecedero, la película que guarda impreso ese mismo recuerdo puede llegar a sobrevivirlo y generar recuerdos nuevos en memorias guardadas en cerebros perecederos. Ésa es la maravilla del pasado filmado, hace parecer al tiempo algo intangible”, declara el realizador. “El miedo a perder el pasado nos conlleva a escribir, a pintar, a filmar” ya que “filmar los recuerdos es una forma de reparación del olvido” (Kraus). Y las formas fílmicas adquieren otra dignidad, otro respeto, otra magia, se vuelven menos desechables, gracias a lo digital. La muerte por olvido queda a medias conjurada, sus atisbos significan los oficinistas del despacho del Constructor vuelven a sacudir sus gafas de aro al infinito, los paseos frecuentes de los hermanos filmadores (tan micro / macrofilmadores como Le filmeur de Alain Cavalier, 2005) se cruzan ante la vista de todos, el hipocampo y el canario se agencian nuevas alas y las estrenan a perpetuidad, la realidad humana se contonea con reflejos, los recuerdos son viejos caminos que regresan: ya son memoria.

      La lucidez filmohallada se estructura finalmente en tres líneas narrativas convergentes y un final abierto. Lo social, el peso de lo social, jamás ha dejado de estar presente en esta indagación de los orígenes del realizador zacatecano, en esta suerte de “secuela de Zacateco”, en este “relato a partir de ocho archivos generales”, en este señero “proyecto de intervención visual”, en este “microcosmos paralelo”, porque ha elaborado materiales que “tienen un contenido importante sobre la historia de la vida cotidiana” (Ávila Dueñas entrevistado por Carlos Jordán para el suplemento Laberinto de Milenio Diario del 14 de abril de 2013), pero la cinta no termina, más bien se extravía en sí misma. Se reconvierte, se deja ganar por sus propias imágenes, se inunda en sí misma, se deja invadir por ímpetus imagenocéntricos y visiones imagenolátricas, imagenofágicamente. Allí donde la mirada circular concluye en espiral, cual difuminado torbellino impresionista, expandiéndose hacia afuera de sí misma rumbo al infinito nacional zacatecano y hacia adentro rumbo al infinito ínfimo íntimo intestino.

      Y la lucidez filmohallada era por interés supraetnográfico la configuración narrativa en fuga de materiales obtenidos por cámaras y camaritas que parecían ridículas pero que todo lo abarcaban, desde ángulos naturales o desde posiciones y alturas impresionantes, hasta perderse en la esférica inmensidad parmenídea de un alba galáctica que sólo conseguía serlo por terrestre y pedestre en exceso, tan cercano cuan amenazante, de la omni(ovni)realidad fílmica en sí.

      La lucidez proteiforme

      Encerrados con un solo juguete: ellos mismos con sus traumas y deseos insatisfechos.

      En un sótano oscuro pero provisto de una diáfana iluminación central el desagraciado pero narcisista joven de veintitantos que arrastra severos problemas de micción nerviosa Everio (Humberto Bustos jacarero) se encuentra con la guapa estudiante de ciencias políticas pero insegura a rabiar pese a esgrimir una ideología izquierdista meramente retórica Norma (Aislinn Derbez televisivamente arriscada). Ambos son amigos de una tal Carmen, de quien infructuosamente aguardan su arribo. Mientras tanto, se presentan cortés aunque inquisitiva y temerosamente (“¿Cómo te llamas?” / “Everio” / “¿Tú cómo te llamas?” / “Norma”), inician una plática a impulsos y por segmentos. Se imaginan en otras situaciones análogas y terminan por hacerse confidencias incómodas que los inquietan, pues los insensibles cuestionamientos de la chava remueven las experiencias traumáticas del chavo con una tal Ruth con la que probó hacer vida conyugal armónica sin poder jamás conseguirlo (“¿Sí era tu esposa?” / “Noooo”), por lo que, acto seguido, él también pone en crisis a su compañera ocasional, que también le confiesa y remueve su incapacidad para proseguir ninguna relación amorosa. Pronto se atraen, están a punto de besarse y hacer sexo, pero de inmediato se reprimen, entran en pugna, permiten que la exasperación histérica (“¿Por qué siempre tienes que ir en contra de todo lo que digo?”), la violencia verbal (“Mira, si no fueras mujer, ya te hubiera partido el hocico”), el miedo mutuo (“Te voy a callar, pero a punta de patadas”), los acumulados rencores de género (“Las mujeres nunca quieren tener la culpa de nada”) y el odio desafiante hagan sentir su peso (“¡Ya cállate!” / “¡Cállame, órale, cállame!” / “Vete a volar”), fingiendo un homicidio. Si bien al final se reconcilian, contritos y desconsolados, para intentar separarse, volverán a hallarse en el mismo lugar, al infinito.

      En Abolición de la propiedad (Sobrevivientes Films - Argos Comunicación - Boomdog Studios Interlomas - Equipment & Film Design, 86 minutos, 2011), tercer largometraje del ambiciosamente personal cineasta independiente de 36 años al mismo tiempo director-guionista-productor de sus filmes Jesús Magaña Vázquez (Sobreviviente, 2003; Érase una vez María, 2007), con base en la impar novela escénica del escritor ondero contracultural alguna vez coguionista y hasta cinerrealizador ya de 67 años José Agustín (Cinco de chocolate y uno de fresa y Alguien nos quiere matar de Carlos Velo, 1967 / 1969; El apando de Felipe Cazals, 1975; Amor a la vuelta de la esquina y Ciudad de ciegos de Alberto Cortés, 1986 / 1990, entre otras colaboraciones en libretos y adaptaciones en grupo; primer y único film: Ya sé quién eres (te he estado observando), 1970), la expresión fílmica en su conjunto se entrega de modo intempestivo a un extraño, indeterminado y espontáneo ejercicio experimental, raro dentro del cine independiente mexicano con pretensiones comerciales y con actores fundamentalmente televisivos, un proyecto a veces inmotivado pero sostenido, de gran eficacia y jamás gratuito, que logra imponer, por momentos, en esencia o a tramos una lucidez proteiforme bastante excepcional, como sigue.

      La lucidez proteiforme o de las anticipaciones. Todo parece premonición o presagio, y no es mas que repetición sin diferencia, vil mimetismo existencial, copia vivencial de una copia no vivida pero registrada en la grabadora que acciona y escucha a solas a Norma mientras Everio se ausenta por irse a orinar a un baño inmostrable.

      Se empieza por anticipar la sensación de ya haber estado ahí, por parte de la chica. Se anticipa su extrañeza por la ausencia de la Carmen que los ha citado en ese lugar baldío y su perpetua, involuntariamente perpetuada condición sarteano-beckettiana (brincos dieran) de A puerta cerrada Esperando a Godot. Se anticipan sus confesiones tan autocompasivas como autotelenoveleras (“Sí en esas veces yo no me puedo controlar, es que me calientan demasiado”). Se anticipa su discusión en torno a temas banales que sin embargo los involucran emocionalmente. Se anticipa la pedantería egotista de Everio con respecto a la crítica autosuficiente de Norma. Todo se anticipa (“La grabadora dice que me vas a matar”) y de ahí proviene la cualidad fantasmal, afantasmada o fantasmona del misterio del film que tanto pregona de manera autoconsciente la irracionalista mágica Norma y tanto irrita al racionalista burgués Everio. Todo se anticipa, con el fin de aún más desquiciar la construcción teatral y dislocar soberanamente los recursos formales de su visualidad pura. Lo que se obtiene como resultado no será una metafísica del déjà vu, sino un entretenimiento, un divertimento, un viaje colectivo entre dos que se creía leyenda urbana reflexiva, temperamentalmente mutable y autorreferente, entre la vulgaridad heredada, la intrascendencia imparable, la glosolalia y el genuino hallazgo jocundo y jocoso.

      La lucidez proteiforme intenta esforzada y casi desesperadamente ir más allá de las fronteras temáticas marcadas por la novela de base. No, el proteísmo de estos protagonistas singulares no será el de los retratos rápidos, ni el de los fugaces encuentros y los abrazos fugitivos, sino un proteísmo muy otro, aunque también el de la escasa ruptura con el anonimato (si bien se insiste sobremanera en la característica excepcional de los nombres de pila) y asimismo el del recuento de un puñado de deseos insatisfechos, inconclusos. Por un respetuoso prurito de leal fidelidad al texto, los héroes deben toparse una y otra vez con sus pantanos de reproches sin término, con el seudoangustioso pozo sin fondo de sus traumas o privilegiados goces familiares bien que mal supuestos (el hermano tarado que lastra, el pariente piloto que provee de mercancías culturales inasequibles para los demás, el camarada de grupo político-radical muerto de cuatro balas expansivas en el cuerpo), los inoportunos jueguitos de palabras de subliteratura facilona (“El baño es el único lugar donde estás en familia”), con el acomplejadísimo desprecio a las estudiantes de ciencias políticas otrora prejuiciosamente tachadas de intelectualoides por inevitable y tautológicamente