Jorge Ayala Blanco

La lucidez del cine mexicano


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y la insignificancia orate. Éranse dos macabrones hermanos Mascabrothers ya logrando sobrevivir en Gringolandia y jugando con lo inesperado lindante con el insólito de pacotilla. Desde la díscola búsqueda de su Abel aspirante a tradicionalista cácaro cinefílico haciéndola de pintoresca ardilla dientona con puntiagudo sombrerito tricolor sobre sarape de Saltillo al cuello en un mexican food restaurante de Arizona para ser agredido a paraguazos por cierta monolingüe monja anteojuda particularmente explosiva (“¡Puta madre!” / “¿Puta madrei?”) y luego siendo arrojado en un cualquier lugar donde pueda lucir su atuendo de carpintero fortachón a lo Pepe el Toro / Pedro Infante sin la desopilante gracia irreverente de Jesusa Rodríguez en sus shows cabareteros, y la búsqueda de su Caín envidioso entre la planta de meseros abyectos de un teibol fronterizo donde funge como carterista de ocasión y clonador de tarjetas bancarias de borrachos. Hasta el efusivo arrastre monologal del autosatisfecho Cuino (“Salvastes a Güepez, tú solito”) ante sus amigos-cómplices norteamericanos (“Estos gringos siempre han sido a toda máuser, ¡karate!”) antes de irse a develar a solas nocturnas su propio monumento (“Mira nada más qué chulada: el héroe de la película”) mientras lo acometen en picada los aerodinámicos bombarderos estadunidenses cual naves interplanetarias lanzando lucecitas fulminantes, pero invariablemente en pos de una lucidez anticinéfila, como sigue.

      La lucidez anticinéfila despliega un abrumador abanico de bufonadas apabullantes sólo por numéricas. Todos los tipos de bufonadas imperantes, olvidadas, habidas y por inventar, en tropel, a mil por hora y sin posibilidad de valoración ni de reacción ante cada una de ellas. Bufonada del fabuloso rolling-gag inicial (y único) de Don Toribio intentando desatorar su corbata roja de un proyector de cine (“Cácaro, deja la botella”), saliendo botado por el ventanal de la cabina, dando volteretas en el aire sin Gravedad (Alfonso Cuarón, 2013), permaneciendo colgado hitchcockianamente de una marquesina (“Hoy gran estreno: Olores perros”) y deslizándose salvadoramente por un filito de ella al desplomarse, pero quedando a merced de una rauda ambulancia que torpemente lo atropella ¡ésa sí! con fatales consecuencias. Bufonada de la motivosa enfermerota que reporta el estado del paciente a gritos cínicos y sombrerazos clínicos por celular cual si se tratara de una coqueta letanía irresistible y contoneante, a semejanza de su monumental trasero tan elocuente y docto (“Calentamiento de vísceras, traumatismo encefalocraneano y envisceramiento de riñón encebollado”). Bufonada de los hijos visitantes confundiendo, como Evita Muñoz a su mamita desconocida en Nosotros los Pobres (Ismael Rodríguez, 1947), a un sanguinolento desdichado malenvuelto cual momia desmadejada y sin piernas, con su progenitor en desgracia (“¡Papacito!”), procreando un bulto repelente que retornará de manera recurrente, a modo de leit motiv chistoso. Bufonada de rivalidades fraternas canijas y enconadas que enraízan en Pedro Infante contra Jorge Negrete (en Dos tipos de cuidado de Ismael Rodríguez, 1952) o contra Luis Aguilar (en A.T.M. del mismo Rodriguez, 1951). Bufonada con criaturas de carne y hueso que sobreviven una y otra vez a explosiones y catástrofes, como en vetusto cartoon de Tom y Jerry. Bufonada fundada en la profusión, el desbordamiento, el exceso, el atiborramiento indigesto, el tributo vergonzante y la confusa invectiva mellada, incluso atreviéndose a hacer un doble homenaje con otras tantas citas al preclaro pospachuco barriobajero Tin-tán, a quien justamente se le rebautiza con injusticia como El buey del barrio. Bufonada oral con verba y verborrea autoexcitadas, compulsivas e imparables todavía en este instante, hasta la alucinación (“Cóbrese, con el quince” / “¿El veinte me dijo? Aquí está, caballero, aplicado está el veinticinco, aquí está su váucher y su tarjeta, cómo no, no se preocupe yo limpio”), el hartazgo (“¿Qué te parece si te organizo un festival de cine intermundial, con películas de todas partes, de arte, con viejas encueradas, de artísticas: Artísticas?” / “¿Cómo el de Cannes?” / “No, mejor que la exposición canina del año pasado, bien perrón”), la presunta mofa con 35 años de retraso no sólo mental (“Y las películas XXX, ¿dónde las ponemos?” / “Ésas requieren de una revisión más acuciosa por parte de la autoridad competente, que soy yo”), la dispepsia (“Oye, dice el crítico Ayatola Blanco de la crítica especializada que ésta es una joya de la estulticia retardataria genofléctica, ¿eso es bueno?” / “Hombre, buenísimo”) y el vómito de palabras sin mayor sentido ni chusquedad irradiando pintada de verde fosforescente (“¿Cuál novia? Te la regalo” / “No la quiero tan verde, me gustan más maduritas”) en el más triste TVestilo de hace varios irrecuperables decenios (cuando Bustamante era Ponchito o El Ponchis y podía sostener un TVcanal para él solito, gulp), ahora ya más que calvos y añorando al incuestionable cacique Don Perpetuo de Los agachados o de a tiro el todopoderoso Presidente Municipal de Calzonzin inspector (Alfonso Arau, 1973), cual labia emponzoñada de repente con agudos dislocaciones / desplazamientos / disociaciones / desquiciamientos sonoros. Bufonadas cinefílicas con dominante anticinefílica porque En este pueblo no hay ladrones (sino puros mirones mamones) (Gabriel García Márquez-Alberto Isaac, 1965). Bufonada desmadrosa, aunque técnicamente afincada en una fotografía-vómito visual de Ramón Orozco, una edición precipitada de Rodrigo Díaz Legaspi, una dirección de arte fabricante de efímeros adminículos mecánicos de Ariel Margolies y hasta en un asimétrico diseño gráfico carente de cualquier dirección posible de Armando Patiño. Bufonada excesiva con muy voluntariosas precisiones al estilo pictórico manierista del irreductible Archimboldo del renacimiento italiano (1527-1593), donde cada elemento natural (flores / frutas / animales) incrustado en racimo dentro de sus cabezas grotescas constituye una figura y una composición alegóricas, donde cada detalle excéntrico significa y sobresignifica en el seno de un collage bella aunque brutalmente urdido y de antemano congestionado. Bufonadas que en conjunto no generan una gran ópera bufa, equilibrada deliciosa, mozartiana, superinventiva y avanzada, sino una dispersión, un deshilvanamiento, un arte de la desestructuración del todo inmotivado, una obra sacada de la manga al momentáneo capricho hueco.

      La lucidez anticinéfila lleva sus referencias fílmicas a la superabundancia de locura furiosa y a la profusión hinchada. A todos los niveles habidos y por haber. A nivel icónico prologal, mostrando en big close-up a un greñudo con melena de ancestral león de la MGM haciendo visajes desde un círculo de la pantalla y dando flanco a la derecha. A nivel nominativo, el título mismo del film hace un juego de palabras con una exitosa anterior cinta de escándalo religiosomoral de los mismos productores, El crimen del padre Amaro (Carlos Carrera, 2002), pero no mediando alusión directa ni eficiente a todo lo largo y lo ancho del relato a esa película, la gracejada se mueve y opera en el vacío idealista subjetivo, adivinatorio y crítico a desesperar, cual autopicada de ombligo o autocebollazo encubierto y vergonzante. A nivel de semejanza argumental, con ese niño a lo Cinema Paradiso (Giuseppe Tornatore, 1989), formado en la cabina del cácaro paterno-abuelal (o de cualquiera de sus posibles sucedáneos), cual auxiliar infaltable, imprescindible, perpetuo y heredable, como el botones inmigrante árabe milusos de El Gran Hotel Budapest (Wes Anderson, 2014). A nivel simultáneo como simple overlap de acciones, las escenas de comandancia policial a lo Alejandro Galindo se hacen preceder por insinuaciones malvadas entre algún abogánster (Freddy Ortega) y algún testigo hundido (Germán Ortega) sin mayor función en la trama principal. A nivel de vil plagio hoy excelso homenaje posmoderno, los caricaturistas Jis y Trino (ellos mismísimos) aparecen para avalar la redundante idea brillante de convertir a los espectadores fílmicos en one more time Zombies de Saguayo como en el sobrevaluado film guarroanimado El Santos vs. La Tetona Mendoza (Alejandro Lozano, 2012); o bien, un olvidable Cochigordo del higadazo Jesús Ochoa como desgraciada traslación muy apenitas del Cochiloco del desternillante Joaquín Cosío en El infierno (Luis Estrada, 2010); o bien, la plaga de cucarachas en plena función de cine debe remitir a la arcaica invasión de la Marabunta en la selva desnuda hollywoodense de Byron Haskin (1953), así como a la reproducción en selva celuloidal de los Gremlins de Joe Dante (1984) y asimismo de su histérica secuela Gremlins 2 (Dante, 1990), de donde también provienen los ataques a la cabina de proyección tanto de los espectadores indignados como de los archimencionados zombies indignos. Y la antepenúltima secuencia alternada contrapuntea en paralelo colosal la defensa en la cabina de Archimboldo y Gumaro unidos contra la zombiesca enfermera irradiante de verde Claudianita a punto de ser controlada mediante sucia agua bendita (“Guau, me siento increíble, qué me echaron, hasta pelo me salió”), con el pormenorizadísimo telefonema de auxilio desesperado de Cuino con un caricaturesco generalazo Matherson (Marius Biegai) de cumbre mundial en difuminada atmósfera