Jorge Ayala Blanco

La lucidez del cine mexicano


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de agua vuelto charco para que sólo chapotee allí un buey. Eso hará dar un brutal giro al destino de todos los implicados, pese a que una avería en la bicicleta de Heli retarde el regreso del muchacho a su domicilio al salir de la usina y a pesar de que su esposa haya partido con su crío Santiago en brazos a visitar a una cartomanciana, para que le leyera la suerte, tras hacerle confesar el rencor que le guarda a su marido por haberla arrancado de su presunto terruño dorado.

      Así pues, por la noche, cargando con el infeliz Beto en calidad de pelele, un grupo de soldados con máscara negra ávidos de recuperar el valioso botín, o de venganza, irrumpirá en la desprotegida casa familiar de Heli, derribando la frágil puerta, acribillará de buenas a primeras y sin misericordia al padre Evaristo que intentaba repeler la agresión amenazando con una vieja escopeta, y se llevará tanto a Beto como a Estelita y a su hermano recién llegado, en calidad de inermes levantados (“Ya valieron verga, ¿eh?”) e irreconocibles rehenes, pronto entregados a unos cómplices, ya no con uniforme, dentro del narcocrimen organizado (“Van a conocer lo que es amar a Dios en tierra de indios, cabrones”). En una casa de seguridad sólo habitada por varios televidentes púberes aprendices a sicarios, a modo de castigo Beto será colgado de un gancho del techo por las manos y despiadadamente apaleado, por todos y por turno, con una batea de madera, hasta despedazarle todos los huesos del tórax (“Rata, ¿ya te arrepentiste?”), luego se le someterá a tortura rociándole gasolina en los genitales para hacerlos arder en vivo y en directo, y al final, una vez desmayado y dado por muerto (“Ya se durmió”), se siguen con Heli, pero a él sólo habrán de apalearlo para abandonarlo destrozado (“No, a ése déjenlo”) y reptante, pero con vida (“Fue tu día de suerte”), sobre el puente peatonal desde el que habrán de lanzar pendiendo de una soga al supuesto cuñadito.

      Apenas rescatado por las policías municipal y federal, aún sin poder recuperarse físicamente, Heli será paseado por su casa, por las ruinas aledañas y por las baldías inmediaciones donde fue arrojado el cadáver de su padre, y en seguida será interrogado por dos ineptos detectives, macho y hembra, pero él nada se atreverá a confesar en torno al paradero de la droga. Sin embargo, poco después, recapacitando sobre su culpa y temiendo por la vida de la querida hermanita rebelde que los malhechores se han llevado consigo y desaparecido, osará despepitarlo todo, si bien ya infructuosamente, pues los trámites burocrático-judiciales de la investigación legal dificultan, retardan y bloquean cualquier solución positiva del caso. Hasta que un buen día, cuando ya el traumatizado y aun así rechazado por su mujer Heli haya perdido toda esperanza, Estela regrese a la casa por su propio pie, aunque abestiada, preñada y enmudecida, víctima además de una psicopatológica secuela de la ruindad y el secuestro violatorio.

      Al cabo del tiempo, cuando las aguas turbulentas hayan dado paso al aquietamiento sin escuela de Estela y al despido de su empleo de Heli, la pequeña le hará silenciosa entrega de un elocuente croquis a su hermano para que localice la casa de seguridad donde había quedado detenida, cosa que de inmediato hará el cordero vuelto lobo para sorprender al sicario encargado de la vigilancia de ese distante lugar y descerrajarle un tiro mortal, antes de retornar vencedor a casa y desquitarse poseyendo por fin a su esposita, ruidosos y jadeantes, mientras Estela dormita abrazada a su sobrinito en el sofá de la estrecha estancia.

      En la coproducción mexicano - franco - germano - holandesa Heli (Mantarraya Producciones - Tres Tunas - No Dream Cinema - Foprocine / Imcine - Le Pacte - una film - Lemming Film - Ticomán - Sundance / NHK - Zweite Deutsche Fernsehen / Arte - Codex Digital - Filmstiftung Nordheim / Westfalen - Fonds Sud Cinema-Netherland Filmfund, 105 minutos, 2013), tercer largometraje shocking del catalán-guanajuatense de 34 años Amat Escalante (Sangre, 2005; Los bastardos, 2008; incómodo episodio El cura Nicolás colgado en el film-ómnibus Revolución, 2010), con guión suyo y de Gabriel Reyes, inesperado ganador del premio a la mejor dirección en el Festival de Cannes de 2013, acompasa, ritma y hace rimar su parco prólogo feroz con una trama en flashback a medias, pues en ella habrá de entroncar, de insertarse ese prólogo a la mitad del trayecto, como un incidente más, aunque funja a modo de un capítulo axial, fundamental, crucial en su derrotero nuclear sin adherencias, ensartándose como de lado, para no distraerlo en lo mínimo, para no desatender ni desviar su sentido, rumbo a su viviseccional objetivo anecdótico prefijado, si bien dado como algo natural, con una lucidez envilecedora a imagen y semejanza de la naturaleza de los acontecimientos que se escalonan, pues se trata de la observación de un proceso de envilecimiento tal como lo registra la más brutal lucidez concebible ante lo que se narra y de la forma en que se narra, una jamás envilecida lucidez envilecedora, como sigue.

      La lucidez envilecedora se disfraza de trivialidad en bruto. Hace que los hechos más atroces y los más truculentos sucedan como si nada importante estuviese ocurriendo. A ras del suelo. Nada rebasa el nivel primario de la descripción, cuya línea de confluencia nunca parece operar sobre la expresiva, la dramática y la ideológica, y sin embargo las absorbe, implica y recubre. Sin énfasis ni tremebundismo. Más acá de todo el cine considerado normal por el mainstream, ¿desde el meanstream? Sin espectáculo ni preparación ni suspenso. Escueta, salvaje para mejor rendir testimonio del salvajismo físico y moral. Ya en otro registro que su maestro Carlos Reygadas cada vez más estetizante y volcado hacia el happening peripatético o autopatético (Post tenebras lux, 2012). Reclamando y conquistando por fin el grado cero. Sin coreografías vistosas o discretas, ni vestuarios rutilantes, ni coristas ostentosos o disimulados, ni proyecciones rimbombantes, ni efectazos o efectitos bombásticos. En las antípodas de la exquisita popularísima precursora del narcothriller doméstico de azotea Lilí de Gerardo Lara (en Historias de ciudad, 1988, y donde todo el cine adulto sobre narcopaquetes parece comenzar: Heli / Lilí, te traicionó el inconsciente) y de shows trepidantes o retorcidamente genéricos, o distanciados, o trascendidos, o pirotécnicos, o paroxísticos, o autoconscientes o no, en las irredentas postrimerías de los Coens (Simplemente sangre, 1984) y Tarantinos (Perros de reserva, 1991) o demás congéneres. Sin juegos referenciales ni aspavientos ni encrespado ornato virtuosístico. Heli representa al drama criminal con genuinas raíces sociopolíticas lo que en su momento representó La leyenda del tío Boonmee del tailandés Apichatpong Weerasethakul (2010) al cine de fantasmas: un retorno a lo primigenio que parece banalizado sólo porque es esencial. Como ya lo eran Sangre y Los bastardos, trepidante desde la aparente inercia absoluta y el núcleo radicalmente desdramatizado del surgimiento del sentido.

      La lucidez envilecedora se sustrae hábilmente a cualquier forma de embestida o denuncia directas. Érase una desolada región apenas pueblada en el desierto donde sólo había tres alternativas de vida: la monótona violencia laboral de una ensambladora de carros Hiro, la monótona violencia humillante de un centro de entrenamiento del ejército, la monótona violencia salvaje del narcocrimen organizado, y nada más. Érase, pues, una violenta monotonía contra las instituciones en juego: las Policías locales y federales corruptas hasta el tuétano, y el Ejército coludido con los narcos y con el crimen organizado, así como sometido a los dictados didácticos de sus aliados homólogos norteamericanos, pero tan dispuestos a montar numeritos de efecto como la quema de enervantes. Simplemente se concentra su energía en las vivencias individuales e insoslayablemente sociales de un diminuto núcleo de seres casi anónimos para ser interpretados por actores no profesionales o debutantes desconocidos, tales como la muy bien integrada aunque supersignificativa irrupción en los entrenamientos militares de un asesor estadunidense (Kenny Johnston), o como la desagraciada detective-interrogadora en clave y con cara de palo malhadado Maribel (Reina Torres) que, de súbito, simula sentimentalizarse y, dentro del auto donde platican, ofrece autoexcitada sus voluminosas tetas al héroe que las rechaza, tímido y a la defensiva de su propia dinámica deseante, desesperada y culpable.

      La lucidez envilecedora se afirma, desde su tenaz minimalismo hiperrealista, como una obra artística de pequeños inmensos hallazgos. Ahí está el hallazgo dramático de un tono lacónico mayor que sin embargo permite la coexistencia de una intriga detectable y delectable plena de incidentes mínimos aunque significativos. Ahí está el hallazgo interpretativo, más que de actores bien dirigidos, un heteróclito casting tan severo cuan sorpresivo, a base de figuras encarnadas casi abstractas que son a un tiempo presencias densas de rostro tan impenetrable que parecerían prestarse al acertijo y a la especulación de sus comportamientos, por lo demás básicos y sencillos. Ahí está el hallazgo recuperador del timing