Jorge Ayala Blanco

La lucidez del cine mexicano


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a bonitismos. Hay un bonitismo a fortiori embellecedor tipo Deseo de Antonio Zavala Kugler (2013) o ¿Qué le dijiste a Dios? de Teresa Suárez (2013), por calculadora opción dictada tanto por subordinado mercantilismo como por el hartazgo diferencialista (“El propio Juan Gabriel me dijo ‘Parece que algunas personas hacen cine para complacer a los extranjeros que nos quieren ver jodidos. Hacen todo por ganarse un premio’. Yo quise mostrar un país precioso, rico en tradiciones y arquitectura”: Teresa Suárez entrevistada por Jonathan Garavito, en el suplemento Primera Fila de Reforma, 17 de enero de 2014). Y hay un bonitismo denodadamente opcional como la de estas Ventanas al mar (“Es una celebración a la vida y al amor, que además tiene un escenario hermoso. Creo que en un país y un contexto en el que se habla todo el tiempo de violencia y muerte, es necesario retomar temas tan importantes como el amor y la celebración a la vida”: Jesús Mario Lozano en declaraciones a la agencia Notimex, 9 de diciembre de 2013) por búsqueda estética aunque su título sea en principio el nombre del hotel en efecto existente donde se sitúa la acción. Bonitismos con resultados diametral y radicalmente opuestos.

      La lucidez paradisiaca trabaja la presencia del mar edénico hasta entrañables consecuencias expresivas. “El mar no sólo cuenta como personaje, es muchas cosas más, reflejo del inconsciente de cada uno de ellos, destino, metáfora de vida”, señala Javier Betancourt (en Proceso, 15 de diciembre de 2013). Desde el prólogo, con la mente recostada sobre una silla de playa, la tranquila vieja Emma musita en big close-up poéticos textos murmurantes en voz en off ante brisas marinas (“Un resplandor florescente ilumina el planeta sin sol: el mundo primero. Desde la azotea de un edificio asisto a un instante absoluto de inmovilidad”) y por medio de susurros más suaves que la burbujeante copa del daiquiri antillano en big close-shot a su lado (“Miles de espíritus me observan; apoyo la espalda contra el muro y ahora los cuervos se acercan desde la playa, dibujan círculos, algo se quiebra dentro”). Bombardeos de planos muy cerrados crean una extraña e intensiva tensión connotadora y alusiva, mientras visiones idílicas del tenaz movimiento marítimo se deslizan rasantes sobre la superficie turquesa de la adánica isla del Caribe quintanarrooense y las olas en leit motive azotan feroces contra la playa, o en los bordes de un fortificado rompeolas fantástico e indemne. Más pronto que tarde, ese mar de engaños verá salir a flote los conflictos y miserias de las dos parejas, cual cuerpos erotizados retozando en parcializantes imágenes sobre el agua, o haciendo cabriolas en imágenes captadas por la esplendente cinefotografía submarina, ambas dignas del metacientífico documental de investigación Azul intangible (Eréndira Valle Padilla, 2012). Y la libertad de los clavados en altamar precede a los insultos (dolorosos porque exclaman la verdad que sigue siéndolo la diga quien la diga) y la desfogante riña a puñetazos que deja al claridoso aunque frágil viejo justiciero en el suelo del yate, ese agitado yate que funge alternativamente como pista dionisiaca, apretado ring de boxeo, plataforma de suspense ebrio, prisión y flotante sarcófago faltante.

      La lucidez paradisiaca hace que el drama se doblegue y concentre en una admirable economía de medios. Bastan unas cuantas secuencias compactas para poner de manifiesto los miserables secretos de los personajes, antes de volverlos conflictivamente virulentos en el navegante y sintético tramo final del film, donde se tornarán eruptivos y vindicatorios de su derrota. Y en medio de esos episodios, una sola superinventiva escena crucial que sirve como engarce, golpe de timón para definir el cambio de rumbo y definitivo definitorio clímax insospechado a media película, un decisivo largo panning lateral que va y viene, con parsimoniosa lentitud y sin cortes, desde el cuarto donde la intimidad de los viejos se disfruta en la caricia asexuada y la de los jóvenes se goza en el insaciable coito frenético sedente, cual clave de las dos formas disímiles y complementarias de la ternura amorosa celebrada por el film. Sólo para que al final, mientras la rabiosa Ana inconsolable detiene a una patrulla en la carretera, los viejos se confortan a la deriva en la borrasca, tiritantes, abrazados y sumidos, pero todavía sin arredrarse y acaso saliendo de los laberintos fantasmales que los devolvían a su miedo y a su soledad interior, en el fondo de su noche aciaga (“No dudes nunca que, después, estaré esperándote, allí donde la memoria ya no se necesite”), en tanto que el diminuto yate va empequeñeciéndose cada vez más, a dulces golpes de jump-cuts, dentro de las tinieblas de su cruel mar embravecido.

      Y la lucidez paradisiaca era por acuática confabulación un sensorial apólogo sin moraleja sobre la exánime respuesta inocente ante la libertad de elección in extremis (“¿A dónde ir? Crece el océano sin agua bajo la piel”: Dulce María González).

      La lucidez pulsional

      Algo sobradito de peso, pero aun así almorzando y cenando engordadores club sándwiches, el quinceañero tranquilazo Héctor (Lucio Giménez Cacho Goded el encantador por anticarismático junior artístico del actor divo Daniel Giménez Cacho y la fotógrafa-cineasta Maya Goded) pasa vacaciones de oferta fuera de temporada en un hotel vacío de Puerto Escondido, acompañado, flanqueado y custodiado por su atlética mamá aún guapa pichona Paloma (María Renée Prudencio la también talentosa coguionista del corto La tiricia o cómo curar la tristeza de Ángeles Cruz y de la farsa Tercera llamada de Francisco Franco), untándose mutuamente el bloqueador solar, esperando a que éste se absorba sentados juntos en los bordes de sus camas gemelas, entreteniéndose exactamente con lo mismo que hicieron el año anterior en ese mismo lugar, asoleándose como lagartijas a la orilla de la alberca también desértica, sumergiéndose con goggles en el agua por turno, echando burbujas desde el fondo al unísono, reventándose los barros de cara y espalda con saña paralela, intercambiando pepinillos por pan a la hora de engullir sus sendos sándwiches (aunque ella prefiere los normales), jugando Dos de Tres con los cinco dedos de las manos para ganar la ducha, criticándose el antierótico bikini negro con bolitas blancas y la trusa horrenda pero contemplándose y admirándose recíprocamente en secreto y en silencio, despidiéndose cariñosamente antes de conciliar el sueño, y acabar durmiendo en el mismo lecho a causa de un hiriente colchón con los resortes salidos (“¿Qué lado quieres?”).

      Pero el chavo ya está sintiendo las típicas pulsiones del despertar sexual, sensual y nada consensual. Se enorgullece contradictoriamente cuando mamá le elogia su bigote apenas naciente, para enseguida acariciárselo, y finge molestia cuando la plática se desvía hacia estímulos de rock duro o temas que inciden en su preocupación por resultar tan atrayente (“No tan sexy como Prince, pero lo eres a tu manera”). Lava él mismo y cuelga con discreción sus trusas dentro del baño, hurga a escondidas dentro de la maleta materna en busca del bikini rojo que abiertamente lo excita y, teniendo puesta la parte superior de esa prenda, o divisando a su madre desde la ventana de la habitación, se masturba con dulce furia.

      Pronto va a hallar allí mismo otro modo de expresar sus intereses pulsionales. Conocerá a la adolescente un año mayor Jazmín (Danae Rey-naud), quien coincide como clienta en un extremo distinto del hotel, también medio obesita, pero muy linda de cara e incuestionablemente suave, atractiva, y con quien habrá de entablar una relación de compañerismo cada vez más cercana, inquietándolo ella a él al confesarle que fue engendrada por sus padres en la misma habitación 306 que ocupa ahora, hasta llegar a estimularse genitalmente entre sí, aprovechando las idas a la playa, de otra manera tan tediosas, así como las largas estancias a solas en sus respectivos cuartos, en ausencia de la madre de Héctor, por un lado, y por el otro, del anciano padre enfermo vencido de la chica (Leonel Tinajero) y de Consuelo (Carolina Politi seca como palo), la tiesa pareja madura que lo atiende cual si fuera su enfermera, o quizá siendo ya ambas cosas.

      El único obstáculo natural que encontrarán los chavos para explayar su sensualidad será, sin embargo, la mismísima Paloma, quien, pese a su actitud presuntamente permisiva, aunque reticente y por debajo represiva velada, primero se manifestará preocupada y apodíctica por exageradas razones de protección, pero luego, al darse cuenta de que su hijo ya está bien aleccionado al respecto y de que es inútil intentar aproximarse a los omisos guardianes de la muchacha, a quienes les vale que ésta se vaya de paseo para besuquearse a gusto con el chavo, sin subterfugios ni fingimientos demostrará sentirse desplazada en el afecto de su palomito, antes sólo para ella, y ahora ominosamente relevada e inclusive excluida, por lo que, a la hora de la despedida de los jóvenes, debida a la inminente partida de la familia de Jazmín por la anticipación de un ingreso operatorio de su padre a