Jorge Ayala Blanco

La lucidez del cine mexicano


Скачать книгу

desviación a Xopilapa, le tuerce a la izquierda hasta un olote”), deprimente e irritante, más que hilarante, persistente o disolvente en su apiñamiento. ¿Churro inocentón, o inocentada churrigueresca? De cómo bromas y cotorreo pueden dar origen a una migraña pesadillesca.

      La lucidez anticinéfila inserta microsketches a diestra y siniestra. Son microsketches taladrantes del relato, la verosimilitud, la progresión y la pantalla. Son diseminados microsketches-gag. Son microsketches derivativos de las series de películas del género Y dónde está el piloto y demás. Son microsketches sobrantes y metidos a la brava y a veces con calzador. Son microsketches-corolarios de los episodios más odiosos, inaguantables, raudos, vertiginosos, inclasificables y fuera de de lugar de la ínfima Pastorela infame aunque sobreestimadísima en vista del ancestral e inminente déficit pavoroso de un cine cómico burlesco y locochón mexicano cualquiera. Son microsketches de muy diferentes tipos, que van desde refritos del cine de Robert Rodríguez hasta una supuesta Serie Z patria. En un microsketch videoclipero de comedia musical patriótica muy a lo Bicentenario, un pelotón de Hidalguitos y Morelitos y Allenditos bailotea con sables y estandartes guadalupanos al ritmo de una saboteadora cámara rápida. En un microsketch cienciaficcional con una tenebrosa Godzilla (el cinecomentarista radiofónico fílmico Silvestre López Portillo apenas reconocible) de visualizable doble mirada buscadora y teledirigida desde una plataforma por un Amigo de los Niños (Javier López Chabelo) con sádico regocijo hasta que las miradas de los monstruos se neutralizan al chocar como rayos frente a frente. En un microsketch vagamente blasfemo de un iluminado Cristo españolote (José María Torre-Hütt) cargando su Cruz en imagen pía de El Mártir del Calvario (Zacarias Gómez Urquiza, 1952) virada al verde para lucir su ceceo impenitente (“Perdónalos, Señor, porque no zaben lo que hazzen”) pero de pronto perdiéndolo al recibir una tanda de latigazos que sí duelen (“¡Ay güey!”). En un microsketch de receta culinaria los heroicos blanquillos llenos de afeites lindos del huevocartoon rompetaquillas Una película de huevos (Gabriel y Rodolfo Riva Palacio, 2006) son estrellados sin piedad sobre una sartén ardiendo por cierta desparpajada María Cocinera (María Rojo). En un microsketch de befa migratoria una abnegada madre mártir (Kate del Castillo) telefonea amorosa de bocina pública a bocina pública, desde el Otro Lado pero desde La misma luna (Patricia Riggen, 2007), a su hijito lejano, para dictarle sus datos bancarios al pequeño entretenido en otra cosa y no le importan, pero que registra con avidez un teporocho aprovechado (Alfonso Zayas) que pasaba por ahí y se apoderó también de su tarjeta de débito. En un microsketch libidinoso un labioso galán arrugadito Jorge el Pajarero (Jorge Rivero) hace su deprimente luchita conquistadora con una chava súper dúper. En un microsketch de presunción dispatratada Don Cuino sintiéndose importante finge telefonearle a su amiga actriz famosa Salma (Hayek) pero en realidad recibe insultos de la encumbrada corcholata mientamadres Carmen Salinas (ella misma). En otros microsketches variopintos reinan la desgreñada rubia vulgarzona con cuernos de chivo satánico Faulina (Mónica Huarte), un equino habitual de teibol sin mayor intención (Alberto Rojas el Caballo sobreviviente del cine de Ficheras) o un tremebundo ciego pordiosero prófugo del lugarcomunesco bestiario buñueliano (Mario Zaragoza). Y en un microsketch parainformativo el payasito de los sensacionalistas TVnoticieros retromisóginos Brozo (Víctor Trujillo) manifiesta En Vivo su matutina sospecha de manipulación oficial en el supuesto saldo blanco que dejó la destrucción del pintoresco pueblo de Güepez (“Debida a una toma clandestina de petróleo ubicada en un cine”). Son microsketches que conceden pequeños papeles a celebridades y excelebridades actorales mexicanas como mera estrategia mercachifle, pero también a veces como merecidos otros homenajes fervorosos / ambiguos o tributos prepóstumos aún en vida. Son microsketches no mayores a un intermedio (¿un Entreacto del genial vanguardista René Clair de 1924?). Son microsketches de ejecución sincopada y al estilo multirreferencial / autorreferencial de anuncios / espots / trailers publicitarios vueltos del revés. Son microsketches que, pese a su irritante gratuidad aparente y arbitraria, constituyen la parte más delirante y memorable, más virulenta y rescatable del film. Son microsketches que son elementos e impulsos de un nueva clase de comedia aquí sí naciente y ya en la fatiga, la corrosión y el desgaste. Son microsketches signos de una bufonada en el callejón sin salida, restos, ruinas.

      La lucidez anticinéfila culmina en forma neta y reiteradamente paródica. Emulando, o acaso citando posmodernamente, el final del ya mentado y lamentado El infierno, el chavillo Memo con sombrero negro, bufanda roja y protectores lentes de soldador, aborda en la carretera hacia Estados Unidos un camión de redilas destinado al inconfundible transporte de ignominiosos pollos emigrantes, pese a la tierna edad de ese nuevo pasajero, pero manifestando desde el alma un autoodio nacional tan omniplausiblemente compartido por el film ahora apagadamente enardecido (“No quiero saber nada de este pueblo”) y explicando que sólo va en pos de unos tenis de lucecitas y para dar paso a la inmediata revelación de que ha quedado infectado por la fatal radiación (“Me estoy poniendo verde”) aún contagiosa (“Sáquese, sáquese”), para coruscarse al anacronizante ritmo del Bule-bule de los años sesenta y para dar paso a una autocelebratoria sesión de furcios actorales durante los créditos, dejando que la cinta se regocije por ser la primera (¿y la única?) en reírse sin reñirse de sí misma. Ni punzante ni sarcástico, el trazo grueso se ha fingido morigerado refinamiento contenido, o loquibambia a lo Monty Python, pero jamás virtud absurdista con su gracejo antiintelectual.

      Y la lucidez anticinéfila era por insistente rizado de rizo y por erizada inconsistencia un apelmazamiento que tenía todo para ser una gran película cómica, salvo la película en sí.

      La lucidez envilecedora

      Ensangrentado a partir de las sienes, ocluida la boca mediante una mordaza de cinta plateada y con férrea bota militar encima, dentro de un plano muy cerrado aunque el vehículo en que vaya esté en movimiento, cierto infeliz es trasladado sobre una pick-up por la carretera hasta un puente peatonal caminero donde él será cargado y el cadáver del sujeto medio muerto que iba junto (“Agárralo de los pies, con fuerza”) será arrojado al vacío desde allí, para acabar colgante, pendiendo de la cabeza y con los pantalones bajados como una grotesca figura paracrística, empedernida efigie y autorretrato abestiado de la brutalidad más cruelmente gratuita. Es sólo la apertura estridente en seco, la obertura disonante, el insensible prólogo de un film sañudo, feroz e impío, pero de impecable factura y autoconciencia inmisericorde.

      Así pues, en el principio fue la violencia, una violencia sin posibilidad de freno, y su dominio era la brutalidad.

      En una casa aislada dentro del semidesierto guanajuatense, el tranquilo joven de bici y obrero sin pretensiones en una ensambladora de autos Heli (Armando Espitia) vive de arrimado en la casucha de su manso padre sobretrabajado Evaristo (Ramón Álvarez), al lado de su recién parida esposa duranguense con reservas para retomar su vida sexual común Sabrina (Linda González) y de su hermanita de 12 años Estela (Andrea Vargas), muy estudiosa aunque precozmente erotizada (“¿Cómo sabía que mi hermano era el indicado?”, le pregunta anhelante a su guapa cuñada) y deseosa de también matrimoniarse pronto (“Nos vamos a Zacatecas y nos casamos”), cuyo novio soldado de 17 años Alberto Silva Menéndez Beto (Juan Eduardo Palacios) le rinde visitas románticas, para demostrarle su fuerza alzándola en vilo a puño limpio, sobarle los pechos e intentar meterle prometedoramente mano, en los tiempos que le dejan libre sus duros entrenamientos en un campo militar de la región, donde es obligado a trotar en pelotón por la carretera durante jornadas enteras exclamando a coro consignas obscenas (“Ella en su cama”), dar interminables vueltas sobre su cuerpo y sobre sus propias vomitadas en caso de producirse, o de beber las ajenas dentro la apenas agitada letrina común en medio de una explanada (“¿Quieres más agüita?”).

      Por intolerable que pareciera, todo eso estaría dentro de lo aceptado como normal, pero cierto inopinado día, tras una pomposa quema de enervantes, Beto el soldadito logra apropiarse una bolsa negra con sendas pacas de cocaína, oculta por su destacamento en unas aledañas ruinas custodiadas por un perro pronto baleado, y se le hace fácil esconderla oportunamente al interior de un tinaco del hogar de su noviecita. A causa de una carencia de agua corriente a mitad de la ducha de su rechazante esposa enjabonada, Heli encuentra la bolsa escondida en el tinaco y, tras verificar su naturaleza e interrogar inútilmente a Estela (“Te odio, me voy a casar con