Jorge Ayala Blanco

La ñerez del cine mexicano


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su foto a través del diminuto visor individual que acababa de comprarle su joven papá lampiño-anteojudo-en mangas de camisa Jesús (Andrés Montiel). Homologados así por el destino, los chicuelos congenian de intempestiva manera formidable (“Hay concursos mundiales de trompo, ¿no has visto a Chabelo?”), sintiendo toda la fuerza de un repentino enamoramiento, justo antes de ser recuperados sin mayor problema por sus respectivos progenitores, pero dejándoles a los dos muchachos una honda huella de comunicación afectuosa. Tan es así que, veinte años después, ambos viven añorando ese fugaz encuentro, él atesorando el visor de cajita y ella el trompo anaranjado, los fetiches que intercambiaron a la hora de pronunciar el adiós, cuantimás que Marcos (ahora el aliviando Claudio Lafarga de Alicia en el país de María) se ha convertido en un agraciado publicista barboncillo capitalino muy inestable que, por estar abocado insensatamente en la infatigable búsqueda amorosa, se encuentra divorciado de una mujer que apenas le permite ver cada quince días a su hijita de dos años y, peor aún, se halla en el duro trance de ser despedido (“Tengo que decirte adiós”) de su empleo por su severa jefa (Carla Cardona) a consecuencia de llevarle en deshoras de la madrugada una ebria serenata de grito pelado a la guapa hija de su mejor cliente hosco (Natasha Dupeyrón), de la que se ha infatuado sin razón ni futuro, para escándalo de la desglamurizada cuatita simpática que sin éxito vive enamorada de él desde la prepa Érika (Damayanti Quintanar) y del jodido milchambas Claudio (Martín Altomaro), los fieles amigos disfuncionales e inseparables de ese varón tan errático sentimental cuan invariable entusiasta. Y por su parte, la linda treintañera Esperanza (ahora la hipertelevisiva ubicua Ana Brenda Contreras) ha devenido en una caprichosa e insufrible profesora de sociología en el barroco pueblo mágico chiapaneco de San Cristóbal de Las Casas que proclama a la menor provocación su incansable búsqueda amorosa, aunque esté a punto de casarse con el ultraconvencional cirujano plasta Jorge Ashby (Erik Hayser) que la aburre a morir, negándose a desposarla en la playa y la deje durante una fiesta en manos de una cursilísima aspirante a suegra que la amenaza con hacerla lucir en su boda una antigua mantilla familiar (“¡Una mamantilla!”), por lo que la bella prefiere irse a embriagar con sus incasables amigas casaderas Mónica Mona (Marianna Burelli) y Angélica Angie (Esmeralda Pimentel), a sabiendas de que siempre será solapada o respaldada por sus progenitores. Así pues, hondamente añorantes e insatisfechos, no será extraño que los dos adultos románticamente marcados por aquel futbolero encuentro infantil se busquen a través de Google, las redes sociales y el teléfono portátil, hasta coincidir en una cita ansiosa y cumbre en un restaurante de San Cris, satisfechos, felices y esperanzados, seguros de que “Amar es no tener miedo a alimentar a un tigre con la mano”, aunque todavía tendrán que sufrir una intempestiva separación indeseada y dolorosa, a causa del repentino deceso del padre de la chica, el extravío temporal de su celular, el retorno decepcionado de Marcos a Ciudad de México, la reconciliación de una desilusionada Esperanza con su tedioso novio médico para aceptar su insatisfactoria propuesta matrimonial, el compromiso de Marcos con su todoaceptante amiga amorosa deleznada Érika, y el triunfal reencuentro in extremis de la pareja desdichada en el emblemático zoológico capitalino donde frente a frente con la bestia Marcos se ha atrevido a darle de comer dos hamburguesas al tigre de Bengala con su propia mano, antes de ser alcanzado en una pierna por un dardo de los vigilantes e instantáneamente sedado, en espera de ser ipso facto recompensado por la fuerza de su compartida ñerez predestinada.

      La ñerez predestinada dramáticamente experimenta y padece sobre todo de un predestinamiento al esquematismo, pero no tiene empacho alguno en reconocerse y asumirse, de inmediato y a la vez, alternativa y simultáneamente, como una mera línea argumental demasiado delgada y tenue, una esquelética simpleza de antemano en los huesitos, una idea de cortometraje prolongada y restirada y forzada hasta dar a huevo el largometraje estándar, una trama asombrosamente entre semivacía y semihueca, una entelequia añorante hasta el desafío, un recipiente agotado con la sola mención de su falta de sustancia, un dibujo extenuado aunque inextinguible e indistinguible, un esbozo de fantasía sentimental presa hasta la sorpresa y la saciedad carente de contenido, o sea, una admirable y resplandeciente vasija cínicamente hueca que debe ser llenada con lo que sea cuanto antes, con desechos y retazos desechables de cualquier procedencia o fórmula gastada, lugares comunes decadentes, reciclados materiales producto del autoexcitado saqueo inconvincente o el inoportuno plagio desnaturalizante, sin pudor ni conservando prurito de mínimo decoro alguno: la usura de alusivas cancioncitas del baratón conjunto Matisse invasoramente sonando hasta en el baño o la cocina, el inesperado formato de transmisión televisiva dentro de un real aparato de TV para derramar el goce infinito del encuentro en el estadio desde el voceo por sus altoparlantes mismos (“A los familiares de la niña... favor de pasar a recogerla en el túnel número 30”), la compulsiva y degradante ebriedad femenina y masculina tan permisiva cuan flagrantemente tolerada porque se esgrime la amorosa disculpa de verificarse con vino tinto o tequila por amor y por amor o por amor (“Salud, salud por el amor verdadero”), la evocación idealizadora y compulsiva que se da por cierta y evidente de irrefutable o alucinada manera casi aforística (“Éramos unos niños y aun así me dio la definición del amor más auténtica...” / “Y pacheca del mundo”), las coincidencias de la verbalización al unísono de las decisiones cruciales con imagen dividida o por montaje alternado a distancia espaciotemporal (“La voy buscar” / “Lo voy a buscar”), el esplendor de la Catedral de argamasa amarilla de Las Casas para acoger el aterrizaje viajero de los babas en su atrio palomero, los veloces y afilados retratos maduros contrastantes entre sí de un entero padre inconmoviblemente entusiasta Jesús Medina (Otto Sirgo) y una enteca madre perpetuamente afligida (Julieta Egurrola), la convivencia con el tigre de zoo con una pezuña asida en la virtuosística convivencia navegadora con el monstruoso felino en Una aventura extraordinaria / Life of Pi de Ang Lee (2012) y la otra pata colgada o aplastantemente posada en las fechorías de nuestro humorístico zoodesempleado Adiós mundo cruel de Jack Zagha Kababie (2010) ya sin piedad alguna para el inofensivo-agónico león absurdista de las Historias extraordinarias del argentino flor verbosa de un día Mariano Llinás (2008), y la angustia de la separación infantil (“¡Te quiero volver a ver!” / “¡Yo también!”) que está dada como un trauma en imágenes mentales a lo Sergio Leone (“¿Dónde, cuándo?” / “¡En donde sea!”) aunque sin salir nunca de Televisa porque se tienen como fondo los inefables partidos del clásico TVmasivo América-Pumas de la UNAM y las efigies de los niños dentro de esa TVesfera congelada en el espaciotiempo virtual como un imperecedero recuerdo viviente (“Un encuentro de antología que aún vive en el recuerdo”).

      La ñerez predestinada se apoya hasta el hartazgo en la omnipresencia de los confidentes indispensables del sainete teatral a la española o la mexicana clásica popular, ya no con las jetas del caralampio andaluz a huevo Ángel Garasa o de la pelotoncita atropellada Dolores Camarillo Fraustita o del omnititubeante peonesco ranchero autoapabullado pero siempre arrasado Arturo Soto La Marina Chicote o como un coqueteo temible a contracorriente de Consuelo Guerrero de Luna, o con los gracejos pronunciadamente léperos de los cómicos e infracomediantes de relleno del cine de albures con nalguita de los años ochenta-noventa (los flacos Ibáñez y Guzmán, el Chóforo et al.), sino con el despistado rostro plácido del barbón amigo Claudio con más sobrepeso que seso incapazmente pasando sin transición de vergonzante repartidor de pizzas (enviado incluso al depto de Marcos) a gondolero veneciano de Chapultepec, o el semblante resignadamente avispado de la amiga peoresnada Érika indeseablemente besada en plena crisis y conquistada como sucedánea amante de emergencia (descaradamente tomada de la aceptación final de la leal amigota Andrea la Pinocho como sucedáneo amor verdadero en Qué pena tu vida de Luis Eduardo Reyes, 2016), o la aventadaza indecisa Angie flechada de primera intención a un barbilindo colega chileno del rechazado Jorge, o el ligue opaco de la atontada Mónica con el por una vez brillante Claudio, todo ello para hacer avanzar la trama, cruzando la endeble historia principal con varias secundarias, favoreciéndola, contrapunteándola, fingiendo sabotearla (“Pérame, que te mande foto de perfil de cómo está ahorita”), cuestionándola para reforzarla (“Pero no vayas a revelar que has pensado en ella toda la vida, no vayas a hacer lo que todas las películas de amor, por favor”), comentándola hasta la irreverencia del sinsentido potencial, explicitándola al máximo, diversificándola, suplantando su monotonía y ausencia de gracia, sólo para abultar el metraje con sus esbozos de subtramas colaterales, si bien siempre más rápidas y espontáneas, y más ligeras y desenfadadas,