Jorge Ayala Blanco

La ñerez del cine mexicano


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competir en igualdad de circunstancias libres y graciosamente, a cada momento, como la película misma en su conjunto, con el presunto enviado extraterrestre alucinado de la intempestiva obra maestra argentina de los años noventa Hombre mirando al sureste del primer Eliseo Subiela (1985), entre el titular personaje entrañable de El Principito de Antoine de Saint-Exupéry con su ronda planetaria y el delicioso monstruito ET también titular del film E.T. El extraterrestre (1982) de Steven Spielberg (“Después los míos me recogerán”), con ribetes del erizado costumbrismo dimórfico planetario a lo Ursula Kroeber Le Guin (Los desposeídos como culminación de los mundos Hainish de su ciclo Ekumen), al referirse a los estudios acometidos por Mark sobre la evolución mental de los planetas y en particular de uno lejano por él visitado cuyos habitantes viven en un eterno presente prescindiendo tanto del pasado como del futuro, o al confirmar sus dotes sinestésicas para poder oler el color amarillo y probar la música (sin guiño lisérgico alguno al film Sinestesia de Rodrigo Ortega Ortuño, 2017), aunque la cronista hispana Cecilia Ballesteros de El País prefirió reportarlo como la Maribel Verdú de la presente nueva versión de Y tu mamá también (Alfonso Cuarón, 2001), sin duda el film-modelo expansivo de esta truculenta y malgré tout optimista road movie de crecimiento a la mexicana (en la línea de comedia sentimental fuertemente satírica que va de Mecánica nacional de Luis Alcoriza, 1971, con Lucha Villa y Alma Muriel, y Sin dejar huella de María Novaro, 1999, con Aitana Sánchez Gijón y Tiaré Scanda, a Viaje redondo de Gerardo Tort, 2008-2011, con Cassandra Ciangherotti y Teresa Ruiz, y a Güeros de Alonso Ruizpalacios, 2014, con Ilse Salas), donde en cierto episodio las amigotas del alma habrán de besarse en la boca como aquellos temerosos Gaelito García Bernal y Dieguito Luna, aunque sin mayor escándalo y sin que nada anómalo ocurra, ni se vehicule por ello una cinta homosexual, pues de trata de escandalizar a un personaje retrógrada del melodrama realista, rompiéndole su prepotente esquema viril.

      La ñerez extraterrestre rompe con los lugarescomunes de la comedia romántica light y del dramedy clasemediero para treintones / treintonas mexican style, gracias a la aventura, la fantasía instantánea, la ambigüedad sostenida y elementos de ciencia-ficción siempre cambiantes (el vengador estallido de la casa rodante al parecer por la sola mirada indignada de Mark pero en realidad por encender Jake un cigarrillo con la hornilla riesgosamente abierta) y permutables con otros tomados de la realidad más inmediata (la tarjeta postal estrujada por el extraterrestre al ocaso pero considerada como su proyectado destino geográfico, la metáfora de la libélula muerta aunque aún agitada como metáfora de nuestra especie en decadencia, la desnudez del espejo como sucedáneo del inmostrable y púdico declive corporal), pero imponiéndose y trascendiendo cualquier andamiaje limitante gracias al relato audazmente construido sobre el azar, y ante todo en virtud de la innata desenvoltura y el fértil desparpajo de las dos chavas de habla particularmente desinhibida (“¿Cómo le hacen para coger en tu planeta?” / “No hay sexo en mi planeta, es la misma energía única, etcétera”) con protectoras gafas negras y cachuchitas altaneramente alzadas, arrobador par de chavas sexualizadas y transgresoras que insólitamente llevan la iniciativa por mera frescura pura y dura, sin culpa, tanto con el supuesto alienígena como con los machines del cámper (“Pinche nalgota que te comiste, cabrón”), de igual a igual e incluso por encima de ellos, se trata de la chica sana o de la enferma en extinción (“¡Te lo cogiste!”), estas simpáticas chavas de impostado acento norteño alentadas y secundadas y coreadas por los forzosos encrespamientos de la música original de Rodrigo Dávila, para seguir acometiendo la gran travesía gozadora de todas las jóvenes tan largamente deseada, hasta culminar en la gloria de una manera de fallecer elegida con toda libertad volitiva y sostenida (literalmente) a morir.

      La ñerez extraterrestre comienza formal y narrativamente con una casi informe concatenación de secuencias breves muy elípticas y atropelladas (“Ándale, que te voy a dejar”) entre revoloteos de aves silvestres a lo cuadro de Vincent van Gogh y fotos con iPhone desde el retrovisor y salidas por la ventanilla para gritonearle tanto al agreste paisaje como a la plástica del montaje merced a una edición al principio precipitada de Joaquim Marti Marques y su dinamismo en perpetuum mobile, continúa amaestrando con mayor fortuna la vocación improvisadora del film y de sus actores (maquillados magistralmente por Karina Rodríguez), y de plano acaba haciendo gala de enorme tranquilidad y majestuosa fotografía de Guillermo Garza Morales con suprapaisajista diseño de producción de Annaí Ramos Maza, al jugar con el huidizo sentido del relato y con el título mismo de su película excipiente en el albur del juego de palabras de su título, Camino a Marte / Camino Amarte / Camino a amarte, al igual que exacto tres lustros atrás el exitoso Amar te duele / Amarte duele de Fernando Sariñana (2002) y buscando (y encontrando) los mismos resultados, pero referidos esta vez a un romance desahuciado y de último minuto, para conseguir rebasar la imponente paternidad fabulesca feminista de Thelma y Louise, un final inesperado (Ridley Scott, 1991) que pareciera imperar y hasta aplastar al mercurial estilo adoptado en esta ocasión por el realizador de la parábola rural con humor socarrón de Oveja negra, del romance disparejo entre un adolescente sordo y una extranjera de Odio el amor y la desterritorializada sobreexcitación tremebunda de Paraíso perdido, experiencia sin las cuales no existirían Camino a Marte ni su “teatro sobre el viento armado” (Luis de Góngora) ni sus removedoras y disonantes resonancias eróticas protofeministas-antimachistas de bulto leve pero firme, no obstante sin poder perder contacto con la conciencia de la moribunda atrapada entre la serenidad y la tos sanguinolenta.

      Y la ñerez extraterrestre oscurece sorpresivamente al final sus tintes distópicos y apocalípticos, ya soberanamente planteados a lo largo del relato por medio de sus avances alarmistas sobre la Tierra vista desde el espacio exterior y por una bitácora meteorológica de los días / horas / minutos que faltan para la colisión del climatológico choque inminente e inevitable contra la costa bajacaliforniana, pero ahora desde el interior del ojo del huracán mortífero, hermosamente visualizado como un cielo ennegrecido cada vez más cerrado sobre la rebasada cabeza de los espectadores, mientras el aterrado falso Mark cubierto por el auténtico Mark atmosférico logra avanzar cargando el desvaído cuerpo desvalido de Emilia, tan inerme como el desamparado-desesperado bandido generoso Pedro Infante cargando el cuerpo exánime de la india revolucionaria Blanca Estela Pavón en La mujer que yo perdí de Roberto Rodríguez (1949), reinventando el desastre romántico de Duelo al sol (King Vidor, 1946) vuelto como en Hinojosa Ozcariz un retador Duelo al firmamento entero, de repente ensombrecido, siniestrado, enlutado de antemano, anochecido entre bordes de relampagueantes resplandores, enceguecido como la imposible reducción de la complejidad dramática de la trama y de lo real, hacia una conclusión en puntos suspensivos, generosamente abierta tanto en direcciones y posibilidades de lectura interpretativa como en luminosos sentidos por paradoja desplegados bajo las tinieblas de una tormenta arrasadora y quizá genocida, que nada exorciza de la ambigüedad señera, omnipresente, ovnipresente, en la improbable puesta a salvo del erotanático delirio.

      La ñerez voluntariosa

      En Lo más sencillo es complicarlo todo, antes Como va (Cinéfilos - Eficine 189, 94 minutos, 2018), excedido tercer largometraje del autor total ensenadense bajacaliforniano de 52 años René Bueno (7 mujeres, un homosexual y Carlos, 2004, y Recién cazado, 2009), la linda y alegre preparatoriana sonriente de 17 años y con superconvencionales pero comprensivos padres empresariales Renata (Danna Paola para su exclusivo lucimiento) asiste a la elitista Universidad Cuauhtémoc de Querétaro, junto con su inseparable amiga ingenuota Valeria Vale (Daniela Wong), y despierta la atracción de guapos compañeros de su edad, como un aferrado Tomás (Lalo Brito) ya ascendente en el mundo laboral mediático, pero desde siempre (“A mis 17 años no he tenido novio”) ella sólo tiene ojos para admirar y desear al conductor televisivo doce años mayor Leonardo Leo (Alosian Vivancos), el mejor amigo y socio de su medio hermano Óscar (Eduardo Tanus) que la conoce desde pequeña y la quiere como hermanita, lo cual no desanima a la tenaz y voluntariosa Renata, quien, al enterarse de que su inalcanzable objeto erótico está enamorado y a punto de casarse con su insuperablemente bella y bien preparada novia ideal Susana (Marjorie de Sousa), siente que le están quitando algo suyo (“¿No sabes lo que acaba de pasar, me acabo de enterar que Leonardo tiene novia?”), se indigna (“Algún defecto tiene que tener esa desgraciada, qué sé yo, que se le ponche un implante”) y decide hacer lo indecible separar al muchacho de su pareja y conquistarlo (“¡Nos la vamos