Jorge Ayala Blanco

La ñerez del cine mexicano


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dipsómana divorciada sexosamente destartalada a semejanza del auto Flor (Verónica Toussaint sorprendente), quien antes de partir le pide perdón a su hijito por dejarlo con la ultraedipizante abuela sobreprotectora a quien ambos detestan (Blanca de Albornoz), y al reprimidazo solterón futbolero entre desmadroso y transa con mastín en ristre Trujillo (Cristian Magaloni), pero en el camino, rumbo a un pueblo llamado Tlalpuente por la salida a la carretera federal a Cuernavaca, al desviarse de Tlalpan para tomar por otras vías rápidas alternas, sacar fotos o conchabarse pomos de tequila en un minisuper cuyo gerente (Luis Alberti) corre de inmediato a la ya alcoholizada repelente Flor por su prepotencia, todo empieza a fallar, tanto la tensa convivencia plena de agresiones veladas bajo una finta relajienta, como el vehículo problemático, que se descubre inútil para viajar de forma fluida, motivando que los invitados fracasen al intentar seguir su trayecto en un taxi que exige 300 pesos por la dejada, y todos los antiguos conflictos secretos, subrepticios e inconscientes comienzan a aflorar renovados cuando Flor revela todavía exasperada que una archienemiga compañera ojeta hizo acopio de firmas para expulsarla del colegio acusándola de ladrona (incluso Heri confiesa haber firmado), Trujillo reconoce que siempre se le antojaron el trasero descomunal y los suculentos labios carnosos de Flor pero que ella nunca le hizo caso, y el traumatizadísimo en calma aparente Heri, apodado aviesamente El Ruso por malas mañas criptográficas infantiles deformadoras de palabras, revive otra vez en carne viva y de la manera más cruelmente gratuita el bullying que padeció en su infancia, a raíz de un telefonema burlón de Flor a un tal Luis Andrés que encabezaba esa acción psicológicamente depredadora, algo terrible y expansivo que acabará estallando, sobre todo cuando la eufórica irresponsable Flor, jalando a sus cuates, se haga conducir por chavos lúmpenes a través de callejones suburbiales hacia una fiesta clandestina de azotea, donde cierta turbamulta etílica y drogada, bajo la guía de una provocativa chava fiestera con atuendo sexoaleopardado (Alexandra Dunnet) y su novio fiestero madreador (Marcelo Cerón), somete a una humillación colectiva al inerme y hasta entonces abstemio Heri, para hacerlo ingerir licor y terminar abestiadamente, al igual que sus dos amigos, tumbadísimo de noche en el automóvil zozobrado, apenas con ánimo rencoroso para liquidarlos de modo inmostrable, dejándolos dormidos y encerrados dentro del vehículo con el motor encendido en una cochera, esperando el estallido y el aniquilamiento por fuego de los cuerpos y, ahora sí, continuar hacia la reunión escolar de su escuela primaria, a la que va a llegar tarde, trastabillante y con ánimo de acuchillar en una habitación aparte, de una vez por todas, al inofensivo actual Luis Andrés (Fernando Álvarez Rebeil), pero renunciando a ello por cobarde vocación sagrada de simulador o Gesticulador nato, como lo exige, dicta e inspira la ñerez reciclada.

      La ñerez reciclada fácilmente se convierte con gran celeridad en un film-objeto gracias a una edición acelerada y trepidante en exceso ¡qué prisa te traes para no dejar ver! de Patrick Danse que se precia de ser superelíptico inclusive en el transcurso de cualquier acción expositiva, que aunada a una naturalista limítrofe dirección de arte de Karen Torres, tanto como el sonido de Emilio Cortés y una música hípster populachera pero también efectista con rebosantes seudocampanadas acústicas de Adán Herrera, logra que, más que intensificar, enriquecer o crear el drama, se lo inventan, con trozos y momentos de gran cine como el laberíntico pasadizo entre despojos inmobiliarios rumbo a la fiesta de azotea o el descenso a los infiernos de la fiesta entre cortinas de colgajos relampagueantes color solferino, ya en el tremebundismo elíptico de la parte conclusiva.

      La ñerez reciclada se despliega como una vasta parábola que apenas logra incluir en su trama relativa y relativista una serie de microhistorias, muchas de éstas apenas referenciales o meramente orales, a modo de simples escenas, situaciones, esbozo de cuadros breves, trazas metafóricas deliberadamente atropelladas que van tejiendo un extraño trasfondo significativo jamás totalizador, dentro y fuera de un eje cronológico demasiado elástico y horadado, sin importar mucho la verosimilitud anecdótica o realista en primeras instancias, siempre precipitadas e histriónicas en seco, con rasgos, ambientes y hasta características vestimentarias que sólo a los personajes pueden resultarles arcaicas, pero que tornan actuales sus traumas insuperables y sus planteos acuciantes, para que el relato en presente les conceda modo de acción, ejemplar continuidad y destino personal.

      La ñerez reciclada rompe intempestivamente a cada tercera secuencia la estructura lineal del relato mediante un bombardeo periódico de flashbacks, entre mentales y objetivos, entre insertos subjetivos y explicativos o desplazados, sin responder a ningún orden ni asociación de ideas alguna, siempre enigmáticos, súbitos y arbitrarios, que irrumpen e interrumpen de continuo la ya demasiado salteada y elíptica anécdota, posResnais y postSergio Leone, en racimo, intermitentes, al mostrar imágenes fijas o móviles, de álbum familiar o de cine amateur, del héroe y la heroína cuando niños o de grupos escolares, en abundancia y a veces invertidas de cabeza, descendiendo por extraños muros exteriores, de Heri cosechando fresas con verdaderos campesinos, pero sobre todo en el seminario al lado del ensotanado Raúl (Harold Torres) con quien parece haber sostenido una relación ambigua en exceso y a la defensiva contra los abusos de un poderoso o pederasta cura autoritario (el realizador en persona), pero eso apenas se sospecha y nunca se hace demasiado explícito, volviendo a la ficción en sí una metáfora de su desamparo o del Desamparo a secas (según su autoconsciente intérprete Humberto Busto).

      La ñerez reciclada asimismo se transforma en una reflexión en acto acerca de los registros con dispositivo celular hoy hechos posibles dentro del arte aún denominado cinematográfico, con terca fotografía estridente de Mauricio Novelo con base en varios tipos de teléfonos celulares, a diferencia de la cinta estadunidense pionera en su género Tangerine: chicas fabulosas de Sean Baker (2015) que sólo usaba un sofisticado iphone 5s con lente anamórfico, es decir, Oso polar quiere pasarse de listo ostentando un iphone 4 para las vistas narrativas normales, un smartphone muy manipulable como el que emplea en todo instante Heri, un Nokia lumpenoso para incidentales esencialistas como corresponde a las clases sociales menos favorecidas, ultramaquilladas darketas, punketas, cargando bebé, fiesteros con máscara de luchador, architatuajes hasta el cotidiano desfiguro esperpéntico, y last but not least un iphone-reservorio atroz de imágenes archivadas, muy semejante al de la femimórbida cinta de horror alegórico Vuelven (Issa López, 2017), duplicando la manía del protagonista de grabarlo todo aprovechando el don de la ubicuidad de teléfonos celulares, para brindis colectivos hacia el espacio del filmador, el campo solitario de los seminaristas vagabundos, pasos de objetivo a subjetivo de los dispositivos móviles con diferentes texturas y funciones, gestos del solitario seminarista Heri viendo al objetivo, reacciones instintivas del novio del claustro para tapar la lente grabadora, el flashazo de un beso en la boca dado por galanes-tentación como Luis Andrés, la captura de algún furtivo gesto delator de melancolía, y alguna selfi al semidesnudo sugerente en el cuarto baldío sólo poblado por crucifijos.

      La ñerez reciclada cree firmemente en el sentido único: la persistencia de los recuerdos dolorosos de la infancia vueltos imborrables y lastrantes en la edad adulta, la traumatología al final vengativa que domina al protagonista masculino pero es análoga a la de sus dos acompañantes amigos / enemigos, y los apuntala por todas partes, al develar y volver virulenta la hostilidad y el recóndito rencor, el resentimiento y la vulneración que no se ven a simple vista, pero se deja adivinar a través de una subtrama de disimuladas agresiones soterradas, para ofrecer un repertorio de personajes poco habituales en el cine nacional, como Flor, esa tipeja tequilera aún dependiente de la madre a la que visceralmente repudia pero a quien sin embargo utilitariamente se somete, la madre soltera in obbligato, misteriosa perturbada, frustradaza, neurótica frágil pese a todo, psicológicamente inestable, medio compulsiva medio demente aficionada al jueguito de taparle los ojos al conductor del vehículo en medio de bestiales carcajadas erotanáticas, a quien su excelente intérprete (la coactriz de TVseries casi fílmicamente inédita Verónica Toussaint) parece complacer al límite en su juego irresponsable, secundando cada uno de sus impulsos y deseos, como si sintiera hacia ella una empatía extrema, para reivindicar cada uno de sus actos, cual Isabelle Adjani demasiado poseída y desechada por el demonio Zulawski (mínimo homenaje a Posesión, 1981), o como Heriberto, ese tipejo lamentable quizá en las antípodas conductuales de Flor, aún dependiente de los compañeros que lo bulearon en la infancia y queriendo quedar bien con ellos como si de ellos siguiera dependido su seguridad y valoración personales, tímido e hipócrita