Jorge Ayala Blanco

La ñerez del cine mexicano


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psicotizada de Un día de furia (Joel Schumacher, 1993) o del lento aflorar de las frustraciones calladas junto con el sinsentido de la vida en pos de El séptimo continente (Michael Haneke, 1989), su desatada abyección cual aprovechamiento para sacar lo peor de sí mismo o cual insospechado descubrimiento de una vocación alternativa que inconscientemente se hallaba reprimida aunque acaso medrando por emerger de su recóndita oscuridad (al nivel del cobarde abyecto Max von Sydow de Vergüenza de Ingmar Bergman, 1968), su doliente imagen ahora barbuda hirsuta cargando la bolsa negra con el producto de su catártico crimen gratuito cual si fuera una gigantesca bomba mortífera a punto de explotarle en los brazos.

      La ñerez sobajada encuentra el equivalente simbólico de su aventura espiritual y de su proceso de acelerada degradación en el paralelismo de los eventos con los avatares de una gigantesca maqueta del fatídico edificio mexiquense en construcción que con gran cuidado cargaba en brazos Fede a su oficina y luego traslada a casa como un emblema subrepticio y vencido, que se modifica y se desmantela, a rabiar y a placer, incólume, tan distante de la supercasa en trance de edificación romántica por el arquitecto adúltero Kirk Douglas en Vecinos y amantes (Richard Quine, 1960) como de la construcción funeraria de La tumba india (Fritz Lang, 1959) a la monumental memoria de un amor admirable, como una esperanza que se arma y se desarma, como la traslación y el entierro en vida de una integridad moral vuelta mortal y mortífera, apestada y pestífera, al sádico gusto del azar objetivo.

      La ñerez sobajada quiere dar para mucho, para la fábula sostenida y sus transformaciones, ya que involucra a la ojetez íntima y a la deshumanización social paulatina en un solo trazo, al interior de un morosísimo thriller urbano meditabundo que no teme las sobreactuaciones en los lindes de la caricatura guiñolesca, teniendo como epicentro la sobriedad casi inerte del multibuleado / autobuleado arquitecto Anduaga (¿hasta cuánto puede aguantar un individuo humillado?) y su evolución súbita ya que ¡cuidado con los cainitas pero aún más con los abelitas! (advertía ya Miguel de Unamuno en el Abel Sánchez), pues se cuenta con el apoyo de un formidable y equilibrado aunque caprichoso trabajo de fotografía de Iwao Kawasaki en general muy contrastado en sus búsquedas plásticas, pero también pleno de enfáticos acercamientos feroces a sus figuras, o de picados y contrapicados en las secuencias violentas (auténticas Historias de locura ordinaria en la cauda de Charles Bukowski filmado en 1981 por el genio antisocial con urgencia reivindicable Marco Ferreri), y con el auxilio de la certera dirección de arte de Odette Iñigo y de la música efectista de Dan Zlotnik, si bien de nuevo lo preponderante en la composición / cosmovisión del film vienen a ser los constantes ruidos en oprobioso off, como los jadeos y gruñidos de los flamantes vecinos inmostrables (al estilo del Así de Jesús-Mario Lozano, 2005), y la edición de Jorge El Porri García, su falso ritmo somnífero y contemplativo que a veces se agencia por corte aceleres de montaje fragmentario para precipitar algunas situaciones, como el rediseño frenético del edificio pronto colapsado, la madriza en el baño, la golpiza catártica al secuestrado con mordaza de cinta canela que admite insertos de los rostros de todos los seres abusadores contra los que el héroe piensa que se está desquitando, hasta la absoluta grotecidad desquiciada y sobrecompensadora.

      La ñerez sobajada se aleja de cualquier realismo genérico (como el radionovelero del Gutierritos de Alfredo B. Crevenna, 1959, o el renegadamente hawksiano de los Tiburoneros de Luis Alcoriza, 1962, pero recientemente dignificado por La delgada línea amarilla de Celso R. García, 2015), de cualquier naturalismo anacrónico o populachero (el que culminaría en aberraciones como El Milusos de Roberto G. Rivera, 1981, o Ciudades oscuras de Fernando Sariñana, 2002), e incluso de cualquier naturalismo subjetivamente trascendido (el que va de Los olvidados de Luis Buñuel, 1950, a Crónica de un desayuno de Benjamín Cann, 2000, y a Plan sexenal de Santiago Cendejas, 2014), al afirmarse como un cine de la soledad, pues he ahí la pena de una consustancial y radicalizada imposibilidad para adentrarse en las reglas sadomasoquistas y corruptas de la vida circundante, he ahí el arte realista que radica en vibrar con sensibilidad desusada al simple roce de lo cotidiano clasemediero (el empleo degradado, la esposa preñada, el padre odiador, la doliente hermana, el vecindario erizado), he ahí un encuentro súbito en el encapsulado encierro dentro de un mundo enrarecido y poblado por personajes tan hostiles cuan tarados, y he ahí al ser distinto y marginado en un ambiente invivible en el que se ve obligado a seguir viviendo como un condenado a muerte lenta apenas espasmódica.

      La ñerez sobajada se sitúa en términos sociomorales al nivel de la persecución de una Parábola con mayúsculas, cuyos antecedentes en nuestro cine nacional habría que buscarlos en el patético arribista barrial Víctor Parra vuelto homicida involuntario con medicamentos inocuos de Los Fernández de Peralvillo de Alejandro Galindo (con libreto basado en una pieza moralista de Juan H. Durán y Casahonda, 1953) o del noble doctor en medicina Ignacio López Tarso enfrentado por interpósita paciente al brutal acaparador de maíz y frijol Pedro Armendáriz de El hambre nuestra de cada día del norteño Rogelio A. González (con guion moralino de Janet y Luis Alcoriza sobre un argumento del actor Alfredo Varela hijo), más todos los edificantes Ríos Escondidos y Rebozos de Soledad y Tarahumaras que en el cine mexicano de crítica social positiva / negativa, aunque ahora de trata de una obra edificante sin moraleja y con final abierto, en la que desde un primer momento empiezan a intervenir elementos tan dispares como la presencia bombástica de los bombardeantes medios de comunicación masiva (la radio, la TV con declaraciones municipales) como vehículo y parte del contexto corrupto, la obviedad de una mudanza caracterológica como sorpresiva elipsis fundada en lo arbitrario, la empatía de pronto rota con un personaje repentinamente distante, la esquemática ausencia de profundidad psicológica utilizada como un atributo distanciante y didáctico, o así.

      La ñerez sobajada rebasa con mucho el mero estudio o tributo dramatizado a la histeria que pareciera anunciar el título del film, siempre más allá de una simple enfermedad nerviosa y las constantes alteraciones psíquicas y súbitos cambios emocionales que la caracterizan o acompañan, un más acá de cualquier intensa excitación circunstancial y sus anómalas reacciones excesivas o neuróticas, un estado entre la afección mental y la elección compulsiva y libre, un colapso relacional que tiene algo de sagrado.

      Y la ñerez sobajada retorna a su punto de partida para permitirle al individuo escuchar en el callejero aislamiento de su auto la buena noticia evangélica (“Por cierto, es niña; ven pronto”) y trascender su asfixiada parálisis de la voluntad para que la parsimonia del auto al arrancar se funda sobre la impunidad ¿perentoria, transitoria, definitiva? y se confunda con la lentitud musical del momento revivido.

      La ñerez trasplantadita

      En la coproducción con España Vive por mí (Sin Sentido Films - La Voz que Yo Amo - Eficine 189, 105 minutos, 2017), retorcidón séptimo largometraje pero sólo quinto ficcional del productor-director comercial español salamantino de 52 años José María Chema de la Peña (Shacky Carmine, 1999; Isi / Disi. Amor a lo bestia, 2004; Sud Express, 2005; 23-F: la película, 2011; documentales cinefílicos: De Salamanca a ninguna parte, 2002, y Un cine como tú en un país como éste, 2010), con jaladísimo guion suyo y de Juanma Romero Gárriz y Enrique Urbizo, la hermosa joven ricachona a punto de convertirse en quedada Ana (Martha Higareda con bajísimo perfil) haría cualquier cosa por conseguir el riñón de repuesto que necesita para volver a ser ella misma, pero por el momento, impulsada por su decadente madre güereja ajada Mariluz (la garciamarquesca exmarquesa colombiana con acentazo Margarita Rosa de Francisco de Del amor y otros demonios muy atractiva no obstante su delgadez límite), debe conformarse con vestir un atuendo rojo reluciente para concentrar en torno suyo la atención de los galanes potables y embriagarse y desatarse a gusto, opacando a su desagraciada hermana Lucía (Paulette Hernández) en el mismísimo día de sus rumbosas nupcias (“Sí, ¿y desde cuándo la novia debe ser la más guapa de la boda?”) y luego echárselas a perder, cuando la muchacha enferma recibe el esperado telefonema de su hospital para convocarla de urgencia, aguardar por tensos minutos en una estrecha sala de espera, junto con la treintona dueña de una fonda barrial Valentina Fuentes (Tiaré Scanda sufridísima) y el alucinado predicador evangélico septuagenario El Chayo (Rafael Inclán guiñolesco), la asignación del apenas obtenido riñón de un accidentado (“¿Es la primera vez?” / “¿Por qué se tardan tanto?” / “Están decidiendo quién de nosotros entra al quirófano y quiénes