Jorge Ayala Blanco

La ñerez del cine mexicano


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lo que el beato alternativo será el beneficiado, para doble desconsuelo de la también súbitamente empobrecida Ana, pues su expoliado abuelo de repente ojete (Fernando Becerril) ha decidido (“Estoy harto de financiar tus estupideces”) dejar de mantenerlos al holgazán hijo-padre cincuentón (Odiseo Bichir parodiando a su Humber Humbert de Flor de fango), a la adúltera nuera vuelta lumpenefebófila y a ella misma, obligando a la joven a mudarse aparte, refugiarse en sus ideas fijas y entablar una desequilibrada amistad ahora ya posibilitada y paritaria con la triste fondera Valentina, con quien ha vuelto a toparse otro día en el hospital, como ella atada a diálisis periódicas, y a la que, frustrada por un embarazo siempre en cauto aplazamiento a manos de su amoroso marido rústico Miguel (Juan Manuel Bernal), no le será difícil arrastrar en su delirante obsesión de pasarse noche tras noche persiguiendo accidentes de tránsito, que localiza a través de la red radial de las patrullas policiales, para rescatar algún muerto o moribundo y llevárselo a su hospital, soñando despierta con lograr el quimérico trasplante por ambas tan deseado, cosa que se hará realidad tan trágica cuanto paradójica un mes después del primer encuentro fortuito, cuando se vuelque tan espectacular cuan fatalmente en una carretera la camioneta del abominable raterillo reticente vuelto aprovechable mudancero aspirante a semental El Gavilán (Tenoch Huerta quién más), el cual era nada menos que un lumpenesco amante de la promiscua madre de la chava, además de seguir siendo el hijo descarriado del repuesto religioso El Chayo ahora en otro género de problemas, y así el riñón disponible de todas tan anhelado le será ofrecido esta vez a la candidata Valentina, para su sorpresa, pero ella se lo cederá a la apasionada veinteañera impaciente en el corazón Ana, para que, tal como ordenaba el título del film, viva por ella puesto que impelidas por la más noble e intempestiva ñerez trasplantadita.

      La ñerez trasplantadita se mueve así, tan forzada cuan emocionalmente ineficaz, saltando y pretendiendo hacer arabescos y cabriolas sobre la cuerda floja de la arbitrariedad narrativa, en una especie de extraña y aceda gelatina dramática sin cuajar e indigesta, a base de ingredientes tan peregrinos y azarosos como las historias entrecruzadas de los tres primitivos demandantes de riñón vueltas certamen de buenas razones o Séptima Carrera hípica de gran fondo sentimentalista ya en La recta final del primer obviote Carlos Enrique Taboada (1964) para ganarse el órgano de todos añorado cual meritorio premio moral, o sea, unas Vidas Cruzadas situadas en algún nebuloso punto del mapa entre la excelencia del haz de relatos complementarios / suplementarios / significativamente panorámicos ya que formidablemente entreverados de Robert Altman (Vidas cruzadas, 1993) y la ñoñez tremebundista de Amores perros (Alejandro González Iñárritu, 2000) o la inefable comedia-refrito altruista 3 idiotas (Carlos Bolado, 2017), para seguir complaciendo el caprichoso gusto por los relatos fusión de la estrella-productora aquí minimizada Martha Higareda, en lo genérico quedándose como un deliberado y triple conato de thriller inepto (“El thriller es un género que me apasiona y uní eso a una historia pasional que le sucedió a un amigo que necesitaba un trasplante, todo lo que viví y sentí en ese proceso lo desvié en este guion”: Chema de la Peña en declaraciones al diario Reforma, 20 de julio de 2017), aun contando con el apoyo siempre falible de farragosas tramas intrincadas (la seducción del mudancero por la deleznada cincuentona calenturienta, la rivalidad a golpes entre el marido cínico y el amante inavasallable) y subtramas de mil incidentes retorcidos (ese ajuste de cuentas entre los hijos del predicador en plena misa) de manera tan inverosímil como esa supuesta competencia de mi hospital con el plantado enfrente para destinar los órganos de los agonizantes a la lotería-asignación de sus pacientes afortunados, más una fotografía pastosa de Alberto Anaya que abusa de los frontgrounds ad nauseam desenfocados tanto como del ya lugarcomunesco bombardeo de impresionistas luces nocturnas a lo Taxi Driver (Martin Scorsese, 1985) sólo rotas por el irrevocable salpullido pesadillesco de ubicuas pantallas múltiples desplegadas en forma de diorama de la desgracia urbana y claves radiadas (“Reportando a ambulancias, hay un 19 en la esquina de A y Z que puede ser un 51”), más una edición de Alejandro Lázaro que de continuo se excede en las acciones alternadas para intentar la infatigable creación reiterativa de falsos contrastes fatigosos e improvisados suspensos instantáneamente fatigados (contraste entre las caldosas cogidas de la madre ruca con la soledad de la linda azotada Ana, suspenso a base de coincidentes telefonemas perturbadores o de golpizas espontáneas), más una cochambrosa dirección de arte de Noé Andrade que torna folclórico para europeos todo lo que toca, empuña y empaña.

      La ñerez trasplantadita se revela como el perfecto cine neofranquista extrafronteras que recupera y pone al día los valores del cine franquista, para su mayor gloria sucedánea, yendo a tambor batiente, cual pálida rutina melodramática, aunque a trompicones, del reconocimiento de que “Mi felicidad depende de quien se muera”, al acto de suprema generosidad y compañerismo sacrificial que significa en términos de bienintencionado destino la cesión final del codiciado y perseguido riñón fresco, todo en función de la exaltación certera de un ideal acuerdo conyugal del perfecto marido preservador de una pareja sólo preservadora de su obsesión de engendrar un hijo, cual traslación benévola de la limítrofe Lisa Owen del soberbio corto Australia de Rodrigo Ruiz Patterson (2016) y sin miedo a representar metafóricamente el aborto mediante los asquerosos yerbajos verdosos de la limpia de una curandera rumbo en conjunto al excusado (puesto que dignos del cine evangélico sectario de Paco del Toro tipo Cicatrices, 2005, o Pink, 2016), pero asimismo en función del odio al odio del sumiso hijo silencioso sólo nombrado como El Mosco (Ianis Guerrero) al hijo rebelde El Gavilán (“Sólo Dios puede salvarte”), situándose invariablemente el sentido del relato en la lógica del premio y el castigo moralinos, semejantes a los que se le asestan a esa cogelona Mariluz convertida en La mujer de ninguna parte de los años veinte (Louis Delluc y Germaine Dulac, 1922) antes de abrirse las venas dentro del taxi al que durante toda una tarde hizo dar vueltas a ciegas, o bien dentro de la dialéctica de la emergencia y la ocasión.

      La ñerez trasplantadita se ajusta a pie juntillas a la Semiología del Infortunio delineada hace cuatro décadas por Pere Sempere (Semiología del infortunio. Lenguaje e ideología de la fotonovela, Ediciones Felmar, Madrid, 1975), en un reincidente apogeo, si bien creyéndose renovadoramente intimista, ejemplar y edificante: pasto de rigores clasistas, elogiador de la ignorancia y miserabilista humano alrededor de criaturas aferradas a cualquier místico credo clandestino (esa infeliz feligresa anónima llena de fe que acaba reclamándole a gritos al ministro alternativo por el fallecimiento de su chavito enfermo), intransigente con la promiscuidad femenina (por lo demás muy excitante) y hasta del placer proporcionado durante una dulce femiembriaguez azarosa, misógino en abanico a rabiar (esa connivencia de la amante cincuentona con la esposa de El Gavilán turbiamente encarcelada), manipulador inconsistente de la carne de mi carne femenina retacada de clichés retrógradas (“Las mujeres dan más juego porque tienen las emociones a flor de piel. Son más valientes y suelen ser más extremas. Incluso, como director me atrevería a decir que son más entregadas. No tienen reparo en ofrecer todas las posibilidades; en cambio los hombres son más recatados. Por otro lado, Tiaré Scanda, Margarita Rosa de Francisco y Martha Higareda representan tres formas diferentes de trabajar el drama”: De la Peña ahora entrevistado por Héctor González en el suplemento Laberinto de Milenio Diario, 29 de julio de 2017) y last but not least hecho culpígenas bolas significantes como única probable carga subrepticia o espejo paradigmático (ese episodio del accidentado agonizante recogido esperanzadoramente que acabará siendo trasladado a un cercano hospital ajeno), al interior y al servicio exclusivo de un predatado universo axiológico donde todo enfrentamiento con la vida y todo saldo de cuentas con el pasado debe traducirse de inmediato y para siempre en oportunidad de redimirse.

      Y la ñerez trasplantadita hace culminar su truculento sermón laico con las imágenes de la cálida reconciliación de Valentina con su marido, un top shot con pantalla dividida de Ana yaciente en el quirófano al lado del cadáver donador de El Gavilán mampara fatal / bienhechora de por medio, la visita del florido predicador canoso (émulo en caricatura light de los hijosdeputa santones ídolos de barro de La venida del rey Olmos de Julián Pastor, 1974, y González: falsos profetas de Cristian Díaz Pardo, 2014) al pintoresco panteón multicolor que acoge a su vástago, el apapachoso abrazo triunfal de la otrora infame Mariluz a su hija doblemente recuperada, y una serie de estadísticas (“Hay más de veinte mil pacientes en espera de órganos, pero en 2016 sólo cinco mil seiscientos los recibieron”) como en la obra maestra