Jorge Ayala Blanco

La ñerez del cine mexicano


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demenciales que van extendiéndose hacia estratos tan elevados como las irrealidades histriónicas del generoso actor veterano Loyá haciendo malabares abstractos con su personaje de aristócrata ¡zonarrosero! involuntaria / metafísicamente enclaustrado que encarnó en el falso thriller El ángel exterminador de Luis Buñuel (1962) o las prodigiosas semejanzas físicas ¿intercambiables? entre el examante Ricardo / López Carranza y el amigo traidor crucial Damián / Schÿvÿ.

      La ñerez homoamnésica exacerba así en todo momento el rol desempeñado por la memoria, su papel preponderante, su juego en riesgo, la memoria que se invoca desde el título como la subjetividad objetivada de un joven Fernando que se la habrá de pasar invocando lo que nunca fue, ni está siendo, ni nunca será, ¿ni quizá nunca fui?, una compleja y ambivalente inestabilidad subjetiva fundada para sí y para el otro en la desconfianza (“¿Cómo sé que no te estás escondiendo?”) y fílmicamente en planos sostenidos sobre abrazos suspendidos en la incertidumbre de un espacio-tiempo decidido a devenir memoria intransitable.

      La ñerez homoamnésica exacerba las posibilidades de una estructura desdoblada que incluye un cambio de tono y naturaleza genérica prácticamente radical, algo que es por completo novedoso en el personalísimo cine de Laborde, un cine entre ingenuo y rompedor, un cineasta que respira cine y filma por incontenible instinto, una estilización de cine puro que densifica atmosféricamente y ahonda psicológicamente cada instante cinematográfico para convertirlo y convertirse en exacto lo contrario de un porno amateur o de una fotonovela de moda en los años sesenta-setenta, todo ello en perpetua búsqueda y mutación, como la del relato fílmico mismo de Memorias de lo que no fue, dividido, aunque no exactamente por la mitad, en dos partes disímbolas, dos partes casi opuestas, un atribulado inicio con su abundante capitulado intimista por un lado, recurrente a carta cabal, evolucionando en expansivos círculos concéntricos al principio, y por el otro lado, un corpus de intriga parapolicial que redunda en un parco capitulado hermético cada vez más cerrado y ensimismado, rompiendo falsamente con la energía de la intimidad acumulada, haciendo involucionar la trama a modo de una espiral hacia adentro, en implosivos círculos concéntricos, desde una especie de tácito “debo ser homosexual para satisfacer a mi pareja incipiente cada vez más satisfactoria, hasta el desquite consumado, hasta la aparente promesa de un consentido marchitamiento dramático, hasta esa irónico anhelo de integración auténtica de una nueva pareja dejando atrás todo (opción heterosexual, inmostrables nexos familiares, escuela, amigos) para empezar una nueva vida.

      Y la ñerez homoamnésica exacerba entonces, por último, la ínfima jamás infame desembocadura en una historia de una ávida y penosa revelación de la sensualidad gay y el cambio esencial de orientación sexual que ello implica y se atreve a acometer, rumbo a ese milagro del hallazgo amoroso que circunda en el silencio de su habitación abrazados a contraluz del ventanal al pacificado Fernando ya no doblado ni gimoteante y a su protector en adelante acaso permanente, un silencio apto para la culminación narrativa en una intensa cogida tan inspirada y ansiosa como es posible, conquistando tácitamente una identidad que anula y torna irrisoria cualquier cariñosa sugerencia previa de su partenaire (“Ahora sí, ya tienes una pista, ¿quieres que busquemos más?”).

      La ñerez materojete

      En Las hijas de Abril (Lucía Films, 103 minutos, 2017), enervado aunque decepcionante quinto melodrama extremo del sobrevaluado autor total capitalino de 37 años Michel Franco (corto previo: Entre dos, 2003; largometrajes: Daniel y Ana, 2009; Después de Lucía, 2012; A lo ojos, 2013-2016, en colaboración con su hermana Victoria, y El último paciente: Chronic, 2015, situado en Estados Unidos), premio especial del jurado en la sección “Una cierta mirada” del Festival de Cannes en 2017, la aún atractiva madre cincuentona española e instructora de yoga Abril (Emma Suárez matizada e impecablemente almodovariana tardía) ha sido riesgosamente extraída de su profiláctico retiro madrileño, al ser llamada de nuevo a Puerto Vallarta por su frustradísima hija treintona obesa y secretaria de imprenta Clara (Joanna Laroqui engordada a la fuerza) so pretexto de sufragar los gastos médicos y atender las urgentes necesidades prácticas de su inepta medio hermana muy menor retirada de los estudios a los 17 años Valeria (Ana Valeria Becerril) que se encuentra en trance de parir por la libre a un bebé concebido con el débil de carácter y también diecisieteañero y empleaducho en el hotel paterno sin otras percepciones monetarias que las propinas Mateo (Enrique Arrizon), si bien la dura hembra Abril, de todos tan temida, aunque en apariencia deseosa de auxiliar a sus hijas al principio, pronto empieza a sacar las proverbiales uñas de su purísima casta destructora, haciéndose rechazar toscamente por su irreconquistable primer marido septuagenario Jorge (Iván Cortés) que ha preferido formar una feliz nueva familia con cualquier señora treintaicinco años más joven, y sobre todo aliándose la maquinadora mujer con Gregorio (Hernán Mendoza), el rencoroso y severo padre hotelero ultraconservador de Mateo, y con la infeliz sirvienta del hombrón (Mónica del Carmen), para fingir una adopción legal de la recién nacida ya bautizada como Karen, desgárrese afectivamente quien se desgarre, luego de recuperar al nieto, seducir al manipulable compañero erótico de la hija y finalmente instalándose a residir con ambos en la esnobista colonia Condesa de Ciudad de México, para subsistir impartiendo clases de yoga, haciendo vida conyugal la suegra abeja reina con su yerno a quien se tiene contento como zángano obsequiado al menor pretexto con pantalones de moda o una motoneta nueva generación para soñar con el absurdo de un segundo vástago pese a la edad de la golosa matrona admirabilis (“¿Sabes que la tienes enorme?”), pero la doble despojada Valeria seguirá detectivesca y policialmente los pasos de la pareja a raíz de que llega alguien interesado en ver la casa de Vallarta puesta en venta por la mater amantísima, simulará todavía interés conyugal en el muchacho y no cejará en su peregrinar gestionador en los burocráticos laberintos delegacionales y del DIF, hasta recuperar al bebé abandonado en un restaurante por Abril marchita y prescindir a última hora del papá machito, demostrando excelente condición física y mental para la carrera de relevos en ñerez materojete.

      La ñerez materojete adopta en su descripción el punto de vista de Sirio, la supuesta estrella emblemáticamente más distante del firmamento, para no involucrarse con ninguno de sus personajes aunque presuntamente sí (y sólo) con su narración, para pretender que nunca rebasa una mera exposición de los hechos, para fingir que el relato carece de dimensiones narrativas o dramáticas e ideológicas, para hacer la finta de la objetividad señera y amaestrada sin análisis psicológicos, para aportar resultados bellamente plasmados en imágenes de equilibrio admirable y perfecto, para romper superficialmente con los caducos datos arbitrarios del melodrama y de la telenovela, para reinventar un melodrama sin melodrama (sin sordideces ni complacencias ni lamentaciones ni parrafadas explicativas / autojustificadoras ni atroces verborreas vomitivamente ripsteinianas ni autoconmiserativos tonos blandengues ni ribetes sensibleros ni desgarramientos de vestiduras), para ofrecer las inanes delicias inasibles de un melodrama sin buenos ni malos y sin victimarios ni víctimas pero con una enorme cantidad de gastados incidentes hipermelodramáticos en busca de suspensos inoportunos, rellenables oquedades deliberadas de la trama (“Al armar la historia que no se ve, el público que se involucra con los personajes, también debe hacerse cargo de los juicios morales que el director no asume, principio”, arguye Javier Betancourt en Proceso, 2 de julio de 2017) e incluso especulaciones sobre lo indecible (“El cine de Franco es un atisbo de lo oculto” y “su ojo retrata el enredo de emociones que han permanecido enterradas por años y que de pronto estallan, ese pasado que es siempre misterio, esa complejidad que no tiene raíz primaria” según el editorialista hegemónico de Reforma Jesús Silva-Herzog Márquez, 28 de junio de 2017), para agasajar la vista y el (des)entendimiento con los sobrios señuelos esteticistas de un melodrama tremendista ahora vergonzante pero tan esquemático, maniqueo y parcial como cualquiera.

      La ñerez materojete elige expresivamente para su melodrama que no lo parece la austeridad, el simulacro de la austeridad fílmica como una retórica manipuladora más, cada vez más gris, tediosa y descompuesta, con su aparente neutralidad siniestra, su laconismo en los diálogos casi reducidos a cero, su agujero en el cerebro con copia a las tripas, su ausencia de música, sus largos trayectos en automóvil vistos desde el interior del vehículo, su rutilante fotografía de Yves Cape que jamás encuadra sin meter con calzador o insertar con suavidad alguna fuente luminosa de lámparas encendidas