Jorge Ayala Blanco

La ñerez del cine mexicano


Скачать книгу

de Trisha Ziff, 2014; Almacenados de Jack Zagha Kababie, 2015), pero en versión apagada e inepta, incapaz de construir mínimamente un solo personaje ni masculino ni femenino, avanzando a ritmo cansino y lleno de sofocos, con edición de Carlos Espinosa y el realizador intentando ordenar hasta con fechas de bitácora (“Martes 1 de septiembre de 1942”, “Miércoles 2 de septiembre de 1942” o así) hechos fílmicos de antemano despojados de fuerza desde su concepción y su rodaje, cual thriller ni-ni absoluto, sin emoción ni suspenso ni thriller propiamente dicho, un cine negro sin atmósfera ni intriga, un film policiaco criminal carente de invención y de interés para decirlo rápido, a años-luz de un thriller-cine negro-film policiaco criminal a tambor batiente como la soberana Mente revólver (Alejandro Ramírez Corona, 2017) en sus perfectas antípodas, una biopic negra anacronizante, frustrante y decepcionante en todos sentidos, personaje referencial y película dando más bien lástima.

      La ñerez protofeminicida impresiona sobre todo por el desperdicio vital que irremediablemente la preside por siempre y para siempre, ya que todo lo que está en pantalla es irrelevante, ñoño o pueril más que cursi u ojete: idas y venidas con autito de museo, mostración ad nauseam del letrero de la Calle Mar del Norte en el barrio de Tacuba esquina con San Ángel cual si se tratara del metemiedo callejón de Cañitas. Presencia (Julio César Estrada, 2006), escenas de escuelita en edificio encristalado de los años cincuenta con un pontificador profesor Soberanes pomposamente calvo (Juan Carlos Rodríguez) y saineteros escamoteos de papito, diálogos fuera de tesitura como si los personajes ya hubieran visto la película (“O me engañaste para traerme a este cuchitril inmundo, aquí hasta huele mal”) o de época (en los años cuarenta nadie hablaba de “darlas” como en película de Ficheras o de Albures con Nalguita de los ochentas-noventas y así), esquizofrénica música medio culta derivativa medio folclorizante populachera de Eduardo Gamboa (una amalgama “propositiva” de danzones de la época o de Acerina, habaneras al gusto, la “Canción de la India” de Rimsky-Korsakov y la “Serenata” de Franz Schubert, al mismo nivel de “Florecita” y “La clave azul” de Agustín Lara, más lo que se deje saquear esta semana), intentonas por apuesta cruzada de llevar a las novias al laboratorio, fajes interruptus y estrangulamientos en invariable top shot, asado de bombones durante un picnic en día de pinta escolar, con una pésima dirección de arte y vestuario, mientras lo que se omite es fundamentalmente cuantioso, significativo y colosal.

      La ñerez protofeminicida se revela impotente para hacer un cabal retrato del multihomicida necrófilo Goyo Cárdenas, vuelto un Goyo cualquiera, jamás mencionado por su apellido, pero nacido en Ciudad de México en 1915 y fallecido en Los Ángeles en 1999, egresado de la UNAM ya en cautiverio, rehabilitado por su buen comportamiento y autor de los libros Celda 16 (1970) y Adiós, Lecumberri (1979), o de plantear la más ligera o profunda o trivial e inofensiva o lugarcomunesca hipótesis sobre las causas del comportamiento criminal: ¿represión sexual exacerbada?, ¿edipización extrema?, ¿paranoia megalomaniaca dostoievskiana?, ¿acto gratuito en homenaje a André Gide?, ¿consecuencia del clima bélico o de la noche tenebrosa o de inflados berrinches súbitos dándose topes contra el volante?, ¿simple afán de coleccionar medias nylon previendo su obsolescencia programada para ser descubierto con ellas por todas partes?, ¿moralina antiprostitución a lo Taxi Driver (Martin Scorsese, 1978) avant la lettre?, ¿venganza contra el género femenino en sí o sólo contra el que mercenariamente se le ofrecía o contra el que sistemáticamente se le negaba por medio de subterfugios pero a solas ante el espejo se dejaba voyerizar por la cámara o por el agujerito del mingitorio al hacer chis?, ¿simple confirmación de una fama de mujeriego de cara a sí mismo?, ¿impaciencia por echarse unas frías?, ¿encarnación de la socorrida “banalidad del mal” de Hannah Arendt lindante con una frívola insignificancia funambulesca casi conmovedora y pese a ello inconfesablemente adorable?, ¿demostración multiplicada por cuatro absurdos de que “el asesinato no es más que una forma extrema de la descortesía” (Bernard Shaw)?, ¿facilismo esquemático y simplista?, ¿intrascendencia reticente pura y dura?, ¿tributo a la genial microficción ignorada de Max Aub: “Lo maté porque me dolía el estómago”?, ¿ganas de saborear una pizca de anticipada culpa impune a través de los siglos? (“Me porté como un forense; Goyo Cárdenas era un ser despreciable, un mito producto de la cultura solemne del PRI”, ojo: un partido que se fundó hasta 1946, pero “en todo este rollo, me temo que mi película termine promoviendo al estrangulador, cuando en realidad quería desarticular su mitología”: José Buil entrevistado por Héctor González en el suplemento Laberinto de Milenio Diario, 24 de noviembre de 2017).

      La ñerez protofeminicida hace quedar por ende a la cinta-excipiente hueco de Goyo y a su feote Gabino Rodríguez pre o posPereda (más inexistentemente patético que odioso) muy pero muy por debajo del tragafuego Apes Tarso en El profeta Mimí (José Estrada, 1972), o del inefable guapo Tony Curtis con afeante nariz postiza en El estrangulador de Boston (Richard Fleischer, 1968), aun sin invenciones pulsionales de loco furioso a la japonesa o a la coreana (Park Chan-wook), para no ir más lejos ni más cerca, aunque de perdida al Mexican gangster de José Manuel Cravioto, 2014) o a la capacidad especulativa-asertiva del intenso cortometraje Causas corrientes de un cuadro clínico de Julián Hernández (2016), para no tener que remontarse hasta las deslumbrantes obsesiones de El hombre sin rostro (Juan Bustillo Oro, 1950) y su reivindicable excelencia criminonírica todavía más avanzada (curiosamente bajo la asesoría del doctor Gregorio Oneto Barenque cuyo sanatorio visitaba nuestro Goyito aquejado de fuertes dolores de cabeza) que el evocativo-invocativo naturalismo ramplón de esta encorsetada reconstrucción histórica presuntuosa cuya complacencia en la sordidez no llega ni a Rip.

      Y la ñerez protofeminicida prescinde a fin de cuentas y a un tiempo de todas las posibilidades de lectura / relectura sociopolítica o comunitaria de ese sonado caso, esos delitos espantables que aterrorizaron al DF y al país en su conjunto, porque la cinta en realidad sólo está preocupada por hacerlos pasar como “crímenes de odio”, tal como lo contempla tan explícita cuan prematuramente la Agente 104 (además del propio realizador: “No pretendo fomentar el culto a la personalidad del estrangulador lo que pretendo es desarticularla, desmitificarla y poner en consideración del público que los feminicidios tienen razones históricas y sociales”, Buil promocionalmente entrevistado ahora por Fabiola Santiago en Reforma, 24 de septiembre de 2017), y last but not least desasosegado por la suerte sentimental del portavoz Jorge El Calavera que, pobre del desdichadito, debió interrumpir su romance con la susodicha Paquita, más que asqueada y escandalizada, que se casó tres años después con otro galán, a diferencia de nuestro cronista mártir que permaneció soltero para el resto de sus días, según concluye informando la atribulada película, lo cual, eso sí, resulta trágico e irrecuperable, casi tan terrible como los temidos e intimidantes apagones urbanos representados.

      La ñerez superfeminicida

      En De las muertas (Cinenauta - Productora Compasión - Fidecine / Imcine - Eficine 189, 106 minutos, 2016), enclaustrador cuarto largometraje del excuequero asimismo exTVserialista venezolmex de 46 años siempre excitado con la violencia José Luis Gutiérrez Arias (Todos los días son tuyos, 2007; un segmento del film-ómnibus inédito Corto libre, 2009; Marcelino, 2010; Dame tus ojos, 2014), con guion del debutante Rubén Escalante Méndez, el enérgico reportero policial de El Sol de Malagua Julio Bocanegra (Héctor Kotsifakis) es recibido sin cita previa en el Centro de Readaptación de un municipio del ficticio estado mexicano de Malagua para entrevistar con minicámara de video, libreta de notas y lanzamiento de algunas fotografías de las víctimas, al corpulento reo calvo Ángel Nájera (Tomás Rojas el TVanalista de La dictadura perfecta), director de una preparatoria privada a quien se le acusa al menos de cuatro feminicidios, por lo que ha permanecido en total aislamiento desde un día después de su captura y ya durante más de un mes, sin derecho siquiera a un defensor de oficio e inmovilizado al estimársele muy peligroso y juzgársele culpable de antemano, opinión que también parece compartir el periodista, aunque ha conseguido convencer al sujeto de que intente justificarse verbalmente, en la inteligencia de que, si sigue considerándolo de esa manera, el interrogatorio servirá para una serie de artículos o para un libro, pero en la eventualidad de cambiar de opinión, le promete poner lo mejor de su parte para ayudarlo a demostrar su inocencia, aceptando no comenzar por el caso ojete de la joven Ángela Nájera (Arantza Ruiz), la propia hija adolescente