Jorge Ayala Blanco

La ñerez del cine mexicano


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comiéndose el supuesto manjar bajo la mesa del comedor o un venadito para desmentir o irradiar afirmaciones, a la música folclorosa y burlona de Mark Mothersbaugh, a la impecable dirección de arte de Sandro Valdez y a un hilarante vestuario de astracán y excelso mal gusto propositivo de Adriana Olivera, enmarcando a ese trabajadísimo conjunto irrepetible de personajes de parodia / autoparodia delirante, refinándose en cada contrastante actitud o diálogo chispeante (“No se agüite m’hijo” / “No sea maleducado m’hijo, páguele a la señorita todo el año” / “Oiga, ¿y qué tal si el Don Uber ése está ocupado?” / “¿Sabes por qué nos dejaron pasar así de volada? Pues por nuestra elegancia, estos trajes nunca pasan de moda”), en todo momento sospechosos de ser sublime sublimada caricatura de sí mismos y de alguien y algo más, trátese de los héroes centrales o bien de ese tío de pistolón pronto contra un asaltante callejero, esa Boluda que boludea a medio mundo en cada frase (“¡Apúrate, boludo!”) sin suspender las libaciones de su inseparable mate, o ese taxista pueblerino individualizado nada menos que como un tal Menchaca entrañable (Silverio Palacios jocundo como de entrometida costumbre), cual amasijo de riquezas quasi distanciadas.

      La ñerez sospechosista se ha puesto también los guantes de seda rosa para constituirse en fuente de reflexión y para intentar ver más allá de los clichés prefijados, sin dejar de jugar en la liga de los conceptos gloriosos y gozosos menos dolorosos, como la lucha contra las apariencias engañosas, los estereotipos discriminadores y el hurgamiento en la naturaleza de los prejuicios inconscientes que conducen a la estigmatización apresurada y gratuita, pero todo ello enfocado, descrito y desarrollado desde una perspectiva vivencial y politicosocialmente incorrecta, pues la bien dosificada y laboriosa diseminación de falsas pistas insinuantes, con una ambigüedad malvada (“Ya no se puede mover la mercancía como antes”), al parecer bajo el punto de vista de los valores estragados y los códigos que tienden a confundir a todo ranchero próspero con un malviviente y a cualquier ganadero con un narcotraficante de opereta, sin duda hermanados en su mal gusto vestimentario y léxico estridentes, apela ante todo a los prejuicios antirregionales-antirrurales del espectador, para ponerlos escandalosamente en irrisión cuando el padre de la heroína descubre que la gigantesca bodega alquilada por los Rodríguez-Zazueta ya está sirviendo para almacenar reses abiertas en canal para comercializar carne norteña de la mejor calidad, porque la parrillada sinaloense nada tiene que envidiarle a la argentina y porque para cualquier chilango cualquier ranchero para él inculto es un sicario latente o virulento.

      La ñerez sospechosista retoma al final el doble monólogo interior off screen que en el prólogo del film entonaban Claudia y Brayan con sus traumas infantiles como seres diferentes, y va a continuarlo mediante otro monólogo a dos voces de ellos mismos, pero esta vez satisfechos, asumidos como felices criaturas distintas a los demás, ya montando juntos y lazando potros, conjurando el paradigma ingenuidad / siniestrez como dispositivo bufo y planeando a dúo un restaurante chic de carnes norteñas para gourmets, puesto que la alianza amorosa rancho-capital se ha consumado por fin en el maridaje perfecto de esas criaturas desprejuiciadas y honestas y excepcionales y con profundo cariño y respeto por sus inadecuadas familias, que ahora pueden incluir tanto al coqueteo del homosexual Serge con un galano chavo sombrerudo, como la poderosa atracción exitosa de la gauchita veloz con el tío resbaloso, en la apoteosis esplendente de una fiesta al parecer perpetua donde los hábitos no hacen al monje, pero los buenos modales y la voluntad abierta sí hacen al ente sexodiverso y omnipermisivo, al ciudadano fuera y por encima de toda sospecha, única trascendencia a la que esta deliciosa comedia aspiraba a afirmar.

      La ñerez sospechosista consagra así a la comedia-homenaje autoconsciente, al nivel del bronco humanista social (pese a su atuendo de Señor de los Cielos del Cártel del Pacífico) que le avienta un rollito de billetes al recién atrapado raterillo callejero para que no vuelva a arriesgarse a delinquir, o a imagen y semejanza de un no menos espléndido corderito (pese a su íntimo look de travieso Harry Langdon culiche) entre los lobos (“Demasiado sensible para ser narco”), su nobilissima visione.

      Y la ñerez sospechosista no era en primera y en última instancias más que la plasmación de un cúmulo de divertidas fantasías fílmicas de un desfachatado gozador regional cinenardecido (“Me hice cineasta porque desde niño siempre quise llevar alegría y hacer películas para que la gente se la pasara bien”: Beto Gómez promocionalmente entrevistado por Fabián Orantes en Reforma el 29 de septiembre de 2017 para celebrar el éxito comercial de Me gusta pero me asusta pese a haberse estrenado sólo tres días después del terremoto del 19-S) y la dinámica de un exorbitante romance entre dos encantadoras criaturas privilegiadamente inadaptadas: el chavo ranchero por encima de la familia concentrada en acometer ocultos negocios riesgosos y la chava fresa que sólo quería demostrarse a sí misma que era capaz de acometer (como el cineasta con ella identificado) algo valioso.

      La ñerez protofeminicida

      En Los crímenes de Mar del Norte (Producciones Tragaluz - ECHASA - Foprocine / Imcine - Eficine 226 / 189, 95 minutos, 2017), rememorante sexto largometraje del excececiano guanajuatense intentando retomar (o clausurar testamentariamente) su carrera como autor total en solitario a los 64 años José Buil (La leyenda de una máscara, 1989; su docuficcional obra maestra sobre el archivo fílmico del abuelo valenciano-jarocho La línea paterna, 1994, y El cometa, 1998, ambos codirigidos con Maryse Sistach; Manos libres (nadie te habla), 2004; la cinta infantil La fórmula del doctor Funes, 2015), el otrora alegre estudiante universitario de química Jorge Roldán El Calavera (Norman Delgadillo) invoca desde una intemporalidad inocua los días vividos en 1942 al lado de su linda novia remilgosa Paquita (Vico Escorcia) y narra tan siniestra cuan evocadoramente le es posible los crímenes de su admirado compañero de clase sacadieces con fama de mujeriego y emblemático asesino serial pionero Gregorio Goyo (Gabino Rodríguez de sombrero gacho y bigotito ralo), quien, medio emancipado de su regañona madre sobreprotectora (María Rojo), laboraba inmostrablemente en el recién fundado Pemex ávilacamachista durante la plena entrada del México de los temibles apagones a la Segunda Guerra Mundial y habitaba en el persistentemente apestoso laboratorio para experimentos químicos que mantenía en una sombría casona de la calle tacubense de Mar del Norte, sosteniendo una tórrida aunque reprimida y ambigua relación amorosa (“Ven a mi laboratorio, te juro que te voy a respetar”) con la condiscípula piernuda Graciela Chela Arias (Sofía Espinosa), señorita hija predilecta de un feroz abogánster barbudo en prominente ascenso (Alberto Estrella) y pésima alumna desinteresada en sus estudios, a quien le pasaba a propósito respuestas equivocadas del examen e incluso la delataba por consultar un acordeón bajo la falda, si bien el muchacho por las noches, sin motivo aparente, acostumbraba estrangular en su casa, con deseada media nylon ajena o a manaza pelona, a trotacalles muy jóvenes, como una intimidada Bertha de 16 años (Astrid Romo), una ciniquilla Raquel de 14 (Alaciel Molas) y una vulgarzona Rosa también de 16 (Fernanda Echevarría), haciendo mal desaparecer cuanto antes los cuerpos en el jardín hediondo de su morada, a paletadas directas pese a sus conocimientos científicos y quedándose con las prendas íntimas excitantemente femeninas para ostentarlas cual ubicuos fetiches sobre el lecho de latón o colgando del espejo retrovisor del flamante automóvil propio, y sin embargo, apenas había estrangulado mediante una infamante media a su Chela recién descubierta con un novio de su estrato social a escondidas, y apenas acababa de enterrarla y confesado su crimen a su cuatito del alma Jorge hacía dos semanas, cuando una sagaz mujer policía madura e identificada como Ana María Dorantes Agente 104 del Servicio Secreto (Úrsula Pruneda nada menos), entró a investigar sin dificultad en la casona de Mar del Norte y de inmediato se topó con el olor a cadáver y con una horrenda pata humana emergiendo primorosamente de la tierra en proceso de descomposición, precediendo al sorpresivo desentierro cuerpo por cuerpo hasta llegar al cuarteto intempestivo, exacto cuando llegaron los refunfuñantes inspectores de policía con gafas negras (Javier Zaragoza y Juan Carlos Colombo jodidísimos) a tirar rollo escandalizado, para tornarse instantáneamente célebres, aunque no así el socorrista análogamente moralino (Ernesto Siller), y el fragilizado homicida tan despreciable cuan impenetrable Goyo fue recluido en prisión con psiquiatra excelso a su cargo para ir sacándolo poco a poco de su estado catatónico, al unísono de su involuntario encubridor el asimismo narrador atemporal Jorge, encarcelado por dos meses hasta deslindar culpabilidades, ambos víctimas propiciatorias ante todo de la ñerez protofeminicida.