Jorge Ayala Blanco

La ñerez del cine mexicano


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naturalista, sino de una jocunda farsa de gruesos hilos y expuestos resortes toscos, cínica, ensimismada, autocomplaciente y satisfecha / autosatisfecha a rabiar; no se trata de poner en evidencia la miseria moral de la sociedad dominante al igual que la dominada, sino de gozar con las sangronadas límite de todo lo existente; no se trata de volcar ninguna aguda acritud crítica contra la cerrazón de un mundo provinciano al ser detonado por un hombre de mundo llegado de Lisboa, sino de complacerse con la equivalencia de antemano corrupta de ambas; no se trata de emular la ponderada aclimatación anticlerical inspirada por Eça de Queirós al mismo Leñero y a Carlos Carrera en El crimen del padre Amaro (2002), sino de competir en desigualdad de circunstancias y talento irónico con las situaciones retrógradas hasta el absurdo autohiriente que se daban en el Cuévano / Guanajuato del humorista Jorge Ibargüengoitia (1928-1983) siempre jugando feliz con el papel socarrón de hacerse el bobo (mejor evocado en Estas ruinas que ves de Julián Pastor, 1978, y sobre todo en Dos crímenes de Roberto Sneider, 1994); no se trata de la solidaridad con una desdichada mujer insatisfecha, sino del producto de una concepción contrahecha, insatisfactoria y desviada; no se trata de una infeliz atrapada entre el oscurantismo de la iglesia católica y el mundo de las roñosas apariencias hipócritas, sino de una babieca irresponsable deseosa de adulterio; no se trata de una Madame Bovary de Gustave Flaubert vuelta lusitana universal con ribetes de La Regenta de Leopoldo Alas Clarín o de la Effi Briest de Theodor Fontane y hasta de la Anna Karenina de León Tolstoi, sino de una hembrita ganosa sin cálculo ni sentido; más que de la defensa del adulterio contra el prejuicio y la tediosa asfixia del encierro, sino de la banalización de la visceral volición rebelde femenina; no se trata de un virulento cuadro de costumbres, sino de una enjundia burda que sólo reconoce como incentivos vitales posibles o sostenibles a la codicia desmedida y al sexo culpable; no se trata de la confusión de sentimientos que debería romper con la monotonía del ámbito rural si bien consiguiendo sólo un sórdido cuartucho en vez de los soñados-imaginados lujos sensuales, sino de colmar envidias amistosas en la king size matrimonial y coitos jocosamente interruptus quitándose las pajas en una caballeriza de emergencia; no se trata del antiguo novio y examante juvenil, sino de un canallesco padrotillo pelele fachoso Basilio sin rango ni capacidad de remoción ni crueldad jactanciosa; no se trata del rencor vivo de una amargada resentida Juliana odiadora de clase y vigilante de la virtud pacata, sino de una terminal arrastrada innata con ayudantas y auxiliar técnico para compensar su carencia de cerebro; no se trata de una alevosa inversión de roles que confirma la altiva dialéctica esencial del amo y el esclavo de Georg Friedrich Hegel, sino de un descabellado conato de seudothriller fallido por inepto; no se trata de simplemente interceptar correspondencia, sino de urdir maquinaciones que den pie a situaciones insostenibles, más una atropellada cadena de muertes accidentales, y así sucesivamente.

      La ñerez insatisfecha se satisface fácilmente con ensartar y exponer amplificadamente un pelotón de actores sobreactuadísimos, al máximo que admiten, hasta lo caricaturesco / autocaricaturesco, lo impracticable, lo indecible y lo impensablemente voluntario / involuntario, trátese de la veterana Rojo, del higadazo impertérritamente fiel a sí mismo Ochoa, de los debutantes posTVaztecos Esca y Tacher o Madow encarnando su mediática idea de la pasión voyerizable, y lo que queda de lo que quedaba de una cauda patética de enfáticos intérpretes caídos en desuso y en el desfiguro inclemente (Camacho, Aragón, Huijara, Kleiner, Rodríguez, Gómez Cruz aún rumiando El infierno del Luis Estrada de 2010) como irremediables venenos contra el mal de amores, al interior de un archisubrayado lenguaje narrativo comercial a la antigüita de los años noventa y a la deriva, para plantear en conjunto una épica fársica del reduccionismo senil que se limita a la codicia y al sexo como únicos, insuperables y desorbitados intereses e impulsos vitales, bordeando la psicopatología y la esencia aberrante del catolicismo provinciano que permite entrar por una vía majestuosamente mezquina en el inconsciente del difunto Leñero (“Llega al cine el Vicente Leñero divertido”, intitulaba una gran nota promocional encubierta Reforma el 2 de febrero de 2018) y su arruinada teología culposa (“Ave María, yo no quería; Padre Nuestro, que rico está esto y demás”) con exabrupto contra un cura “buitre” al mismo nivel que algunas invectivas contra un corruptazo doctor Julián (Fernando Vega) que firma “por infarto masivo” el acta de defunción de la ejecutada Juliana, o contra el mismísimo Dios de la Lluvia precortesiano (“No mames, pinche Tláloc”).

      La ñerez insatisfecha disfraza su conservadurismo sustancial (por decir lo menos) de comedia de situaciones en modelo antiguo, travesura picaresca, exvoto bromista que se cree cínico, en una película reveladora, película-develación, película profanación, película-cochambre mental, para agigantar la presunta irreverencia de anacronismos que casi serían encantadores si no fueran tan conservadores y retardatarios: anacronismo de continuas referencias al pecado debido (“Si te llega a ver el padre Rubio, te excomulga”), anacronismo de celuloide rancio que sólo usa la cabeza para embestir en contra de sí mismo, anacronismo de un infame churrazo estancado en la mentalidad del género fílmico de ficheras de los años setenta y del duraderamente posterior cine llamado de albures con nalguita, anacronismo de una incontenible putería sin puntería disfrazada de picardía femenina (“Menos de dos no me quita la sed, deberías intentarlo”), anacronismo de obviedades de toda obviedad (la desatada Leo sempiternamente ataviada como leoparda ninfómana), anacronismo de una autocomplaciente denuncia farisea a la doble moral ajena, anacronismo de una concepción de la comedia de situaciones demostrativas de que todas las mujeres son putas predispuestas por sólo ejercer con mínima libertad su sexualidad y todos los varones tienen complejo de galanes guácala aunque ya sean rucos asquerosos, anacronismo de la envidia a los clandestinos amores pinches con la ampulosa vigencia de cartuchos quemados, anacronismo dizque erotómano a propósito de esos remoloneos sensualosos de Luisa luciendo su lencería negra sobre el enorme lecho conyugal a solas, anacronismo de la admiración acomplejada y compartida ante los personajes engrandecidos por la supuesta preeminencia asumida de género y raza y clasismo (“¿Y es guapo ese primo?” / “Es guapísimo, parece artista de cine”), anacronismo de la ignorancia tecnológica agravada por la estupidez ante una simple laptop encendida (“Mire Juliana, dejaron encendida la televisión” / “Ésa no es televisión, pendeja”), anacronismo de la aullante mujer-objeto ahuyentando cualquier probabilidad de manifestación de una mujer-sujeto, anacronismo de la mujer como metáfora malvada de la sujeción, anacronismo que nunca ve por encima ni va más allá del dicho “a la prima se le arrima”, en rigor, anacronismo de los valores de una mentalidad social que pese a todo y pese a quien le pese está cambiando.

      La ñerez insatisfecha quiere por último ocultar sus estrechos alcances, trascender sus limitaciones y dar la impresión de aggiornarse y ser muy moderna gracias a una inútil y más bien patética diversificación forzada de sus recursos expresivos: comentarios sonoros o cantados exacto a raíz de un corte (“Hipócritaaa”), monólogos interiores en voz en off en boca de personajes principales (“Mira nada más lo que voy a comerme”) o archisecundarios, albures encubiertos como punto y seguido antes del cambio de secuencia (“Cal-culo”), tandas de flashbacks en blanco / negro de los niños Luisita y Basilito para remarcar lo ya proferido y evidente (“¿Te acuerdas de aquella promesa?” / “Somos primos, y soy una mujer casada”), partida del marido en taxi al aeropuerto de golpe plásticamente sustituida por montaje con la llegada del primo en un aerodinámico auto de carreras, insertos recurrentes de selfis con descarado photoshop baratón para desmentir al marido flanqueado por monumentales rorras en cada ciudad europea visitada, husmeo de sábanas que hace reptar como víbora por el suelo a la sirvienta chantajista, instalación en la lámpara del techo y decepcionante visionado de los contenidos por sorpresa de una oculta cámara espía, suntuosos top shots todoabarcadores del fotógrafo de Arturo de la Rosa como preámbulo a diálogos en rutinario campo-contracampo, chateos anticuados pero con laptop última generación y verbalizados en voz off cual arcaicas llamadas telefónicas (“En todo momento no he dejado de pensar en nuestro reencuentro, primita, estás preciosa”), algún vislumbre de Lubitsch touch por parte de la protagonista (“Lo bailado nadie te lo quita”) o por parte de la maldita Juliana tras el desplome de Basilio desde un sofá por sentirse vigilado cuando fajaba con su primota (“¡Ay, se despeinó señor Basilio!”), dos insertos ilustrativos-comparativos de los ideales de la patrona romántica y su aviesa sirvienta viendo por TV sendos fragmentos de El último cuplé (Juan de Orduña, 1957) y de El vampiro (Fernando