Jorge Ayala Blanco

La ñerez del cine mexicano


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su retorno apenas logre desprenderse de su complicidad con la trata-mafia, sino por el caso de la semiabandonada materna estudiante pobre del último año de bachillerato Marla Jiménez (Andrea Broca) que denunciaba insumisa el acoso del conserje escolar Roberto (Ricardo Esquerra), hasta caer en las garras de un encapuchado que, tras atacarla y dormirla mediante un abrazo quebrantahuesos al lado de unas periféricas vías de tren, la habría ultrajado y ultimado sobre un colchón desnudo dentro de las naves de un edificio derruido, y continuando por la desmadrosa chava preparatoriana Andrea (Claudia Zepeda), quien, junto con la tímida Susana (Alejandra Cárdenas), formaba parte de la peleonera pandillita transgresora que lideraba la susodicha Ángela, y que, como ella misma, andaban de noviecillas con dealers y clandestinamente asistían a sus fiestas nocturnas en un almacén pintarrajeado (“Aquí te espero hermosa”, le mensajeaban a Ángela por celular), rumbo al instante en que, al igual que Marla, serían secuestradas, violadas y ejecutadas en el mismo paraje de rieles, donde el acusado Ángel habría sido atrapado con las manos en la masa: estrechando a su hija yerta, según determinaría el feroz comisario Navarro (un Enrique Arreola soberbiamente intimidante), exacto el gratuito y persistente odiador manifiesto del infeliz maestro (“Te encontramos con la muerta en las manos”), el cual, sin embargo, habrá de ser auxiliado por el traidor detective Escalante (Ianis Guerrero) y por el diligente periodista Bocanegra para demostrar su evidente inocencia, haciéndolo salir en libertad, pronto a reunirse con su abnegada esposa Maribel (Alejandra Marín) y con su hija indolente Lina (Tania Álvarez), provocando la incontenible rabia del energuménico Navarro, luego de que fuesen descubiertos los restos macabros de las jovencitas decapitadas dentro de un cofre metálico que guardaba en el sótano escolar el ahora inculpado conserje acosador Roberto y además se descubriera en estado de franca descomposición el cadáver ahorcado de su aparente cómplice: el torvo padre Rafael de la desaparecida (y no por casualidad amante de la adolescente liquidada Andrea), pero apenas la familia del recién excarcelado director de preparatoria se haya mudado a otra ciudad, aparecerá en un charco inmundo el cuerpo descuartizado de Carmen (Flavia Atencio), la ardorosa secretaria y compañera sexual del recién liberado Ángel, permitiendo que una nueva interpretación de los hechos narrados pueda ser deducida (“Tranquilo, cabrón, deja que la vea y luego decidimos, déjate de mamadas, ésta no es cualquier muerta”), contando con el decisivo apoyo de la ñerez superfeminicida.

      La ñerez superfeminicida considera suficientemente significativo y dramático, para su autoexcitado y sobrehecho ejercicio de thriller criminal, el claustrofóbico clima de sordidez enferma que empiezan creando detalles y recursos cinematográficos tales como los verdeantes y herrumbrosos colores mortecinos de una diestra fotografía ambientalmente lúgubre de Aram Díaz Cano, la edición hiperfragmentaria a fortiori efectista de José Antonio Hernández, la música a certeros golpes poshollywoodescos de Uriel Villalobos (el mismo de la satírica Familia gang de Armando Casas, 2013, y de la terrorífica Luna de miel de Diego Cohen, 2015) para recordarnos en todo momento que estamos ante una genérica cinta aspirante a vieja serie B, e incluso el vestuario de Atzin Hernández remarcando comportamientos típicos y tópicos hasta el hartazgo, mientras el periodista ingresa por influencias a la prisión para recorrer con veloz cámara en retroceso aletargados pasillos hasta arribar a una bodega repleta donde habrá de ser abandonado a cualquier suerte por su introductor guía seminfernal, o bien se suceden sin remedio la aparición del reo en desenfoque obviotamente sugestivo, los rutinarios campo-contracampos del interrogatorio sedente con plano abierto de los interlocutores enfrentados de perfil y un discreto inserto cerrado sobre las cadenas aseguradoras de las piernas bien fijas a una silla, las fotos de las dulces víctimas juveniles arrojadas sobre la mesa cual naipes acusadoramente interpeladores, los inaprensibles planos barridos de la naquita Marla jugando a encestar y riñendo por el suelo con sus compañeras clasemedieras en la cancha de basquetbol de la prepa, la sigilosa contemplación entre codiciosa y despectiva del desafiante conserje acosador, el duro enfrentamiento del detective Escalante con el cortante padre mecánico de la chica desaparecida sin que ni a él le importe ni preocupe mayormente, la cariñosa salida posturno del profesor al lado de su hija pero tomándose la molestia de solidarizarse a pelados regañadientes con una Marla sentada en la calle en inútil espera parental pero asediada por el silencioso portero hostigador, y así sucesivamente, aunque el malestar expandidamente sostenido por esa calidad de atmósfera turbia (el agobio exacto que pretendían en vano Los crímenes de Mar del Norte de José Buil, 2016) va a durar en realidad muy poco.

      La ñerez superfeminicida quiere así rescatar y desempolvar un guion de thriller de urgencia oportunista, mórbido, retorcido, autocomplaciente, chafita y ya irrisorio aunque multincidental, que el incipiente Escalante Méndez redactó más de diez años atrás, cuando el tema de los alarmantes feminicidios fronterizos, por desaparición o abierto asesinato vil, conocido mediáticamente y de manera deformada y eufemística como “Las Muertas de Juárez”, y del que se conservan valiosos testimonios militantes como las denunciadoras cintas feministas de Alejandra Sánchez Orozco (Ni una más, 2002; Bajo Juárez, la ciudad devorando a sus hijas, 2006, en codirección con José Antonio Cordero, y Seguir viviendo, 2014), aún se consideraba un asunto virulento y, sobre todo, excepcional, muy poco antes de que la oleada de feminicidios se expandiera en forma exponencial por el territorio nacional, y prácticamente se tornara normal, a modo de una situación de violencia generalizada, en casi todo el país, pero sin dudarlo, De las muertas sólo reclama el mérito de representar una primera tentativa de ficcionar el tema alarmante, ubicándolo en una Ciudad Juárez con amenazador rostro de maquillada zona metropolitana en torno a Ciudad de México, cual si se tratara de una urbe imaginaria que resume a toda la nación (“A este país se lo está cargando la chingada”, clama desesperado el profesor altisonante), cuyo pascaliano centro está en todas partes y su circunferencia en ninguno.

      La ñerez superfeminicida propone una todoabarcadora conjunción, cual patchwork mal zurcido y con burdos hilos demasiado expuestos, de una eterna secuencia de créditos escalonados como suspenso inicial, una manipulación de flashbacks subjetivos que incluyen tanto lo vivido por el relator como lo que nunca pudo ver, una saga de ejemplar desintegración familiar con caldosa infidelidad en cuarto de hotel (usada también como coartada fingiendo no querer involucrar a una inocente) y artera bofetada furibunda a la hija demasiado claridosa, una áspera violación flagrante de tantos derechos fundamentales que la suma resulta grotesca hasta lo irrelevante, una sobreabundancia de enfrentamientos verbales (“Más vale que no me estorbes y dejes de inventarte historias”) y agrias discusiones a modo de violencia sucedánea, un sostenimiento al arbitrario absurdo extremo de infinidad de estereotípicos personajes mal definidos y peor desarrollados en sustancia, un puñado de sobreactuaciones o subactuaciones inconvincentes lindando con lo amateur, un proliferante regodeo en conductas sádicas (la golpiza de Navarro al profe contenido por detrás en la comandancia, las bolsas de plástico en la cabeza para asfixiar a las víctimas), una fotogénica aduana de ferrocarriles infestada de palomas muertas simbólicamente incorporadas a la ficción, una liberación del reo sin juicio por presionante gracia imposible de una prensa inexistente.

      La ñerez superfeminicida obtiene, en suma, un esquemático thriller de suspenso muy apenitas pero regiamente gobernado por el Eros machista y compendiando todos los clichés del género (“Como espectador me fascina el cine policiaco y como director me encantan todos los géneros, a pesar de que en ocasiones te exigen los clichés. Un policiaco sin una femme fatale no funciona”: Gutiérrez Arias en declaraciones a Héctor González para el suplemento Laberinto de Milenio Diario, 10 de marzo de 2018), un criminal comportamiento psicopático dado como prolongada sorpresa tremendista y homologado con otras conductas aún peores, un estridente fondo de violencia que victimiza a la vez que responsabiliza y casi criminaliza a las chavas por rebeldes e irracionales a modo de juicio previo para dictarles su merecida sentencia moral como correctivo ético-social-familiar tantito excesivo.

      Y la ñerez superfeminicida desbarra por completo en su truculento e irónico giro amargo final, renunciando a toda verosimilitud y altura de miras críticas o ético-estéticas en forma y sentido, a base de mostrar acontecimientos escamoteados por montaje y referidos por pueriles indicios (los aretes ensangrentados que se le arrancaron a una víctima, el auto o los autos acumulados en el taller del padre mecánico, el izamiento con cadenas del ahorcado) y que al final deberían cobrar un sentido distinto, para inculpar otra vez al consumado asesino serial: “Se nos