Natalia López Moratalla

Humanos


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hombre es un viviente no-especializado que humaniza las necesidades biológicas. La conducta humana no solo no es instintiva ni automática, sino que además humaniza las tendencias naturales necesarias para sobrevivir. Por ejemplo, es un gesto humano universal mostrar afecto, acogida y hospitalidad invitando a comer; y también es un gesto humano privarse voluntariamente de la comida, e incluso, hasta hacer huelga de hambre si tiene suficientes razones para jugarse la vida.

      La conducta humana —que “humaniza” las tendencias naturales— requiere un cerebro que integre lo afectivo y lo cognitivo. Y exige a cada persona “humanizar” su cerebro

      El ser humano posee un plus de realidad, a la vez que una significativa pobreza biológica. La conducta del hombre pone de manifiesto, hasta en el nivel más adherido a la biología, el hecho de que no está estrictamente sometido a las condiciones materiales.

      En primer lugar, el hombre no tiene un conjunto fijo de estímulos sino que puede interesarse incluso por cosas que no existen. Y una vez captado el estímulo, puede reaccionar al mismo de diversas formas, no determinadas biológicamente, sino culturales o, a veces, contraculturales, e incluso no reaccionar. El nivel del espíritu afloja un vivir con ligamen al dictado de los genes. La construcción y maduración del cerebro personal no está cerrada, sino abierta a las relaciones interpersonales y a la propia conducta. El cerebro presenta una enorme plasticidad neuronal y, sobre todo, está necesitado —para ser viable y para alcanzar la plenitud humana— de atención y relación con los demás (Figura 1.4).

      Fig. 1.4. El ciclo vital intereses/conducta de cada hombre está abierto “más allá”, de forma que, a lo largo de la historia de la humanidad, tiene por hábitat el mundo humanizado por él.

      Precisamente porque el hombre está liberado del encierro en los automatismos de la especialización animal, es capaz de técnica, educación y cultura, con lo que soluciona los problemas vitales que la biología no le da resueltos y, además, proyecta el futuro. El hombre está hecho para trabajar y porque trabaja no se somete automáticamente a las condiciones materiales del medio ecológico, sino que las transforma.

      Las facultades específicamente humanas —el lenguaje, el conocimiento intelectual, la voluntad, la capacidad de amar, el sentido religioso, etc.— no están ligadas directamente al funcionamiento del órgano cerebral. Lo evidencia el hecho de que están abiertas a desarrollarse y a retroalimentarse mediante hábitos, y no meramente con el paso del tiempo, o del desarrollo orgánico. Estas facultades son los instrumentos naturales, a través de los cuales cada uno manifiesta algo de sí mismo: facultades para la manifestación personal.

      El cuerpo humano tiene un lenguaje que manifiesta a la persona, ya que habla acerca de una realidad que no se agota en la descripción de los procesos fisiológicos, sino que remiten más allá, remiten a la persona. Lo cual, obviamente, no significa que operen sin el cuerpo o sin un cerebro adecuado. Por el contrario, el cerebro es condición previa.

      Las notas puestas de manifiesto por la biología humana, que describen el carácter de persona —y con ello el fundamento de la dignidad de cada hombre—, no son otorgadas por sus acciones, sino por algo que es previo a estas. No existe una propiedad biológica que explique la apertura libre, intelectual y amorosa de los seres humanos hacia otros seres.

      El hombre está no-especializado, desprogramado por aflojar los nudos gordianos y hecho para trabajar. La biología humana pone, pues, de manifiesto que el actuar humano no es simplemente instintivo o automático, sino libre; y por estar abierto a la relación con los demás, está capacitado para humanizar la necesidad.

      Más realidad sin más genes

      Hasta muy recientemente, creíamos que “ser más” que un chimpancé suponía contar con más genes. A comienzos de este milenio conocíamos los catálogos completos de los genomas y nos asomábamos excitados a ver las diferencias genéticas con nuestros parientes más próximos.

      Y ¡oh sorpresa!: no tenemos más genes sino incluso alguno menos que los chimpancés y casi igual que la mosca del vinagre. Recuerdo a este respecto la indignación de un viejo amigo cuando le conté esto que acababa de aprender: ‹‹Pero bueno, no os basta a los de ciencias decirnos que “venimos del mono” sino que además ¡somos más tontos!››. No, es que no es cuestión solo de genes. En la línea evolutiva hasta al hombre se han perdido genes que reducen la capacidad automática de adaptación al medio y que, llamativamente, son ganancia en posibilidades de manifestación del carácter personal. Veamos algún ejemplo:

      1 Es el caso de “mi gen favorito”, el gen MYH16, que sufrió una mutación hace algo más de 2 millones de años, justo cuando aparece el hombre. Este cambio genético supuso una fibra muscular fina y débil que disminuye la musculatura de la masticación, pero, a cambio, permite al hombre el gesto típicamente humano de la sonrisa. El plus de realidad de cada hombre le permite compensar con el arte culinario la pobreza biológica de un débil aparato triturador de alimentos. ¿Qué sería de la humanidad si no fuéramos capaces de comunicación?

      2 La pobreza biológica de la pérdida de receptores olfativos le libera del determinismo sexual de una época de celo ligada al olor de las feromonas.

      Pero nos tenemos que preguntar ¿cómo es posible conseguir que una información genética, similar a la de los primates, pueda ser la base desde la que se construya un cerebro tan sumamente especial como es el humano? La respuesta, como señalamos antes, proviene de la actividad de los genes reguladores o genes rectores que sufrieron alguna pequeña mutación en el proceso evolutivo de hominización.

      De esta forma permiten sacar más partido a los genes; es decir, combinan los genes para que digan un mensaje conjunto, por lo que la información resulta enriquecida. Así pues, la información genética de partida para la constitución de cada ser humano no es más rica que la de ningún primate. Sin embargo, el programa de desarrollo recibe muchas más órdenes por parte de los genes rectores —información epigenética—, por lo que se construye un cuerpo muy peculiar anatómica y funcionalmente. Y, en definitiva, será la información relacional propia de cada uno de los seres humanos, la que permitirá que sus estilos personales de vida, sus vivencias, sus decisiones, su biografía, potencie la información genética/epigenética a lo largo de la vida.

      La información relacional potencia y eleva el principio vital de cada hombre aportando así el plus de realidad, de forma que la vida biológica y la vida biográfica son inseparables y, al mismo tiempo, inconfundibles.

      El misterioso plus de realidad es de cada uno. Cada hombre, como Titular que es de su cuerpo, es quien marca sus metas y proyectos. Vive una historia que habla de sus relaciones con otros, de la cultura y educación recibida y buscada, de sentimientos e ideas, etcétera. Lo que hace humano al cuerpo de cada hombre es que su Titular, con nombre propio, puede aflojar las ataduras del automatismo animal y, así, no quedar encerrado en las necesidades biológicas.

      El plus de realidad aparece como liberación del encierro en los automatismos, ya que el hombre es necesariamente libre. Como una brecha natural que es, podemos estrecharla hasta casi taponarla; sin embargo, seguirá la gran brecha que nos mantiene siempre abiertos hacia nuestro interior y hacia fuera, y podemos ensancharla de nuevo.

      La cuestión del tamaño

      El volumen medio del cerebro humano —unos 1400 cc— es tres veces más grande que el del chimpancé. Supera al de cualquier otro animal si se establece la relación entre el peso cerebro y el peso del cuerpo, al igual que supera a todos los demás en el tamaño de la corteza cerebral.

      Durante las últimas décadas, la explicación principal del hecho de nuestro gran tamaño cerebral ha sido la hipótesis del cerebro social —propuesta por el psicólogo Robín Rumbar de la Universidad de Oxford—, según la cual el tamaño cerebral de un individuo se relaciona con el tamaño del grupo social de la especie a que pertenece. Así, un mayor tamaño del cerebro sería un hecho necesario para apoyar los vínculos cuando