Natalia López Moratalla

Humanos


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decisiones, vivencias, decisiones, entrenamientos, etc.— deja huella en el cerebro. Podemos decir que si la reserva cerebral es a modo del “hardware” —los sustratos estructurales de que se dispone— y la reserva cognitiva es análoga al “software” del cerebro, la fuerza o robustez funcional que resulta.

      Al mismo tiempo, llena de esperanza el hecho de que todo es entrenable, todo puede mejorar, las reservas mejoran y lo que importa es el valor final de la suma de las dos. Cuando la suma de la reserva cerebral y la reserva cognitiva alcanza y supera el umbral límite, el cerebro está protegido de la enfermedad y/o del trastorno mental.

      El concepto de reserva muestra que el funcionamiento del cerebro de cada uno depende de lo recibido en la herencia y de las huellas que cada uno deja con su vida.

      Lo peculiar del funcionamiento del cerebro: aflojar las ataduras

      Existen dos características de la arquitectura funcional del cerebro que subyacen a la capacidad de cada hombre para liberarse del encierro en los automatismos de las necesidades biológicas y del encierro en un permanente presente.

      1 En primer lugar, la rotura del encierro en los automatismos estímulo/respuesta se debe a la capacidad de autocontrol cuya base neurológica es el frenado de la excitación: ¡Stop, piensa y decide! lo llevan a cabo, los circuitos inhibidores de la velocidad de los flujos de la información, situados en lugares concretos de la corteza prefrontal.

      2 En segundo lugar, la rotura del encierro en el presente tiene como condición sine qua non, la posesión de una memoria, peculiar y genuinamente humana, que no elabora ni guarda recuerdos, sino que con ella traemos al presente las vivencias emocionales y cognitivas del pasado que nos interesen y desde ellas simula el futuro. Esta memoria intemporal se apoya en las redes de circuitos neuronales en los que participan las neuronas de los lóbulos parietales superiores, regiones de las que carecen incluso los primates no humanos.

      Es decir, sin la peculiar riqueza de ambas características de la estructura funcional del cerebro humano —poder frenar la velocidad de los flujos de información por los circuitos inhibidores y una memoria intemporal—, no sería posible la manifestación de las capacidades genuinamente humanas.

      La arquitectura funcional del cerebro humano es la materia prima para la elaboración de una respuesta, no automática ni estereotipada, sino personal y labrada por la vida de cada hombre. De hecho, como acabamos de indicar, la alteración de la arquitectura funcional conlleva trastornos cerebrales.

      El cerebro humano, el más complejo de cuantos existen, tiene tres capas con la misma estructura corporal: vísceras, tórax con el corazón y cabeza se correspoden con tronco cerebral, sistema límbico —al que llamaremos corazón del cerebro— y corteza cerebral o cabeza (Figura 1.9).

      Fig. 1.9. Las tres capas del cerebro humano —cortical, sistema límbico y tronco— se corresponden con la estructura corporal cabeza, corazón y vísceras.

      A lo largo del proceso evolutivo han aparecido sucesivamente cerebros con una, dos y tres capas. La etapa reptiliana aportó el tronco encefálico, que controla los instintos relacionados con la supervivencia, y el cerebelo. A él los hombres debemos las respuestas automáticas, viscerales.

      La segunda capa, el sistema límbico, apareció con los mamíferos. Esta capa es el corazón de nuestro cerebro y contiene las estructuras que procesan las emociones y la construcción de la memoria emocional, y otras requeridas para percibir por los sentidos.

      En la etapa de los primates se formó el neocórtex. El aumento de la superficie de la corteza, su subdivisión en áreas especializadas y la organización de las conexiones entre las neuronas, lleva a la máxima complejidad el encéfalo animal y hace posible combinar los patrones acumulados de percepciones y emociones. La corteza cerebral sería la cabeza del cerebro humano en cuanto procesa las capacidades más específicamente cognitivas.

      Las fuertes conexiones entre el sistema amigdalino, del corazón del cerebro, y la región orbito frontal, de la cabeza del cerebro, permiten la integración y la regulación cognitivo-emocional. La amígdalas cerebrales situadas en cada hemisferio junto a la region medial de la corteza orbitofrontal cumple una función esencial. Las amígdalas evaluan el carácter positivo o negativo del estimulo. Supone un conocimiento intuitivo, que se adelanta al razonamiento, y nos guía para aceptar o rechazar las experiencias.

      Fig. 1.10. Las conexiones entre diversas áreas del cerebro intervienen en la toma de decisiones: mientras el corazón procesa las emociones, la corteza orbitofrontal es capaz de frenar la excitación. Las neuronas de la región lateral y polar se frenan entre sí, sopesando la información del contexto y las expectativas de recompensa, hasta alcanzar una respuesta cognitiva-emocional.

      Es específicamente humano que lo cognitivo emocione y lo emocional aporte conocimiento. Esa conexión amígdala-región orbitofrotal constituyen el núcleo esencial del cerebro de las decisiones, de las respuestas libres.

      El corazón del cerebro

      Con los sentimientos, se encienden “al rojo vivo” las conexiones del sistema emocional y lleva la corteza cerebral al máximo de sus capacidades. Los estímulos despiertan emociones que se nos manifiestan en el cuerpo: lágrimas, sudoración de las manos, o latidos del corazón. De ahí que el órgano corazón, localizado en el pecho entre la cabeza y las vísceras, desde antiguo, se haya asociado a lo íntimo, a los amores. El cuerpo, el rostro especialmente, expresa alegría, afectos, ilusiones o, por el contrario, cinismo, violencia, ansiedad, tristeza, decepción… Lo que hay dentro de cada uno. Los sentimientos surgen dentro de nosotros, son algo “que nos sucede” y que guardamos como recuerdos en la memoria emocional a corto plazo; o a largo plazo, si la intensidad es grande, o persiste en el tiempo y se repite.

      Los recuerdos de las emociones que despiertan los elementos de nuestro mundo, los sentimientos y especialmente los afectos que damos a las personas y que recibimos de ellas, constituyen el contenido nuclear del corazón del cerebro.

      El “siento de la voluntad” no es el “quiero esto decididamente”. La voluntad no se limita a tomar decisiones por una mera conveniencia racional, como si fuera una máquina de calcular, sino que razona y arbitra los medios, en función de algo que ama. Se mueve por motivos queridos desde los que descubre, razonando, medios para preservarlos.

      Lo que entra a nuestro interior puede ser aceptado o rechazado y deja su huella; pero lo importante es lo que sale de él: los amores que mantienen vivo el corazón y por tanto nos mantienen vivos en la búsqueda de la felicidad. Y, por desgracia, también los desafectos, las envidias, los celos, etc.; todo aquello que produce quiebras del corazón.

      Tenemos un solo corazón para todos los amores. A él entran paisajes, eventos, cosas, animales y, sobre todo, los demás. Y de él salen los afectos y los desafectos

      Aquí nos referiremos a los afectos hacia las personas, y especialmente a esas que son “los nuestros” por lazos familiares. A los que pertenecemos y nos pertenecen por los vínculos naturales de la biología, por acogida a la esfera familiar, o por construcción de una comunidad de vida de familia, al ser engendrados personalmente a un mismo espíritu.

      Tenemos otros afectos interpersonales que enriquecen nuestra vida: amigos, compañeros de trabajo, de aficiones, de partido, compatriotas, etc., que son de naturaleza diferente. La razón de tales vínculos no incluye nuestro cuerpo de la forma que lo incluyen los familiares. Hasta en la forma de hablar expresamos la diferencia. Hablamos de un “amigo del alma”, de “almas paralelas”, o a diferencia de “fue un padre para mí”, mi “familia de sangre”, “hijo de mis entrañas”, “el amor de mi vida”, etc.

      Uno de los grandes misterios de la evolución —posiblemente el mayor— es por qué nuestra capacidad