Mia Couto

La terraza del frangipani


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la novela provenientes de otras lenguas, diferentes del portugués.

      Una traducción es siempre un acto de hospitalidad doble: de la lengua de origen, que abre la puerta para que una lengua extranjera entre a visitarla; y de la lengua de destino, que abre la suya para que la lengua extranjera se haga un lugar y aprenda a vivir en ella. Los anfitriones de ambas márgenes, en este caso, han sido el gran escritor que es Mia Couto y los editores de Edhasa, en la persona de Fernando Fagnani y su eficaz equipo de colaboradores. Agradezco a todos ellos la confianza, con el modesto deseo de no haberla traicionado.

      Guillermo Saavedra

      Epígrafe

      Chaka, creador del imperio Zulú, a sus asesinos:

      “Nunca gobernaréis esta tierra.

      Ella solo será gobernada por las golondrinas del otro

      lado del mar,

      aquellas que tienen orejas transparentes”.

      (Citado por H. JUNOD)

      “Mozambique, ese inmenso balcón

      sobre el Índico…”

      (EDUARDO LOURENÇO,

      en la despedida de Maputo, en 1995)

      Primer capítulo

       El sueño del muerto

      Soy el muerto. Si tuviese cruz o lápida, en ellas estaría escrito: Ermelindo Mucanga. Pero fallecí junto con mi nombre hace casi dos décadas. Durante años, fui un vivo patentado, persona de autorizada raza. Si viví con rectitud, me desglorifiqué en el fallecimiento. Me faltó ceremonia y tradición cuando me enterraron. No tuve siquiera quien me doblara las rodillas. La persona debe salir del mundo tal igual como nació, acurrucada en ahorro de tamaño. Los muertos deben tener la discreción de ocupar poca tierra. Pero yo no gané el derecho a una fosa pequeña. Mi sepulcro se extendió por toda mi dimensión, del extremo a la extremidad. Nadie me abrió las manos mientras aún me enfriaba. Me transité con los puños cerrados, atrayendo la desgracia sobre los vivos. Y peor aún: no me volvieron el rostro de cara a los montes Nkuluvumba. Nosotros, los Mucangas, tenemos obligaciones para con los antepasados. Nuestros muertos miran hacia el lugar donde la primera mujer se salteó una luna, redonda de vientre y alma.

      No fue solo el debido funeral lo que me faltó. Los descuidos fueron más lejos: como yo no tenía otros bienes, me sepultaron con mi sierra y el martillo. No debían haberlo hecho. Nunca se deja entrar en la tumba ningún metal. Los fierros demoran más en pudrirse que los huesos del muerto. Y aún peor: todo lo que brilla llama a la maldición. Con tales inutensilios, me arriesgo a ser uno de esos difuntos que causan desastres en el mundo.

      Todas esas torpedezas sucedieron porque morí fuera de mi lugar. Trabajaba lejos de mi pueblo natal. Como carpintero, en obras de restauración de la fortaleza de los portugueses, en São Nicolau. Dejé el mundo la víspera de la liberación de mi tierra. Hacía un chiste: mi país nacía, en ropas de bandera, y yo descendía a la tierra, exiliado de la luz. Quien sabe fue bueno, así evité asistir a guerras y desgracias.

      Me ayudó el haber quedado junto a un árbol. En mi tierra, eligen una marula. O una mafurreira. Pero aquí, en los alrededores de este fuerte, no hay más que un muy magro frangipani. Me enterraron junto a ese árbol. Sobre mí, caen sus perfumadas flores. Tanto y tantas que ya huelo a pétalo. ¿Vale la pena endulzarme así? Porque ahora solo el viento me huele. Del resto, ninguno me cuida. A eso ya me resigné. Incluso esos que rondan, puntuales, los cementerios, ¿qué saben ellos de muertos? Miedos, sombras y oscuridades. Hasta yo, fallecido veterano, cuento sabiduría con los dedos de una mano. Los muertos no sueñan, eso se lo digo. Los difuntos solo sueñan en noches de lluvia. Fuera de eso, ellos son soñados. Yo, que nunca tuve quien me dejase un recuerdo, ¿por quién soy soñado? Por el árbol. Solo el frangipani me dedica nocturnos pensamientos.

      El frangipani ocupa una terraza de una fortaleza colonial. Aquella terraza ya fue testigo de mucha historia. Por ella se escabulleron esclavos, marfiles y paños. En aquella piedra, estallaron cañones lusitanos contra navíos holandeses. A fines de la época colonial, se decidió construir una prisión para encerrar a los revolucionarios que combatían contra los portugueses. Tras la Independencia, allí se improvisó un asilo para ancianos. Con la gente de la tercera edad, el lugar decayó. Vino la guerra, dando pasto a las muertes. Pero los tiros sonaron lejos del fuerte. Terminada la guerra, el asilo quedó como una herencia para nadie. Allí se decoloraban los tiempos, todo adormecido en silencios y ausencias. En ese desorden, me amoldaba a ser imposible antepasado.

      Hasta que un día me despertaron golpes y estremecimientos. Estaban revolviendo mi tumba. Pensé en mi vecino, el topo, ese que quedó ciego para poder ver las tinieblas. Pero no era el animal excavador. Palas y azadas ofendían lo sagrado. ¿Qué revolvía aquella gente, avivando así mi muerte? Espié entre las voces y entendí: los gobernantes querían transformarme en héroe nacional. Me envolvían en gloria. Ya habían puesto a circular que yo había muerto en combate contra el ocupante colonial. Ahora querían mis restos mortales. O mejor, mis restos inmortales. Necesitaban un héroe, pero no uno cualquiera. Carecían de uno de mi raza, tribu y región. Para calmar las discordias, equilibrar los descontentos. Querían poner en la vitrina la etnia, querían raspar la cáscara para exhibir el fruto. La nación carecía de una escena. ¿O sería al revés? De necesitado, yo pasaba a ser necesario. Por eso me tumbaban el cementerio, bien al fondo del huerto de la fortaleza. Cuando me di cuenta, quedé atrapayaso.

      Nunca fui hombre de ideas, pero tampoco soy muerto de esconder la lengua. Yo tenía que deshacer aquel engaño. De lo contrario, nunca más tendría sosiego. Si fallecí, fue para ser una sombra solitaria. No era para fiestas, aspavientos y tambores. Más allá de eso, un héroe es como un santo. Nadie lo ama de verdad. Se acuerdan de él en urgencias personales y aflicciones nacionales. No fui amado cuando vivo. Prescindía ahora de esa trampa.

      Me acordé del caso del camaleón. Todos conocen la leyenda: Dios envió al camaleón como mensajero de la eternidad. El animal se demoró en entregar a los hombres el secreto de la vida eterna. Se demoró tanto que dio tiempo a que Dios, a su vez, se arrepintiera y enviara a otro mensajero con el recado contrario. Pues yo soy un mensajero a la inversa: llevo recado de los hombres para los dioses. Me estoy demorando con el mensaje. Cuando llegue al lugar de las divinidades ellas ya habrán recibido la contrapalabra de otro.

      Es verdad que yo no tenía apetencia de héroe póstumo. La condecoración debía ser evitada, aunque costase un ojo de la cara. ¿Qué podría hacer yo, fantasma sin ley ni respeto? Pensé en reaparecer en mi cuerpo de cuando estaba vivo, joven y afortunado. Me retrotraería a través del ombligo y surgiría, del otro lado, fantasma palpable, con voz entre los mortales. Pero un xipoco que reocupa su antiguo cuerpo se arriesga a peligros muy mortales: tocar o ser tocado basta para alborotar corazones y sembrar fatalidades.

      Consulté al pangolín, mi mascota. ¿Hay alguien que desconozca los poderes de este animal con escamas, nuestro halakavuma? Este mamífero vive con los muertos. Baja de los cielos en tiempo de grandes lluvias. Cae en la tierra para entregar novedades al mundo, las proveniencias del porvenir. Tengo un pangolín conmigo, como en vida tuve un perro. Él se acurruca a mis pies y lo uso de almohada. Le pregunté a mi halakavuma qué debía hacer.

      –¿No quieres ser héroe?

      ¿Pero héroe de qué, amado por quién? ¿¡Ahora, que el país era una plantación de ruinas, me llaman a