Mia Couto

La terraza del frangipani


Скачать книгу

rodó sobre sí mismo. ¿Perseguía la extremidad de su cuerpo o afinaba la voz para que yo le entendiese? Porque no es con cualquiera que el animal habla. Se irguió sobre sus patas traseras, con ese gesto de persona que estremetía conmigo. Señaló el patio de la fortaleza y dijo:

      –Mira a tu alrededor, Ermelindo. Incluso en medio de estos destrozos nacerán flores silvestres.

      –No quiero regresar allá.

      –Es que aquel será, para siempre, tu jardín: entre piedra herida y flor salvaje.

      Me irritaban aquellas divagaciones del escamoso. Le recordé que lo que yo quería era un consejo, una salida.

      El halakavuma cobró gravedad y dijo:

      –Ermelindo, tú debes remorir.

      ¿Volver a fallecer? ¡Si no fue fácil dejar la vida la primera vez! Siguiendo la tradición de mi familia, no debería ser siquiera tarea realizable. Mi abuelo, por ejemplo, duró infinidades. Con certeza, todavía no murió. El anciano dejaba la pierna apartada del cuerpo, dormía cerca de peligrosas espesuras. Se ofrecía, de ese modo, a la mordedura de las víboras. El veneno, en dosis, nos da más vida. Hablaba así. Y parecía que la vida le daba la razón: estaba cada vez más lleno de carácter y forma. El halakavuma se parecía a mi abuelo, obstinado como un péndulo. El animal insistía:

      –Elige a alguien que esté próximo a acabar.

      ¿El lugar más seguro no es el nido de la víbora mamba? Yo debía emigrar a un cuerpo que estuviese cerca de morir. Aprovechar el envión de esa otra muerte y disolverme en esa finitura. No parecía difícil. En el asilo, no faltaría quien estuviese por morir.

      –¿Quiere decir que voy a tener que fantasmearme en alguien?

      –Irás a ejercer como xipoco.

      –Déjame pensarlo –dije.

      En el fondo, la decisión ya había sido tomada. Yo apenas fingía ser dueño de mi voluntad. Esa misma noche, estaba a punto de ser xipoco. En otras palabras, me transformaba en un pasa-noche1 viajando con la apariencia de algún otro. En el caso de reocupar mi propio cuerpo, sería visible solo de frente. Visto por detrás, no pasaría de un agujero. Un vacío desocupado. Desde la prisión de mi fosa, transitaba hacia la prisión del cuerpo. Tenía prohibido tocar la vida, recibir directamente el soplo de los vientos. Desde mi rincón, inluminoso, vería el mundo traslucir. Mi única ventaja sería el tiempo. Para los muertos el tiempo está pisando en las huellas de la víspera. Para ellos nunca hay sorpresa.

      Al principio, aún me quedaba una duda: ¿ese halakavuma decía la verdad? ¿O inventaba, de tanto estar lejos del mundo? Hacía años que él no pisaba el suelo, sus uñas ya crecían dando varias vueltas. Si hasta sus patas tenían nostalgia del suelo, ¿por qué su cabeza no iba a imaginar locuras? Pero enseguida me fui dejando ocupar por la anticipación del viaje al mundo de los vivos.

      Me llené tanto de esta voluntad que hasta soñé sin lluvia ni noche. ¿Qué soñé? Soñé que me enterraban debidamente, como mandan nuestras creencias. Yo moría sentado, la quijada sobre el balcón de mis rodillas. Descendía a la tierra en esa posición, mi cuerpo se apoyaba en la arena que habían retirado de un hormiguero. Arena viva, poblada de andanzas. Después me arrojaban tierra con la suavidad de quien viste a un hijo. No usaban palas. Apenas se servían de las manos. Se detenían cuando la arena me llegaba a los ojos. Entonces, clavaban a mi alrededor palos de acacia. Todo con aptitud de ser flor. Y para convocar la lluvia me cubrían de tierra mojada. Así yo me aprendía: un vivo pisa el suelo, un muerto es pisado por el suelo.

      Y soñé aún más: después de medianoche, todas las mujeres del mundo dormían a la intemperie. No era solo la mujer viuda la que tenía prohibido abrigarse, como era habitual en nuestras creencias. No. Era como si todas las mujeres hubiesen perdido, en mí, a un esposo. Todas estaban manchadas por mi muerte. El luto se extendía por todas las aldeas como una niebla espesa. Las lámparas iluminaban el maíz, manos trémulas pasaban con el crisol del fuego entre los graneros. Se limpiaban los campos del mal de ojo.

      Al día siguiente, en cuanto desperté me puse a sacudir al halakavuma. Quería saber quién era la persona que iba a ocupar.

      –Es uno que está por venir.

      –¿Uno? ¿Cuál?

      –Es uno de afuera. Va a llegar mañana. –Y enseguida agregó–: Fue una pena no haberme acordado antes. Una semana antes y ya estaría todo resuelto. Hace unos poquitos días mataron a un pez gordo, en el asilo.

      –¿Qué pez gordo?

      –El director del asilo. Lo mataron de un tiro.

      A causa de ese asesinato, venía desde la capital un agente de policía. Que me instalase en el cuerpo de ese inspector y seguro moriría.

      –Vas a entrar en ese policía. Deja el resto por mi cuenta.

      –¿Cuánto tiempo voy a estar allá, en la vida?

      –Seis días. Es el tiempo para que el policía esté muerto.

      Era la primera vez que yo saldría de la muerte. Por primera vez escucharía, sin el filtro de la tierra, las voces humanas del asilo. Oiría a los viejos sin que ellos me sintiesen jamás. Una duda me molestaba. ¿Y si me terminase gustando ser un pasa-noche? ¿Y si en el momento de morir por segunda vez me apasionara por la otra orilla? Finalmente, yo era un muerto solitario. Nunca había pasado de un pre-antepasado. Lo que me sorprendía era no tener recuerdos del tiempo que viví. Recordaba solamente ciertos momentos, pero siempre exteriores a mí. Recordaba, sobre todo, el perfume de la tierra cuando llovía. Viendo la lluvia escurriéndose por enero, me preguntaba: ¿cómo sabemos que este olor es de la tierra y no del cielo? Pero no recordaba, no obstante, ninguna intimidad de mi vida. ¿Será siempre así? ¿Los demás muertos habrían perdido la memoria privada? No lo sé. Con todo, en mi caso, esperaba acceder a mis privadas vivencias. Lo que quería recordar, muy mucho, eran las mujeres que amé. Le confesé ese deseo al pangolín. Él me sugirió, entonces:

      –En cuanto llegues a la vida, quema unas semillas de calabaza.

      –¿Para qué?

      –¿No lo sabes? Quemar semillas hace recordar a amantes olvidados.

      Al día siguiente, sin embargo, repensé mi viaje a la vida. Ese pangolín ya estaba un poco avejentado. ¿Podía yo confiar en sus poderes? Su cuerpo chirriaba como neumático en curva. Su cansancio derivaba del peso de su caparazón. El pangolín es como la tortuga: camina junto con la casa. De ahí su cansancio extremo.

      Llamé al halakavuma y le comenté mi negativa a trasladarme al lado de la vida. Él tenía que entenderlo: la fuerza del cocodrilo es el agua. Mi fuerza era estar lejos de los vivos. Nunca supe vivir, ni siquiera cuando estaba vivo. Ahora, sumergido en carne ajena, yo sería roído por mis propias uñas.

      –Ve, Ermelindo: el tiempo allá está bonito, mojado por las buenas lluvias.

      Que fuese y arropase mi alma de verde. ¿Y si encontraba a una mujer y tropezaba con la pasión? El pangolín endulzaba la charla y se hacía el desentendido. Él sabía que no era tan fácil. Yo tenía miedo, el mismo miedo que tienen los vivos cuando se imaginan morir. El pangolín me aseguraba futuros pluscuamperfectos. Todo ocurriría ahí, en la mismísima terraza, debajo del árbol donde yo estaba enterrado. Miré el frangipani y sentí nostalgia anticipada de él. El árbol y yo nos parecíamos. ¿Quién, alguna vez, regó nuestras raíces? Ambos éramos almas alimentadas de rocío. El halakavuma sentía también gratitud hacia el frangipani. Señaló la terraza y dijo:

      –Aquí es donde los dioses vienen a rezar.

      * Salvo excepciones, que serán comentadas por el traductor en sus “Notas”, todas las palabras que aparecen en itálica figuran así en el original. Pertenecen a lenguas aborígenes de Mozambique y son explicadas por el autor en un “Glosario” al final