Mia Couto

La terraza del frangipani


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hombre que estoy ocupando es un tal Izidine Naíta, inspector de la policía. Su profesión es vecina de la de los perros: olfatea culpas donde cae sangre. Estoy en un rincón de su alma, lo observo con disimulo para no confundir sus adentros. Porque este Izidine, ahora, soy yo. Voy con él, voy en él, voy él. Hablo con quien él habla. Deseo a quien él desea. Sueño a quien él sueña.

      En este momento, por ejemplo, estoy volando en un helicóptero, en una misión enviada por la Nación. Mi anfitrión anda averiguando verdades sobre quién mato a Vasto Excelêncio, un mulato que fue responsable del asilo de ancianos de São Nicolau. Izidine iría a recorrer laberintos y dificultades. Con él, yo emigraba al penumbroso territorio de intereses, engaños y mentiras.

      Observo desde las nubes, por encima del vértigo. Allá abajo, frente al mar, se ve la vieja fortaleza colonial. Es allá donde queda el asilo, es allá donde estoy enterrado. Tiene gracia que yo haya salido directamente desde las profundidades hacia las nubes. Miro por la ventanilla. La Fortaleza de São Nicolau es una mancha pequeñita que cabe en un pedacito de mundo. Mi tumba ni se distingue. Vista desde lo alto, la fortaleza es, antes, una flaqueleza. Se notan los escombros como costillas cayendo sobre el barranco, frente a la playa rocosa. Ese mismo monumento que los colonos querían eternizar en maravillas estaba ahora muriendo. Mis maderitas, aquellas que yo había procurado, agonizaban podridas, sin remedio contra el tiempo y la marea.

      Durante los largos años de la guerra, el asilo estuvo aislado del resto del país. El lugar había cortado relaciones con el universo. Las rocas, junto a la playa, dificultaban el acceso por mar. Las minas, del lado interior, cerraban el cerco. Solo por aire se llegaba a São Nicolau. En helicóptero iban llegando productos de mantenimiento y visitantes.

      La paz se había instalado, reciente, en todo el país. En el asilo, sin embargo, poco había cambiado. La fortaleza permanecía aún rodeada de minas y nadie se atrevía a entrar o salir. Solo uno de los asilados, la vieja Nãozinha, se animaba a caminar entre los bosques próximos. Pero ella era tan sin peso que nunca habría podido accionar un explosivo. Cuando estaba muerto, yo había sentido los pies de esa anciana pisándome el sueño. Y eran caricias, el mágico toque de la gente humana.

      Ahora, me contrabandeaba por esa frontera que, antes, me había separado de la luz. Este Izidine Naíta, este hombre que me transporta, no tiene más que seis días de vida. ¿Sospechará de su próximo fin? ¿Será por eso que se apura ahora, decidido a ganar tiempo? Voy con el gesto del hombre al abrir una carpeta llena de dactilografías. En la tapa está escrito Dossier. Se ve una fotografía. Izidine pregunta en voz alta, señalando la imagen:

      –¿Este era Vasto Excelêncio?

      –¿Puedo verla mejor?

      Miro a nuestra compañera de viaje, sentada en el asiento de atrás del helicóptero. Me da pena no haber ocupado ese otro cuerpo. Marta Gimo era mujer de mirar y saborear con la vista. Había sido enfermera en el asilo hasta la fecha del crimen. Había salido solo para prestar declaración en Maputo.

      –No veo aquí a la mujer de Vasto –dijo Izidine, pasando un dedo por encima de la fotografía.

      Marta no respondió. Miró hacia el mar, allá abajo, como si, de repente, una tristeza la hubiese atravesado. Se quedó con la foto entre las manos y respondió en un suspiro:

      –A esa altura, la mujer de él todavía no había llegado a São Nicolau.

      Ella permaneció distante, la fotografía tirada sobre el asiento. Me fijé en Izidine y tuve pena del hombre en el que yo residía: estaba perdido, acumulando dudas. ¿Qué sabía él? Que una semana atrás un helicóptero había viajado hasta la fortaleza para ir a buscar a Vasto Excelêncio y a su esposa Ernestina. Excelêncio había sido promovido a un cargo importante en el gobierno central. Sin embargo, cuando llegaron a São Nicolau no lo encontraron con vida. Alguien lo había asesinado. Lo cierto es que los del helicóptero dieron con el cuerpo de Excelêncio desparramuerto en las rocas de la barrera. Lo vieron cuando el aparato se aproximaba a la fortaleza.

      En cuanto aterrizaron, descendieron la ladera para recuperar el cuerpo. Cuando llegaron a las rocas, sin embargo, no encontraron los restos de Excelêncio. Buscaron en las inmediaciones. En vano. El cadáver había desaparecido misteriosamente. Se lo llevaron las olas, pensaron. Desistieron de la búsqueda y, como anochecía, iniciaron el viaje de regreso. No obstante, cuando sobrevolaban la zona volvieron a observar el cuerpo extendido sobre las rocas. ¿Cómo había vuelto hasta ahí? ¿Estaría, después de todo, vivo? Imposible. Se notaban las extensas heridas y no había señal de movimiento. Dieron vueltas y vueltas, pero no era posible que el helicóptero aterrizase ahí. Y regresaron a la capital. Así había sucedido.

      –¡Estamos llegando!

      Marta hacía señas a un pequeño grupo de ancianos. El piloto nos dio indicaciones en voz alta: en cuanto tocase el suelo, debíamos salir, sin demora. El combustible daba, justo, para el viaje de regreso. Las hélices hacían eco en las paredes de piedra y nubes de polvo se erguían en remolinos. Saltamos del aparato, los viejos se encogían como perros. Se agarraban las ropas como si flotasen. Uno de ellos se agarraba con las dos manos a un mástil. Parecía una bandera en un día ventoso.

      Después de que el aparato volvió a levantar vuelo, ellos regresaron a sus rincones. Marta anduvo por ahí, saludando a cada uno de ellos. Izidine intentó acercarse, pero los viejos se apartaron, fieros y distantes. ¿De qué desconfiaban?

      El helicóptero se disolvió en nada en el horizonte e Izidine Naíta fue sintiéndose desamparado, perdido entre seres que se negaban a humanos entendimientos. Una semana después, el mismo helicóptero debía regresar para transportarlo a la capital. El inspector tenía siete días para descubrir al asesino. No tenía fuentes creíbles, ni pista alguna. Ni siquiera había quedado el cuerpo de la víctima. Quedaban, apenas, testigos cuya memoria y lucidez hacía ya mucho que habían fallecido.

      Puso su bolso de viaje sobre un banco de piedra. Observó los alrededores y se alejó a lo largo del muro de la fortaleza. No faltaba mucho para que el sol se pusiera. Algunos murciélagos ya se lanzaban desde los aleros en vuelos ciegos. Los viejos se internaban en la oscuridad de sus pequeñas habitaciones. El policía se demoró, receloso de que la magra luz se extinguiese. Al regresar, sorprendió a un viejo hurgando en su bolso. El intruso huyó. Aunque lo llamó, desapareció en la oscuridad. Rápidamente, Izidine inspeccionó el contenido del bolso. Suspiró de alivio: la pistola aún estaba allí.

      –¿Está buscando una linterna?

      El policía saltó del susto. No había notado la llegada de Marta. La enfermera señaló una habitación próxima y le entregó una vela y una caja con algunos fósforos.

      –Dosifique bien la vela, es la única.

      El policía entró en el cuarto, ya sin luz. Encendió la vela y sacó las cosas del bolso. En el suelo cayó una pequeña lata. Agarró el objeto: no era una lata. ¿Sería un pedazo de madera? Parecía, más bien, un caparazón de tortuga. Izidine estaba intrigado: ¿cómo salió aquello de su bolso de viaje? Hizo girar el caparazón entre sus dedos y lo arrojó por la ventana. Después volvió a salir.

      Izidine tenía un plan: cada noche, entrevistaría a uno de los viejos sobrevivientes. De día, procedería a investigar en el terreno. Después de cenar, se sentaría junto al fuego a escuchar el testimonio de cada uno. A la mañana siguiente, anotaría todo lo que había escuchado la noche anterior. Así surgió un pequeño libro de notas, este cuaderno con la letra del inspector fijando los dichos de los más viejos y que ahora llevo conmigo al fondo de mi sepultura. El librito se pudrirá con mis restos. Los bichos se alimentarán de esas voces antiguas.

      El inspector se preguntó a quién escucharía primero. Pero no fue él quien eligió. El primer viejo apareció en cuanto Izidine salió de sus aposentos. A la luz del anochecer, parecía un niño. Traía el aro de una llanta de bicicleta. Se sentó haciendo pasar su cabeza por el aro. Izidine le pidió su versión de lo que allí había ocurrido. El viejo preguntó:

      –¿Usted tiene toda la noche?

      Dejó al hombre a su