Darío Oses Moya

El viaducto


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      © LOM ediciones Primera edición en LOM, marzo de 2021 Impreso en 1000 ejemplares ISBN impreso: 9789560013835 ISBN digital: 9789560014139 RPI: 2021-A-211 Motivo de portada: Leonardo Flores Diseño, Edición y Composición LOM ediciones. Concha y Toro 23, Santiago Teléfono: (56–2) 2860 6800 [email protected] | www.lom.cl Tipografía: Karmina Primera edición original: editorial Planeta, agosto de 1994. Impreso en los talleres de LOM Miguel de Atero 2888, Quinta Normal Impreso en Santiago de Chile

       A Carlos Orellana, mi primer editor, gran amigo, maestro y hermano, parte de lo mejor de mi vida.

Primera parte

       Uno

      El hálito de la cocina donde se cuecen las berenjenas empaña los vidrios, gotea desde el cielo raso e inunda lentamente la casa.

      –Berenjena, coliflor y un atado de betarragas, ¡lo único que va quedando en la feria! –rezonga Ana María y su voz se adelgaza hasta desaparecer entre el redoble de los aluminios.

      La tapa de la cacerola rueda por las baldosas. Su estridencia busca a Maximiliano, quien, después de anunciar que cobraría por fin el trabajo de dos meses, llegó de amanecida, agrio de trago y sin un peso encima.

      –¡Berenjenas! –piensa él–. ¡Pero si es un milagro!

      Le gustaría ponerse las pantuflas e ir hasta la cocina, abrazar a Ana María y decirle que es maravilloso tener berenjenas en invierno, pero adivina la respuesta malhumorada de ella:

      –Han de ser importadas. El país está gastando lo que no tiene en comprar comida, porque con las tomas el campo ya no produce ni un rábano.

      –Esos son los cuentos de Radio Agricultura, y Radio Agricultura es la voz de los gremios patronales –reclamaría él, y para provocarla se pondría a cantar despacio, como si tarareara en forma distraída:

      Ya perdieron la cordura, ¡qué felicidad! Sabotear la agricultura, ¡qué barbaridad! ¡Qué chuecura! ¡Las verduras! ¡Los culpables son de Patria y Libertad!

      De ahí para adelante estallaría un conflicto que su cabeza sería incapaz de soportar, de manera que decide permanecer inmóvil, callado y aprovecha la tregua de los metales de la cocina para dormitar.

      En el aire se vacía la mala combustión de la estufa. «¿No ves que tiene la mecha carbonizada? ¿Cuándo la vas a cambiar? ¿Cuándo llegará el día en que dejes de ser tan risueño de noche e inútil por la mañana? ¿Cuándo, mi vida, cuándo...?». parece canturrear la voz fantasmal de Ana María que se filtra persistente por el entresueño turbio de la resaca.

      Los hervores de la cocina se confunden con los de los pañales puestos a secar y el vapor azucarado con el detergente. El agua revolotea antes de depositarse en los muros donde riega las manchas que echan raíces en el papel: hongos negros sobre ramilletes pálidos que se repiten simétricamente sobre el fondo amarillo que alguna vez fue blanco invierno.

      Las pisadas de Anita se acercan removiendo las palmetas del parquet. Maucho se agazapa entre las sábanas. Las recriminaciones de ella apuntan contra sus despilfarros y sus llegadas tarde, y también contra el desabastecimiento, como si hubiera un vínculo extraño entre la situación política y los desórdenes de la vida de su esposo.

      Ana María se asoma, se queja de los olores a encierro, a vino, a hombre trasnochado y, como no obtiene respuesta, hace que la aspiradora empiece su implacable rezongo matinal.

      «Amo la noche, sombrero de todos los días», recita Maucho, aferrándose a una frase bien sonante para despejar las telarañas de ese despertar borroso. Tres berridos de guagua y después un llanto líquido hacen que las telarañas se tupan.

      –La niña está en la casa –piensa él–. De saberlo no me habría entretenido hasta tan tarde...

      Otra vez resuenan los aluminios, una olla y un cucharón que gritan las desventuras de Anita: marido izquierdista, bueno para nada; hija igual de loca que su padre, arrejuntada con un dirigente del MIR; nieta criada en el campamento Fidel-Ernesto, además de tías ricas, primas bien y un hijo de su primer matrimonio que la compadecen a ella, la parienta pobre, la mami muerta de hambre.

      Maucho prefiere ni pensar en Cristina, esa chiquilla mala de la cabeza que se las da de guerrillera. Vuelve a dejarse llevar por el entresueño, flota en la superficie de un lago oscuro, trata de permanecer inmóvil, como si así pudiera conjurar las amenazas que cuelgan del aire sobrecargado. Pero entonces se derrama el chaparrón que encrespa la tersura del agua: serios incidentes se registraron cuando una columna de manifestantes chocó con la policía. Enfrentamientos, balaceras, piedrazos. «¡La subversión en Chile no pasará!», aseguró el intendente.

      Es Ana María quien apunta hacia el dormitorio las andanadas del noticiario matinal.

      «El país es un desastre sin vuelta» parece decir su voz.

      «Una calamidad postrada, igual a ti», sigue culpándolo.

      El cielo falso y los siete cielos que tiene sobre la cabeza, los siete pisos que recorre la locomotora vertical del ascensor, aplastan a Maucho. Se rasca el pelo, esa «chasca de poeta» que también es motivo de reproche, junto con el parquet, la hija guerrillera, las cañerías goteantes, con la estufa, las ollas y todos los objetos a los que Ana María sabe arrancarles sonidos que lo acusan a él de fracasado sin vuelta.

      Entre cortinas musicales, el noticiario insiste en su repaso de choques de gobiernistas contra opositores, de caminos tomados y neumáticos que se incendian en medio de las carreteras. El locutor cuenta que un estudiante de filosofía se desangra sobre la cuneta, que las ambulancias no pudieron llegar a causa de las barricadas o tal vez nunca salieron del hospital en huelga, que ha quedado abierta la herida a bala que le traspasa el cuello y el breve charco rojo avanza arrastrando pequeños desperdicios hasta que termina por solidificarse. «¿Qué importa si muere?», pregunta una de las voces que recoge la grabadora. «¿Qué más da si es brasilero, si es uno de tantos extremistas infiltrados en el país bajo el amparo del gobierno?». «Mitificaciones burguesas!», rebate otra voz, indignada.

      –Nada que hacer –sentencia Maucho–. La revolución debió seguir siendo una esperanza, una quimera de nuestras conversaciones nocturnas. Nunca debimos traerla a la luz del día... Pobre Anita... ¿Por qué crestas tendrá que amanecer?

      Se acuerda de una difusa película francesa: Mientras amanece... ¿O fue El muelle de las brumas? Aparecía Jean Gabin fumando, haciendo más espesa la niebla que venía del mar.

      Entre la bruma de las coliflores, en medio de la neblina doméstica y los restos de sombras que permanecen en el dormitorio atajando al día que se cuela por las rendijas de la persiana, aparecen fugaces como parpadeos los recuerdos de la noche: la sonrisa de Nacho Vattier, quien intenta hacer sonar su voz gastada por el cigarrillo y el teatro; el perfil de duende colorado del Tani Vera, y la doble papada que se derrama desde el rostro amplio de Rudy Lavalle.

      –Braulio te anda buscando –le había anunciado Vattier, mientras el Tani le hacía un guiño de complicidad–. Braulio Chelén te necesita.

      –Está en un apuro. No halla a quién recurrir –corroboró el Tani–. Le dijimos que tú eras el hombre, que eres el único que podría mover a ese elefante empantanado.

      –Braulio está embarcado en una historia enoooorme –había agregado Vattier, haciendo con las manos un gesto como para abarcar una zona sin límites.

      «Tengo que levantarme», se propone Maucho. «La noche dio sus frutos. Braulio me necesita, debe estar esperándome».

      Se incorpora y siente que ahora sí está en situación de defender su manera de vivir. La bohemia y el desorden son parte de su trabajo. Nunca ha habido libretistas con hábitos de buenos burgueses. Tiene argumentos