Darío Oses Moya

El viaducto


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bueno saber que alguien esté bien.

      –Me dijeron que necesitabas un libretista.

      –No sé si lo necesite. Lo que sé es que se nos fundió el que teníamos. Demasiado pituto, política y partusa; el salvaje no dormía jamás. ¡Métale Ritalin, métale coca!, y ahí está con surmenage, encerrado en una pieza oscura.

      –Yo podría ayudarte...

      –Gracias, viejo, pero no sé si quiero seguir con esto. Dicen que no se puede parar la producción, que es la gran teleserie antiimperialista de los últimos tiempos, que se va a distribuir en toda América, desde México y La Habana hasta el Cabo de Hornos. ¡Pero ha habido tantos problemas!

      –Hay que seguir echándole para adelante, compañero –intervino la mujer del colgante de obsidiana.

      –Me gustaría terminarla, porque es una de las pocas cosas que podría quedar cuando todo lo demás se vaya a la cresta. La idea es mostrar nuestros afanes, trancas y pifias a través de lo que pasó en otro tiempo. Queremos mirarnos en el espejo de la guerra que perdió en 1891 el Presidente José Manuel Balmaceda...

      –Sí, sí, me hablaron de eso... –dijo Maucho

      –Lo que tú llamas «eso», o sea nuestra teleserie, tiene un nombre: «En medio de la muerte». Quiero terminarla pero estoy cansado y ya sin ánimos. Si no lo hago yo, debería tomarla otro para que quede un testimonio de nuestros errores, por si alguien aprende algo en el próximo intento de hacer una revolución a la chilena...

      –Eres cínico y derrotista –señaló la mujer de los ojos de color cambiante.

      –Nada de derrotismo, compañero... Venceremos –dijo Maucho con su tristísima voz estropajosa, y a todos debió parecerles cómico ese triunfalismo tan endeble.

      –Entre nosotros sea dicho, viejo, llevamos las de perder –había seguido Braulio– . Quizás esta teleserie sea nuestro canto del cisne... Si es que la hacemos, vamos a tratar que sea un hermoso canto. No puedo asegurarte nada, pero anda a verme mañana, por si acaso... Bueno, son casi las cinco... Anda a verme hoy mismo al estudio. Te espero a las once y media en punto.

      –Balmaceda triunfó, compañeros –dijo entonces Maucho–. Balmaceda sólo fue derrotado en el campo de batalla. Apenas sucumbió en Concón y en Placilla. Lo único que consi­guieron sus enemigos fue destituirlo y obligarlo a suicidarse. Poca cosa, casi nada. Porque después se fueron cumpliendo sus sueños, uno por uno: surgió una clase media poderosa, los presidentes tuvieron atribuciones para hacer que el Estado tormara las riendas de la industrialización y finalmente, compañeros, se nacionalizaron nuestras riquezas básicas. La Corfo, la Consti­tución del 25 y la nacionalización del cobre son las victorias de Balmaceda, son la mejor venganza que pudo tomarse el pueblo de las derrotas en los campos de batalla.

      Un borracho solitario se levantó allá lejos para aplaudir, mientras Braulio, los ángeles noctumos y la mujer de la mirada de color cambiante empezaban a abrigarse con intenciones de partir.

      –Algo de razón tienes –concedió Braulio– . Acuérdate de que hoy día mismo, cuando el sol esté alto, hablaremos...

      –¿En Televisión Nacional?

      –No, estamos trabajando en otro estudio... Marta, dale la dirección.

      La mujer de los ojos inquietantes le alcanzó una tarjeta.

      –Tu teleserie está hecha a mi medida, Braulio. Sé más que nadie de Balmaceda. Hace años que vengo siguiéndole la pista. Lo admiro desde el día en que contemplé el viaducto del Malleco...

      –Ahora, si te metes en esto, vas a tener que hacerlo a presión. Hay que escribir un capítulo por día... y para nosotros la semana tiene doce días y medio.

      Los que acompañaban a Braulio se reían. Maucho optó también por reírse.

      –Así es la televisión... –tartamudeó–... Me da un poco de miedo. Uno, mísero guionista, pone en movimiento a actores, escenógrafos, electricistas, productores, camarógrafos...

      –Y directores –acotó Braulio.

      –Y directores –repitió Maucho– . Toda una maquinaria empieza a caminar, a crujir y eres tú el que la alimenta. Es un tren que se te viene encima y ya no lo puedes parar. ¿Sabían que la locomotora tira a los carros para sacarlos de su reposo inerte, pero después son los carros los que empujan a la locomotora y la máquina gasta más fuerza en parar al tren que en hacerlo caminar?

      –Lo mismo que le pasa al Chicho con los ultras –bromeó Braulio.

      Habían salido a la calle Bandera. El alumbrado permanecía encendido. Era esa hora rara en que los trasnochadores se confunden con los que madrugan. Pasaban ciclistas cargando atados de diarios, obreros con bolsos de hule y hombres vacilantes que parecían no saber dónde ir.

      –Esa es la suerte del guionista, compañeros –declamaba Maucho con su voz estropeada–. Una locomotora con los frenos malos. Y el libretista va ahí, desesperado, abriendo válvulas, aflojando la presión de la caldera en que bullen actrices temperamentales, actores farsantes y productoras neuróticas.

      Maucho notó que sus acompañantes se retorcían de la risa.

      –Para que los vayas conociendo, aquí están algunas de nuestras actrices histéricas –dijo Braulio. Luego indicó a la hermosa mujer madura que jugaba a ponerse y sacarse un pañuelo del cuello–: Y ella es nuestra productora neurótica.

      «Esto es un chiste», pensó Maucho. «Todo es una broma. La teleserie de que han estado hablando nunca ha existido».

      Se adelantó como para desprenderse de los que se reían y olvidarse para siempre de ese incidente y de esa noche. El mundo se le revolvía. El edificio del Mercado Central y más allá el cerro San Cristóbal se estiraban como si treparan hacia el cielo adhiriéndose a una invisible cúpula encendida por el amanecer. Pensó en devolverse a buscar a Vattier, a Lavalle y al Tani, pero enseguida se olvidó de ellos porque escuchó a la productora preguntándole a Braulio:

      –¿Tú crees que sirva? Lo encuentro un tanto desparramado.

      «¿Qué se habrá creído esta vieja de mierda?», pensó Maucho. «¿De dónde salió esta Cleopatra otoñal?».

      Quiso darse media vuelta para cantarle aquello: Cleopatra menopáusica, pero entonces sintió la voz de Braulio que decía:

      –Claro. Es el hombre. Si sigo en esto tendría que ser con él. Estoy cansado de que me escriban libretos llenos de mensajes. Necesito guionistas, no ideólogos.

      Braulio le puso la mano en el hombro:

      –Este compadre es puro corazón –proclamó en voz alta–. Es guionista de la vieja guardia. Además es de rancia aristocracia. Es lo que se llama linajudo, capaz que hasta sea pariente de Balmaceda.

      Se apretujaron en un station Skoda. El que conducía le preguntó las señas de su dirección. Partieron cantando canciones de la guerra civil española:

       Dime dónde vas, morena,

       dime dónde vas, salada,

       dime dónde vas, morena

       a las tres de la mañana.

      Lo dejaron en la puerta de su edificio. Braulio lo ayudó a bajar y lo apuntaló hasta el pórtico.

      –¿Estás bien? ¿Quieres que te lleve adentro?

      Maucho negó con la cabeza. «No hace falta, gracias», dijo mientras rasguñaba en sus bolsillos en busca de las llaves.

      El Skoda partió. El ruido del motor y las canciones guerreras se perdieron entre los piares de los pájaros instalados en los cables de la electricidad.

      Maucho se apoyó en el muro y miró las basuras acumuladas en la cuneta. «¿Para qué invocar la derrota de Balmaceda?», pensó ¿Para qué cantar