Darío Oses Moya

El viaducto


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Vattier–. Aquí pagamos todos.

      –¡No, señores! Yo pago y ustedes me llevan donde Braulio.

      La calle estaba revuelta como si un estadio repleto acabara de vaciarse. Restos de un acto masivo, gente con cascos y colihues, hombres vestidos de overol y pobladoras que ya se habían puesto bajo el brazo los carteles, permanecían en las esquinas o empezaban a subir a los buses que los llevarían de regreso a las comunas suburbanas. La voz de Salvador Allende iba y venía en el reflujo de las radios transistorizadas. Algo grave se cocinaba en Chile –tal vez la dictadura del pueblo, quizás una violenta reacción– y eso le otorgaba a cada día un tinte desquiciado, festivo y heroico.

      Pero esa noche Maximiliano junto con Nacho Vattier, Estanislao Vera y Rudy Lavalle avanzaban por un riel ajeno al de la historia, lejos del ánimo de carnaval y de combate que empa­paba a los hombres desmigajados de la manifestación. La voz de Allende había dejado lugar al himno de la Central Única de Trabajadores, que hacía marcar el paso a los caminantes:

       Yo te doy la vida entera,

       te la doy, te la entrego, compañera.

       Si tú tomas la bandera,

       la bandera de la CUT.

      –«Yo te doy la vida entera» –repitió Maucho–. Es un lugar común del bolero y la tonada: «Mi vida, te doy mi vida». Sólo que ahora la oferta no es amorosa sino revolucionaria.

      –Déjate de filosofar, viejo –señaló Vattier–. Hay que sacarle el poto a la jeringa . ¿Para qué meterse en peleas de perros? Nosotros somos de otra época, de un tiempo sin peleas, cuando izquierdistas y derechistas, clericales y masones se emborrachaban en los asados y terminaban abrazados, cantando «Noche de Ronda».

      Maucho asintió y trató de ausentarse del conflicto que se encaramaba por las amenazas y las consignas.

      –De acuerdo, muchachos –dijo–. Dejemos que los perros ladren. Recompongamos esos viejos trenes de la amistad...

      Fue así como cuatro hombres se pusieron a caminar abrazados, copando el ancho de la vereda, mientras cantaban boleros arcaicos que sonaban como una burla a tanto himno de batalla. El Tani y Vattier, sesentones, ya arrastraban los pies; Lavalle, en cambio, aún sacaba pecho, mientras Maucho, que recién había traspuesto los cincuenta, hizo la prueba de erguirse, de levantar el mentón sin que nadie se diera cuenta, pero los otros no pudieron dejar de mirar de reojo ese repentino porte principesco e intercambiaron guiños que Maucho advirtió, de manera que volvió a dejar caer los hombros y a caminar mirándose las puntas de los pies.

      Los cuatro fueron reconstituyendo huellas sepultadas, deteniéndose en los lugares donde estuvieron los grandes cabarets de antes, ahora tragados por el pavimento. De vez en cuando entraban a alguno de los boliches excesivamente iluminados, acrílicos y asépticos que habían suplantado a los lugares que ellos conocieron, y husmeaban entre las mesas para ver si por ahí encontraban a Braulio, pero como este no aparecía, Maucho determinaba que no podían desperdiciar la parada, así es que se tomaban una botella o dos y conversaban agrandando sus prontuarios de trasnochadores.

      Luego salían otra vez a la calle. La ciudad de la que habían estado hablando ya no existía. Todas sus noches, sus mujeres, sus pérgolas y rosedales habían muerto.

      Pasó un camión lleno de banderas y de gente que cantaba himnos de triunfo. Maucho los saludó con el puño en alto y se adelantó, dejando que los otros siguieran en el ejercicio absurdo de componer los fragmentos de un mundo inexistente.

      «Yo miro hacia el porvenir», se dijo tratando de seguir la sombra del camión que se perdía más allá de los semáforos. Entonces tropezó en una rotura de las baldosas y estuvo a punto de caerse. Vattier y Lavalle vinieron a tomarlo del brazo. El Tani insinuó la conveniencia de conseguir un taxi para irse a la casa del que viviera más cerca, pero Maucho insistió en que había que seguir.

      El vino hizo inciertos los escalones por los que fue bajando hacia el local soterrado, donde se distinguían las chaquetas blancas de los mozos moviéndose entre parejas, grupos y hombres solos, todos oscurecidos, bultos entre la sombra apenas alterada por los pequeños haces de luz que se encendían para ubicar una mesa o examinar las cuentas.

      Maucho tropezó con un hombre de aliento vinoso que acercó su cara a la de él, como para examinarlo de cerca y luego lo abrazó estrepitosamente.

      –¿Qué te habías hecho, viejo perro? –le preguntó.

      Maucho, aturdido, no pudo dejar de corresponder a tanta efusión, por lo que aceptó ese abrazo pegajoso y estuvo un buen rato anudado al hombre desconocido que no quería soltarlo, como un boxeador que amarra al rival para extinguir la distancia que hace eficaces los golpes.

      Cuando se libró anduvo por el local en busca del baño. Entonces alguien lo tomó del brazo. «¿Dónde te habías metido?», le preguntó el Tani. Su cara colorada parecía brillar en la oscuridad.

      –¿Y los otros?

      –Ahí están, dormitando. Encontramos a Braulio.

      Los mozos parecían oler la madrugada. Auscultaban su inminencia en la progresiva transformación de las cosas que iban perdiendo su textura anochecida para cuajar en volúmenes y bordes, en vasos arrojados a la espuma del fregadero, en botellas vacías que van a dar al traspatio y sillas que empiezan a subirse a las mesas.

      La noche líquida se escurría por agujeros y rendijas, y se secaba dejando al descubierto su propio fondo endurecido, donde se precipitaban estragos y desperdicios.

      El Tani guio a Maucho hasta llegar a un grupo que de pronto, como si oficiara una ceremonia para despedir la noche, se puso a cantar una patética canción mexicana:

       Por la lejana montaña,

       va cabalgando un jinete...

      Maucho vio a Lavalle y a Vattier echados sobre los respaldos de sus sillas, durmiendo con las caras hacia el cielo y las bocas abiertas. También vio a Braulio que fumaba indiferente, mudo. Pensó que tal vez le disgustaba esa canción y los demás la coreaban sólo para molestarlo. Braulio parecía un cansado ángel de barba negra, vestido con un costoso chaleco altiplánico de lana artesanal. ¿De qué cielo venía? Maucho seguía esforzándose por recordar dónde, cuándo, y cómo se habían conocido.

      Braulio Chelén fue el director de aquella serial, «La vida en rosa».

      «Le escribí algunos libretos», recordó, «aquel de la familia provinciana que vive en su blanda rutina de intercambio de visitas, que existe para preparar mistelas, cebollines en escabeche, comidas y más comidas, sin reparar en la miseria rural, en la tormenta que se fragua un poco más allá de sus narices. Lo hice bien, me resultó convincente, por eso Braulio me quiere para esta teleserie».

      Sí, Braulio procedía de los recuerdos de hacía dos años, de los primeros meses de la U.P., ese tiempo dorado en que la voz del Presidente, las consignas y los gritos sonaban con el timbre limpio de los discos nuevos. Braulio había venido desde esa época perdida y ahí estaba, en la mesa que compartía con otros ángeles de pelo enrulado, una que otra chica jipienta y una bellísima mujer de entre cuarenta y cincuenta años. Maucho la miró con detención: el color de sus ojos siempre estaba cambiando y su mirada quebraba la luz. Tenía algo de gitana su vestimenta cargada de trapos sueltos que dejaban desnudo un magnífico cuello, apenas cortado por una cadena casi imperceptible de la que colgaba un ídolo de obsidiana. Fue ella quien reparó en Maximiliano y lo invitó a arrimarse a la mesa y a tomarse una de las tazas de café que humeaban por todas partes.

      Maucho tragó el café hirviendo y entonces se sintió reconciliado con el mundo. La aparición de Braulio se le antojaba un triunfo postrero de la noche, aunque él aún no se dignaba a dirigirle una sola mirada.

      En cuanto terminó el café, que le espantó la vieja borrachera, le ofrecieron un vino magníficamente etiquetado que le infundió una embriaguez nueva, luminosa, recién salida de la botella.

      Sólo