Darío Oses Moya

El viaducto


Скачать книгу

de los libretos –dice Braulio–, olvidémonos de la teleserie y cada uno para su casa.

      –¡No nos podemos olvidar, huevón! –dice un cura de sotana y teja–. Me he aprendido diez capítulos de memoria.

      –Hay una tremenda producción comprometida, Braulio –recuerda con su voz perturbadora la mujer de los ojos de color cambiante que ha emergido, envuelta en una estola artesanal, en medio de la multitud decimonónica.

      Braulio deja caer las manos, desalentado.

      –Si alguien puede seguir con la producción, que se haga cargo del buque –declara–. Yo renuncio. Lo único que quiero es dormir, dormir y dormir. De vez en cuando haré un comercial, cosas sencillas, sin un elenco de actores del P.S., del P.C. y del MAPU, que se turnan para ir a asambleas y marchas por esto y por lo otro, y que hacen imposible que se cumplan los programas de grabación.

      –¡Eso ya está arreglado! –afirma el general calvo– . Me parece que nos comprometimos a acatar los horarios de ensayos y grabaciones. ¡Para qué seguir dándole vuelta a lo mismo, Braulio, por la cresta!

      –Todos estamos contigo –dice un obispo en elevado tono pastoral–. Te encontramos razón y pospondremos nuestras obligaciones gremiales para sacar adelante la teleserie.

      –Yo también estoy contigo –balbucea Maucho.

      –Gracias –le contesta Braulio–. Si vieras los problemas que hemos tenido. Para más recachas metieron preso al Pato Andrade. Le encontraron un arsenalito en su casa allá en Maipú. Parece que no era ninguna cosa del otro mundo: un par de fusiles Aka, dos o tres armas cortas, explosivos y parque. Pero los jueces se han puesto tan jodidos... y Andrade es Balmaceda y sin Balmaceda, ¿cómo quieren que hagamos la teleserie?

      –No seas pendejo! –clama con furia tribunicia uno de los señores con empaque de parlamentario–. ¡Te cagas entero frente a cualquiera dificultad!

      –¿Quieres dejarnos a todos en la calle? –pregunta implorante un hombre rubio de anchos hombros e impresionante porte patronal.

      –«En medio de la muerte» es nuestra obra –dice declamatoria una de las damas, que se había aflojado las cintitas del corsé y que lanzaba aire con el abanico dentro de su escote.

      –Está vendida a varios países –recuerda la mujer de los ojos de color cambiante–. Y hasta nos adelantaron plata que ya se gastó en la producción.

      –¿Y qué quieren que haga yo sin José Manuel Balmaceda?

      –pregunta Braulio, patético, poniéndose la mano en el pecho.

      –Pero si aquí tenemos al hombre –dice el cura de sotana y teja mientras empieza a escarmenar la melena de Maucho, endurecida por la tierra y los residuos del gas lacrimógeno.

      –En cuanto entró supimos que era él... –ratifica un ministro.

      Braulio los mira con una sonrisa de compasión, como si fueran un grupo de niños que se han portado mal y que ahora se esmeran en componer las cosas. Todos se congregan alrededor de Maucho para arreglarle la chasca, peinarle el bigote, hacerlo que enderece la columna y levante el mentón. Luego se apartan para dejarlo solo en el centro del recinto. Uno de los focos cenitales deja caer su luz sobre Maximiliano, que se va poniendo rígido, como estatua, aunque desearía liberarse, respirar y gritar «¡Qué se han creído, hasta cuándo me trajinan!», pero la luz y las miradas que la luz atrae hacia él, lo dejan inmóvil, mudo. Braulio lo examina con curiosidad.

      –Tienen razón –dice–. A mí se me quedó pegada la imagen de anoche, cuando... digamos que no tenía la dignidad de un Presidente, por eso no alcancé a darme cuenta del parecido que tiene con...

      –Entonces está todo resuelto –señala con ansiedad el parlamentario.

      –No –contesta Braulio–. El viejo no es actor, es sólo libretista.

      Maucho consigue soltarse de las ataduras invisibles del chorro de luz.

      –Es cierto –admite–, no soy actor, lo más que he hecho sobre un escenario ha sido cantar boleros y recitar...

      –No será actor, pero es Balmaceda –dictamina un viejo bedel que trae un levitón con cuello de astracán, el cual abre ceremoniosamente para colocarlo en los hombros de Maucho.

      Allá lejos, en una de las pantallas que titilan en los rincones, Maximiliano divisa la figura erguida de José Manuel Balmaceda, autoritario, presidencial, y no alcanza a asociarla más que lejanamente con su cuerpo gastado. Piensa que tal vez esa silueta tocada por un aura de dignidad heroica podría haber sido la suya, si no hubiera dejado sueltas tantas avideces y tantas saciedades. Aun así, piensa que todavía es tiempo de hacer algo contra la derrota y el desorden que cunden dentro y fuera de su cuerpo, que vale la pena intentar recomponer las averías de su vida, rearmar su familia, cauterizar las cañerías rotas, sustituir las palmetas sueltas del parquet, empapelar el departamento y recuperar el entusiasmo por construir un país nuevo, de manera que camina reposadamente hasta alcanzar el escritorio, posa una mano sobre el lustroso cuero de la carpeta y mira hacia la cámara que está más cerca. Entonces, como si cumpliera con un acto protocolar, el general del bicornio va a ponerse a su lado y desde ahí habla con su vozarrón grave:

      –Tenemos que hacerlo –dice–. Tenemos que hacerlo, no porque haya compromisos contractuales ni por el legítimo afán de preservar una fuente de trabajo para actores y técnicos. Debemos seguir adelante por una razón que va más allá del dinero. Últimamente se ha invocado con demasiada frecuencia la figura trágica de José Manuel Balmaceda, uno de los primeros hombres de Sudamérica que luchó contra el imperialismo, que trató de ganar la verdadera independencia nacional, que ayudó a emerger a las clases sociales postergadas y que provocó el odio y la reacción de la oligarquía. Porque así como hoy se burlan de los ministros obreros del Presidente Allende, compañeros, en aquel tiempo motejaron de siúticos a los colaboradores de Balmaceda que venían de la clase media. Hay demasiadas simetrías peligrosas entre entonces y ahora. Por eso tenemos que terminar esta teleserie: para conjurar la tragedia, para no reiterar una vieja derrota, para que no terminemos otra vez con saqueos, con persecuciones ni con un Presidente asediado, al que no le quedó otro camino que el suicidio.

      El enorme silencio que sobrevino era apenas alterado por el chisporroteo de los motores que refrigeraban los focos. Maximiliano permanecía inmóvil, sin perder esa actuada compostura de cisne autoritario. A su lado, el general parecía un sólido puntal para la delgada figura del Presidente. El resto de la concurrencia, señoritos y señores, ministros, confesores y hasta la mujer que despedía amor en cada una de sus miradas, inclinaron levemente la cabeza o hicieron el ademán de llevarse la mano al pecho en señal de acatamiento.

       Seis

      En cuanto terminó el discurso del general, la reunión quedó petrificada, para luego descongelarse, lenta al principio y luego estrepitosamente. Hombres y mujeres intentaban aproximarse a Maucho porque olían que hacia él se iba desplazando el ojo del poder. Po eso desfilaron y fueron presentándose ante el Presidente que permanecía erguido junto al escritorio.

      –Soy Marta Bolívar –le dijo la mujer de la mirada perturbadora– . Creí que nos habíamos conocido anoche, pero me acabo de dar cuenta de que una nunca termina de conocerte.

      –¿Se acuerda usted de mí? –le preguntó el general estirándole su brazo de estibador–. Egidio Acevedo.

      –Egidio... Cómo no... Es que ha pasado tanto tiempo –saludó Maximiliano–. ¿Cómo está el patriarca del teatro obrero?

      –Ahora soy Orozimbo Barbosa, comandante en jefe del Ejército, leal a Balmaceda hasta la muerte, como mi general Carlos Prats lo es a Salvador Allende.

      Y siguieron pasando hombres y mujeres vestidos con los ropajes de la historia: Gustavo Salazar y Beatriz Aguirre, la pareja de enamorados, protagonistas de la teleserie; Recaredo Aguirre y sus hijos, la familia que se verá quebrada por la guerra civil;