Darío Oses Moya

El viaducto


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      –Soy clarividente, pero no hace falta ser bruja para darse cuenta de que no nos van quedando muchas salidas. Por eso me acordaba de cuando este gobierno estaba nuevo, intacto, del tiempo en que los peores peligros parecían conjurados.

      –Cuándo fue eso, por favor, si desde que asumió Allende hemos tenido el fantasma del golpe encima.

      –Después del asesinato del general Schneider, la derecha apareció como culpable frente al Ejército. Fue entonces cuando el peligro del golpe pareció a punto de desvanecerse para siempre. La ultraderecha, Patria y Libertad, Viaux y los golpistas eran locos sueltos, o mejor aún, locos en prisión. Ahora, en cambio, son los redentores y los héroes.

      –La clase trabajadora es tan poderosa que puede permitirse los errores y el desgaste de este gobierno, que a pesar de todo goza de buena salud –dice Maucho. Entonces una explosión estremece los vidrios y las paredes del edificio. Las luces vacilan y terminan por apagarse.

       Nueve

      –¡Apagón! A lo mejor volaron las instalaciones para violar a la ciudad ciega y los tanques han de venir arrastrándose en la oscuridad. Así la resistencia es imposible, ¿quién va a salir a la calle a defender al gobierno?

      –Cálmate, Maximiliano, la yerba te hizo mal. Todavía tienes psicosis de tanquetazo. A lo mejor no es nada.

      –¿Cómo que nada? ¿Y qué se hizo la luz?

      –Es posible que antes de irse, el mayordomo haya bajado los conmutadores.

      –¿Y las detonaciones? Escucha el golpeteo de la balacera.

      –Todas las noches hay explosiones y balazos. Vuelan torres de alta tensión y se enfrentan grupos de izquierda y de derecha; es la música de fondo de la revolución. Mejor tratemos de salir, déjame que te guíe.

      Maucho pone la mano en el hombro de ella y se deja llevar. Desde alguna parte llegan barcarolas y nocturnos interpretados en piano. La música resulta sedante, es como una respuesta a la crepitación intermitente que percute allá fuera.

      Los muros se van estrechando. Caminan por un pasadizo donde el suelo suena hueco y donde se suceden baches y desniveles. El piso parece adelgazar. A ratos se hunde, como si estuviera a punto de romperse.

      Las manos de Maucho se apoyan en el punto donde concluye la blusa y empieza la parte desnuda del hombro de ella y luego en la suavísima concavidad que se empina hacia el cuello. Ahora sus dedos encuentran la cadenilla de eslabones minúsculos de la que cuelga el ídolo de obsidiana. Imagina a la sanguinaria deidad azteca balanceándose entre los senos de ella, tratando de morderlos con sus colmillos de piedra. Le gustaría meter la mano allí y atrapar ese adorno colgante y tirarlo lejos.

      Ella es como las flores que exhalan sus perfumes más espesos en la oscuridad, y él necesita llegar hasta la fuente del perfume, tocarla, atraerla.

      –No, acá no, ahora no –dice ella volviéndose levemente.

      –Ay, Marta, pero Marta, pero Marta... –se queja Maximiliano.

      La silueta de ella se destaca en la oscuridad. Desde algún lado llegan los pulsos temblorosos de una luz que parece a punto de morir. Marta sigue sus ramificaciones y al fin desembocan en un recinto iluminado por dos candelabros de plata que apenas tienen tres cabos de vela y el resto de los soportes vacíos. Sin embargo, los espejos multiplican las llamas de esas pobres bujías que han derramado ya sobre el metal la mayor parte de su esperma.

      Maucho calcula que tal vez han descendido hasta niveles soterrados, profundos, a juzgar por la pesadez de la humedad que anega el aire y porque ya ningún ruido de afuera los alcanza. O quizás la ciudad arde y capitula, guardando silencio de muerte, encañonada por los tanques, mientras ahí dentro sigue escuchándose el piano que insiste una y otra vez en la frase inconclusa de un scherzo.

      El lugar está lleno de reflejos y de bibelots, así como de japonerías, bronces, miniaturas, platos y medallones. Desde un muro observan dos bisabuelas orgullosas, con perfiles de efigies fundidas para una medalla. Más allá hay acuarelas, grabados, una litografía de Doré. Al fondo, la silueta negra de un castillo; acá, en el primer plano, la barca de un desesperado remador que lleva junto a sí el blanquísimo cuerpo de una mujer desvanecida. En otro muro se despliegan retratos de familia, escenas de cacería, príncipes disfrazados de huasos. Por los muebles y el suelo hay un desparramo de libros resguardados por espléndidas encuadernaciones en cuero marroquí. Goncourt, Zola, Poe, Withman, Flaubert, Hugo, Pierre Loti, Catulle Mendes, Armand Silvestre, Alphonse Daudet y otros nombres relucen en las letras doradas de los lomos. Varios números de la Revue des Deux Mondes reposan al pie de un ibis que estira el cuello como para atisbar las grullas; también arrozales, hay bosques de bambúes, espadachines y geishas de los biombos. Un moro vestido a la manera veneciana carga una bandeja en la que, entre la formación de copas de cristal tallado, sobresale una botella de coñac. Entre los bibelots que repletan las repisas se asoma una quimera, monstruo de porcelana con las fauces abiertas. En el piso hay cojines y un sátiro de madera recostado entre pámpanos, y elefantes que cargan pagodas y atavíos de seda estampada con muecas de los demonios del infierno hindú.

      Sentado al piano está el muchacho rubio, casi transparente. A la luz de las bujías su rostro se ve borroso, como una foto demasiado frágil para resistir el contacto abrasivo del aire. Sus dedos largos juegan con el teclado, ensayan una vez más el scherzo y luego lo abandonan para esbozar «Honey Py», un tema de Los Beatles con reminiscencias de los años veinte. Tras él, haciéndole masajes llenos de amor en el cuello y los hombros, hay otro muchacho. Sus manos duras, quebradas en ángulos, suben de vez en cuando hacia el pelo del rubiecito y lo recorren lentamente, como para apreciar la finura de cada una de sus hebras.

      El que oficia de masajista lleva puesta una camiseta que deja ver el relieve de las clavículas que levantan su piel morena, y encima un vestón deformado a fuerza de cargar con tanto hueso y arista.

      –¿Y ustedes...? –pregunta Marta para hacerse notar, ya que el rubio desvaído sigue acariciando el piano y dejándose acariciar por el moreno, y ninguno de los dos se ha molestado siquiera en dar una mirada de reconocimiento a los que vienen llegando.

      –¿Todavía por aquí? –insiste Marta.

      –Todavía –corrobora el moreno, volviendo hacia ella su rostro aindiado. Se aparta un tanto del pianista y suspira como si reuniera la paciencia necesaria para elaborar una explicación inútil.

      –Venimos por si acaso –dice–. Nunca sabemos qué es lo que va a pasar. A veces nos citan, otras veces no; hay días en que alcanzan a maquillarnos, pero hasta ahora no hemos grabado ni una sola escena...

      –No es culpa mía –contesta Marta a la defensiva.

      –No estoy echándole la culpa a nadie. Para nosotros es mucho mejor que sea así: que nos convoquen, nos paguen y nos dejen estar aquí, sin hacer nada, mientras ustedes se enredan en sus camorras, en sus huelgas...

      El rubiecito se ríe celebrando todo lo que dice su amigo, que a su vez parece estimularse con esas risas y sigue hablando cada vez con más desparpajo:

      –Así dejan en paz este rincón y no tocan nuestro pequeño set que correría peligro si es que alguna vez empiezan a grabar. Lo ideal sería que la teleserie se hiciese eterna o que se complicara tanto que todos terminen olvidándose de estos dos personajes secundarios y de su humilde lugar, porque aquí estamos bien, Marta...

      –¿Han visto la hora? –pregunta ella.

      –El tiempo es lo de menos –tercia el rubio–. ¿No éramos algo así como espectros intemporales?

      –Pero el estudio cierra y nadie puede permanecer dentro.

      –¿Quién dijo?... Nosotros hemos quedado acá tantas noches. Ya casi nos da miedo asomarnos afuera. Es mejor permanecer en el siglo XIX, donde nada te toca –expresa el moreno.

      –¿Qué les importa a ustedes que nos quedemos o que nos vayamos?