Darío Oses Moya

El viaducto


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con el perfume que me pongo en el cuello, sé cómo hacer que los imbéciles de los hombres se vuelvan locos.

      –Sí, me había dado cuenta. Eres como una mariposa que va dejando el polvo de sus alas suspendido en el aire para que los machos lo huelan y se trastornen.

      –Y tú parece que eres medio poeta.

      –Alguna vez traté de ser poeta entero. Me he quedado en la mitad del camino hacia muchas cosas. Soy medio dramaturgo, medio periodista, es decir, casi nada, a los cincuenta años soy casi nadie.

      –No te quieres.

      –No me quieren.

      –Ya, no te pongas patético. Deja que te cuente la historia.

      –Estoy un poco cansado.

      –Entonces lo dejamos para mañana.

      –No, cuéntamela ahora... Sólo necesitaría tomar algo.

      –¿Un café?

      –Algo más fuerte.

      –Ah, un trago...

      –¿Puede ser?

      –¿A estas horas? ¡De dónde! Espérate –dice Marta escarbando en su amplia cartera de suela con dibujos de ídolos aztecas, de la que por fin rescata un pucho fino y mal armado que enciende, aspira y luego alcanza a Maucho, que se queda con él entre los dedos, vacilando.

      –Prueba –invita ella.

      –¿Es...?

      –Sí, es buenísima, tangerina. No es la bosta de caballo que fuman acá.

      Maucho sigue sosteniendo el pitillo con cierta desconfianza.

      –Pruébala, no seas miedoso, te va a tirar para arriba.

      Maucho aspira y empieza a recuperar una sensación de infancia: un pastizal ardiendo en pleno campo, el humo que lo ahoga. Mueve los brazos como si nadara tratando de salir a flote en un mar blanco, seco, caliente. Los globos de los ojos se le inflaman, el corazón se apura, su cuerpo pierde peso, flota sobre las volutas de humo que ahora son amables, que no lo patean como el gas lacrimógeno, que lo acogen y lo ensamblan en la danza del mundo.

      –Relájate –dice ella quitándole el pucho de los dedos.

      –Dame un poco más.

      –Te noté algo alterado.

      –Al principio sí, pero ya logré domarla. Cuando joven amansaba potros en el campo de mi padre. Algunos salían duros, me botaban y hasta me pisoteaban en el suelo, pero yo me emputecía y aunque estuviera molido no me quedaba tranquilo hasta dejarlos mansos. Después me dediqué a domar fierecillas –dice Maucho y se ríe, y la risa parece fluir por su propia cuenta, como el agua de una acequia, independiente de él y de sus ganas de reír o de quedarse callado.

      –Parece que las mujeres te han tratado peor que los potros

      –comenta ella con rencor–. Parece que te han botado y pisoteado. Estás a mal traer. ¿O es a causa del vino?

      Maucho aspira una vez más y empieza a perder la sensación de estar dentro del cuerpo. No logra situarse tras sus propios ojos, en ese punto desde el cual observa el mundo. No puede enfocar a Marta que se ha convertido en una presencia difusa pero intensa que llena la sala.

      –¿Me vas a contar esa historia? –se escucha decir a sí mismo.

      –Claro –contesta la voz de ella, que reverbera, amplificada, como si saliera de los parlantes escondidos en el estudio.

       Ocho

      –La acción empieza el 28 de junio de 1887, en un país aureolado por un arcoíris de oro, cuajado de querubines regordetes que ayudan a derramar el cuerno de la abundancia sobre su largo territorio –le va diciendo suavemente la voz de ella–. Se respira confianza en ese Chile en el que todo brilla; el país nada en la prosperidad salitrera, y los pesos de plata y las libras esterlinas desembocan en palacetes que albergan una vida social remojada con champán francés.

      Maucho bosteza y ella sigue hablándole:

      –Le dimos a la fotografía cierto resplandor que subraya la sensación de sueño del mundo aquel. No te espantes si ves un tratamiento algo preciosista de la imagen. Buscamos deliberadamente una textura de ilusión, de recuerdo luminoso, porque todo aquel optimismo está a punto de romperse, es tan frágil como la estatuilla pastoril de porcelana de Sevres, que al final del capítulo cae y se pulveriza contra el duro suelo de adoquines.

      Maucho cabecea, le cuesta seguir la concatenación de las palabras. Las frases tienden a deshacerse y él debe hacer un tremendo esfuerzo para mantenerlas coherentes.

      –Balmaceda ha alcanzado la cúspide del poder. Chile tiene en el bolsillo las rentas del monopolio mundial del nitrato, las exportaciones crecen, el país se siente seguro de sí mismo. Es la belle époque nacional, la edad de la fe en el progreso ilimitado. A nadie se le pasa por la cabeza que ese mundo está condenado a morir, que sus palacios serán saqueados y después demolidos.

      –El 28 de junio jura el gabinete de Aníbal Zañartu. Todos aplauden. Balmaceda cree haber conseguido una de sus más caras aspiraciones: unir a la gran familia liberal, disgregada en muchas tribus. Su gobierno consigue el apoyo de las fuerzas políticas más importantes del momento. Con ese respaldo y con el dinero de las arcas fiscales intenta realizar su sueño: hacer de Chile una potencia.

      Maucho va a sumirse ahora en otro sueño. La voz de la mujer sigue llegándole desde todas partes. «¿Dónde estará ella?», se pregunta. La necesita, la ama, pero no puede alcanzarla, ni siquiera llamarla, si hasta se ha olvidado de su nombre.

      –Es lo que siempre quisiste –le susurra ella–. Querías todo el poder para apurar la historia. Era tu oportunidad y también la del país; era el momento de modernizarlo y de subirlo al carro de la revolución industrial. No puedes desperdiciar la ocasión. Esa es tu urgencia dramática: tienes las mejores cartas en la mano y debes jugarlas ahora o nunca; tienes el dinero y el territorio con su gente empeñosa; tienes la Araucanía intacta, con sus bosques y su riquísima tierra cultivable. Sólo falta ampliar los ferrocarriles para trasladar la riqueza hasta los puertos, y hacer industrias, y dar educación para que la gente pueda manejar las industrias, y todo eso se hace con dinero y con la voluntad de construir trenes, puertos, fábricas, escuelas. Sí, estás a un paso de levantar a Chile como la gran potencia del Pacífico Sur.

      Ahora ella reaparece, su figura vuelve a cuajar a partir de las leves turbulencias del aire removido por las aspas de un ventilador. Sus ojos tienen la textura afelpada de las cortinas que siguen cayendo desde arriba. «Marta, ese era su nombre», recuerda él, y Marta lo apunta con sus dos senos erguidos. Maucho se pregunta si los mantendrá así con el sostén y si al desnudarse se le derrumbarán como dos moldes de arena tocados por el agua. Ella, al hablar, mueve el cuello para agitar el pelo, para presentarle su sonrisa de frente y de perfil. «Es terriblemente mujer», piensa Maucho.

      –Esos primeros años de Balmaceda me recuerdan la bonanza de 1971 –le dice ella, acercándose para hablarle en tono casi íntimo–. ¿Te acuerdas de que entonces el gobierno de Allende también era una promesa?: el primer país que llegaba al socialismo por la vía democrática, porque la gente así lo decidía, no por imposición de ejércitos rojos ni de guerrillas verde oliva.

      –Altazor, ¿por qué perdiste tu primera serenidad? –recita Maucho–. ¿Qué ángel malo se posó en la puerta de tu sonrisa con la espada en la mano?

      –¿Y eso?

      –¿No lo conoces? Es un poema de Vicente Huidobro, el que decía que la revolución debía ser obra de príncipes.

      –De príncipes y de mendigos, y de sepultureros.

      –¿Por qué hablas como si el gobierno de Allende fuera ya un cadáver?

      –Porque si no está muerto, agoniza.

      –La