Darío Oses Moya

El viaducto


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fuera las cosas estaban peores que dentro de la teleserie. A esas horas ya debía haberse retirado de circulación hasta el último bus y el traslado hacia los domicilios se organizó contando con la solidaridad de los propietarios de citronetas y de otros vehículos.

      Ahora en el estudio sólo quedan Marta, Braulio y Maximiliano, este último inquieto por el derroche de luz de las formidables lámparas que apuntan sus focos hacia abajo. «¿Por qué tanta energía, cuando para iluminar la conversación del trío en torno del escritorio sólo bastaría una vela?» se queja en silencio.

      Hay alguien que insiste en jugar con las luces. A lo mejor las prueba, las pasea, las entrecruza y las pasa por filtros que cambian las coloraciones del ambiente.

      «Tal vez haya un iluminador implacable que se las arregla para adivinar lo que diremos y entinta la atmósfera con luces que subrayan el temple anímico del diálogo», piensa Maucho ahora, cuando una temible luz blanca borra todas las sombras, en el momento en que Braulio acusa:

      –Esto fue un cuartelazo.

      –¿Estás hablando en serio? –le pregunta Marta.

      El rostro del director se ha puesto duro, hermético, sin dejar escapar ninguna señal que permita colegir si bromea o si cobra sentimientos.

      –Un diálogo siempre es ambiguo –recuerda Maucho–. Su significado depende del tono emocional con que se lo diga.

      Pero la voz de Braulio no tiene ningún tono y su rostro azulado por la luz llena sigue hablando desde la más helada neutralidad:

      –No cantes victoria, viejo. Todavía quedan cosas por resolver. No es tan sencillo sustituir a un actor en el papel de Balmaceda.

      –¡No seas infantil, Braulio! –salta Marta mientras las luces empiezan a arrebolarse para finalmente quedar en un rojo sucio, negro, rojo de lupanar–. Te sientes pasado a llevar, ¿no es cierto? Estabas taimado y querías mandarlo todo a la cresta.

      –No me vengas con esas...

      –Te conozco demasiado, Braulio, por algo fuimos amantes. Eres como un niño insoportable y malcriado; si las cosas no salen como a ti te gusta, mandas todo a la mierda. Te gusta renunciar y es lo que querías hacer ahora: que la teleserie se hundiera, que sin ti todo naufragara.

      –Lo único que dije es que quedan unos cuantos problemas por resolver, ¿y acaso no es verdad?

      –No. Ya está todo resuelto. No compliques más las cosas. Por si no te has dado cuenta, en esta serie Balmaceda es un personaje secundario, aparece en pocas escenas, dice uno que otro discurso y chao.

      –¿Y la continuidad? ¿Qué vamos a hacer con todas las escenas que ya grabó el Pato Andrade?

      –Muchas corresponden a la época en que Balmaceda estaba empezando su carrera política. Entonces era harto más joven que cuando asumió la presidencia. De hecho, estábamos estudiando un maquillaje especial para que el Pato apareciera no sólo mayor sino... más maduro, más hombre, con más autoridad, más posesionado de su papel de primera figura de la historia. Ser Presidente era uno de los grandes sueños de Balmaceda y los personajes que cumplen sus sueños adquieren una especie de aura luminosa.

      –No me digas que Maximiliano está aureolado –se burla Braulio, mientras la luz se torna amarillenta, como la de una vela a punto de apagarse.

      –No necesitamos a nadie con una aureola en la frente –replica ella, irritada–. Lo que sostengo es que el cambio de actor nos va a servir para marcar la diferencia de edad, de posición y de textura del personaje.

      –Yo por lo menos le haría una prueba de cámara –sugiere Braulio.

      –Ya está hecha. Lo grabamos mientras Egidio hablaba. Lo vimos por el monitor. Hablé con los camarógrafos. Coincidimos en que aun sin maquillaje está bastante bien.

      –Bueno, Maucho, quédate con la obra. Yo apenas soy el director. Me inhibe un poco trabajar con un elegido de los dioses –dice Braulio, abriendo el cajón del escritorio para sacar una banda presidencial–. Pato Andrade no alcanzó a ponérsela –agrega mientras la despliega, y tarareando el himno nacional, se acerca a Maucho para colocársela.

      –Córtala, Braulio, no embromes –se resiste Maximiliano.

      –Deja, deja –insiste Braulio y termina terciándosela y fijándola con un alfiler de gancho.

      Maximiliano se mira la banda y tiene la sensación de haber subido al tren aquel en que la locomotora queda anulada por la dinámica del movimiento, y que ahora es la inercia de los carros la que empuja hacia adelante, y ya no hay freno capaz de parar la marcha que se acelera más y más. Debajo de sus pies se mueve una producción millonaria para la cual tendrá que escribir, ensayar, actuar, meterse dentro de una veintena de personajes y dominar sus actos y motivos a lo largo de cien capítulos. Mientras las luces van adquiriendo un tono amoratado, Maucho piensa en que así debió sentirse Balmaceda cuando estalló la guerra, enredado en un proceso que él mismo había desencadenado, hundido en el centro de un laberinto de dificultades que, ante cualquier intento por resolverlas, respondían complicándose aún más. «Tal vez hubiera sido mejor no levantarse hoy día», piensa, pero se da cuenta de que ya es tarde para echarse atrás, que sin querer se ha metido hasta más arriba del cuello en esta historia y bosteza, cansado de sólo pensar en los problemas que se le vienen encima.

      –La obra es tuya –dice Braulio, estirándole la mano para des-pedirse–. Tú sabrás por dónde agarrarla.

      –Mañana mismo te entrego los libretos, para que captes el estilo. También podrás ver algo de lo que está grabado –complementa Marta–. Pero lo mejor es que te enteres de la historia completa.

      –Cuéntasela tú –pide Braulio, lánguido y desganado–, porque lo que es yo me voy a mi casa a hundirme en una tina caliente.

      «Quién como él», piensa Maucho. «Quién pudiera darse un buen baño».

      Desde el oscuro vacío del cielo, las luces bajan azuladas, verdosas como el agua, y Maximiliano vuelve a concebir la inquietante sospecha de que el iluminador sabía todo lo que ellos iban a decir, de que tenía un libreto con todos los diálogos y acciones de esta escena.

       Siete

      –Es un niño grande, un niño malcriado –comenta Marta.

      –Dicen que es genial –acota Maucho.

      – No sé si será genial, pero actúa como si lo fuera. Es temperamental, insoportable. Se amurra cuando las cosas no salen como él quiere. Lo he tenido que sufrir en la cama y ahora en el trabajo. Tiene talento, claro, pero eso no impide que a veces se comporte como un hijo de puta.

      –Parece que sabes manejarlo.

      –No es tan difícil. Basta ponerse firme con él. Es tremendamente inseguro. Lo que pasa es que nadie se atreve a levantarle la voz. Su mamá, sus tías, las productoras, asistentas de dirección y las actrices lo veneran... ¡Cuántas niñitas recién salidas de la Escuela de Teatro darían cualquier cosa por servirle el desayuno!

      –¿Y tú?

      –Jamás se lo serví. Mi asunto con Braulito duró poco; serían dos meses y medio o tres a lo sumo. Le carga que se lo recuerde. Encuentra que yo era muy vieja para él, que cayó en mis garras en un momento de debilidad, que yo, la arpía, lo seduje, lo embrujé. Y no es tanta la diferencia de edades... Serán doce años, si él no es tan joven como parece... Andará por los treinta y algo.

      –Me da la idea que hablas por la herida.

      –¡Para nada! Hice lo que se me antojó con él. Fui yo la que lo boté cuando me aburrió con sus mañas. Me lo tiré hasta que me dio puntada y después chao...

      –Hablas como feminista.

      –Soy mujer... ¿Sabes lo que eso significa?

      –Será que tienes una fuente de poder entre las piernas.