Darío Oses Moya

El viaducto


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se esfuman en cuanto dan las doce.

      –Y vuelven muertos de borrachos a eso de las tres.

      –A veces traen putas. Pero hay que entenderlos, ya que son tan heladas las noches acá dentro.

      –Ustedes, los que mandan, no tienen idea de lo que pasa por el reverso de la teleserie –dice el rubiecito y luego se pone a remedar a una mujer asustada–: «Nosotras acá, prisioneras en el siglo XIX, y ustedes allá, dándose la gran vida, sin ni siquiera pensar en venir a rescatarnos».

      –El siglo se les va a terminar. La revolución se acerca galopando, galopando –dice Maucho para realizar el mismo juego de ellos.

      Los dos achican los ojos, forzando la vista para atisbar la sombra de Maximiliano, que se recorta en el espacio de penumbra que hay detrás de Marta.

      –¡La revolución! –grita el moreno, pronunciando con caricaturesco acento afrancesado–. Uyuyuiii, qué pánico, qué susto, ¿nos irán a guillotinar?

      –Da lo mismo, si apenas somos dos espectros, sombras de sueños. ¿No es eso lo que señala el ridículo libreto?: Rubén y Pedrito, dos personajes que entran y salen en la memoria de Balmaceda.

      –A propósito, aquí lo tenemos –dice Marta–. Les presento a Maximiliano Molina, el nuevo Balmaceda.

      –¿Nuevo?... Parece harto más viejo que el que teníamos antes

      –comenta el rubio con indolencia.

      –¡Yujuuu!, somos parásitos de tu memoria –agrega el moreno huesudo.

      –Tanto gusto, don José Manuel, aquí estamos sus sueños, para servirle –recita el otro y se deja caer en un bergere, sacudido por una risa espasmódica que se va convirtiendo en tos.

      –Déjense de pesadeces –los reprende Marta–. Él es Pedrito Balmaceda –explica indicando al rubio–. Fue tu hijo, el tuberculoso, el jorobado...

      –¿Por qué fue?

      –Porque ya está muerto. Además de ser un fantasma tan insoportable como su amigo, es terriblemente pretencioso. Cada vez que tratan de maquillarlo termina armando berrinches y discutiendo con las pobres cosmetólogas, a las que trata de inútiles, de incapaces de convertirlo en príncipe.

      –¡Pedrito tiene que ser un espectro principesco! –protesta el rubio, despertando de su indolencia–. Así lo he trabajado yo. Tengo derecho a exigir un maquillaje comme il faut.

      –Además se niega a ponerse la joroba de espuma que le hicieron a la medida –continúa Marta, como si no lo hubiese escuchado–. El otro es Rubén Darío. En la obra aparecen tocados por un halo de irrealidad, puesto que ya no están acá de cuerpo presente. Pedrito, ya te dije, ha muerto.

      El rubio se arroja sobre la alfombra, pone una mano en el pecho y el otro brazo extendido. El moreno se arrodilla junto a él y recita, melodramático:

      –Cuánto sufriste, Pedrito. El corazón, tu inmenso corazón, te martirizaba con palpitaciones espantosas y los nervios te hacían padecer noches de insomnio, de asfixia, miedo nocturno, ahogo. De nada te sirvieron tus estadas en el campo, donde galopabas y bebías leche al pie de la vaca, ni los aires oceánicos de Lota y Viña del Mar. La vida se te arrancaba y a pesar de todos los esfuerzos por retenerla, terminó por írsete...

      Rubén Darío se levanta y hace una reverencia.

      –Me sé bien el libreto, ¿no?

      Pedrito también se levanta y se sacude la ropa.

      –Sí, me fui a morir en una fiesta –dice–. Fue allá en Lota, en la mansión que tanto le gustó a Sara Bernhardt. Morí para dejarte un poco más solo, viejo –añade dirigiéndose a Maucho Balmaceda– . Te habría gustado tener un hijo que moviera el mundo, la política, los negocios, pero yo era bohemio, escritor, amigo de poetas; conocía a los autores de vanguardia, recibía las últimas novedades literarias de París, cosas que para ti eran extravagancias.

      Pedrito acusa y vuelve a su bergere, a su languidez, a su risa intermitente.

      –Rubén Darío partió a Francia, de manera que tampoco está acá –le dice Marta a Maucho–. Tú los convocas a los dos. Son recuerdos del tiempo en que tu gobierno aún no se desestabilizaba. De vez en cuando, en los breves respiros que te deja la contienda política y la obsesión por tender vías férreas y levantar obras públicas, te asomarás a esta habitación para volver a encontrarte con Pedrito y Rubén. El poeta estará echado en un sillón oriental, absorto entre los nubarrones azules que emanan desde los pebeteros de plata. Otras veces hallarás a tu hijo ya moribundo y extenderás la mano para acariciar sus rizos, pero sólo tocarás el aire.

      –Necesitas este lugar, José Manuel, para ponerte a salvo del tiempo, para refugiarte del tropel de la historia y del desgaste que corre allá fuera. Aquí puedes escuchar a tus queridos fantasmas que conversan de poesía y que en sus delirios de belleza viajan por selvas pobladas de faunos, centauros y ninfas, e ingresan en palacios turcos donde bellas mujeres desnudas se abandonan a la fatiga lánguida del baño de vapor. Tratas de hablarles, pero tus palabras se deshacen en el vacío y entonces empiezas a sospechar que a lo mejor eres tú el fantasma y ellos los seres de verdad, y para conjurar esa sospecha sales hacia los salones palaciegos donde tu voz tampoco se escucha ya en el bullicio de los conciliábulos e intrigas. Te acercas a la ventana para mirar la ciudad donde empieza a agitarse la marea de la revolución –termina Marta e indica la doble hoja de un postigo. Maucho no sabe si cubre una ventana auténtica o si es otra mentira del decorado. De todas formas va a abrirla y se asoma hacia la ciudad del siglo pasado. «Tal vez sea una fotografía mural a la que se le ha dado algún efecto de relieve», piensa.

      En ese mismo momento se escucha una detonación. Pedrito se pone pálido, se levanta de la bergere y camina hacia el sofá otomano donde está Rubén, quien vuelve a frotarle los hombros y a acariciarle el pelo.

      –No te asustes –le dice con ternura–, es sólo ruido. Todo es mentira. Deben ser cañonazos grabados en una cinta. Ha de ser el sonidista que está probando los efectos para la batalla final.

      –Me gustaría llevarme algunas cosas de acá, Marta –dice Pedrito– . Es seguro que después de la batalla de Placilla van a desarmar este lugar. Lo vamos a echar de menos. Quisiera conservar algunas bagatelas, uno que otro cachureo: los biombos, las estatuillas del dios Pan, la Quimera. Te las puedo pagar. No deben ser caras, acá todo es de yeso y cartón pintado.

      Pedrito sufre un acceso de tos. Rubén enciende el mechero de un pomposo samovar y va a sacar de la vitrina el servicio de té.

      –No puedo convidarles –les dice a Marta y a Maximiliano–. Ya casi no queda agua y, así como están las cosas, nadie sabe cuándo vamos a salir de acá.

      –Alguna vez tendrá que ser –señala Pedrito, fatalista–. Llegará el día en que tendremos que irnos para siempre. He soñado con ese momento. Es una forma de conjurar la angustia, de prepararme para cuando suceda. Nos asomaremos afuera para comprobar si llueve o si hay combates que obstruyan el camino, y después saldremos cargando las baratijas que Marta nos habrá vendido a un precio irrisorio, más bien simbólico, porque ¿para qué van a servirle a ella? No creo que le queden ganas de hacer otra teleserie sobre el siglo pasado.

      –Vamos –dice Marta, molesta, tomando la mano de Maucho.

      –Vámonos de aquí.

      –Los accesos deben estar cerrados –advierte Rubén mientras le sirve el té a Pedrito–. El nochero se va y deja candados puestos por todas partes.

      –El estudio es grande, tendrá que haber otro lugar donde pasar la noche –insiste ella.

      –¿Y por qué no aquí? Por lo menos hay algo de luz y está temperado. Podríamos acomodarnos en los cojines –sugiere Maucho.

      –¿Estás loco? No pienso dormir contigo –sentencia ella, en sordina.

       Diez