Darío Oses Moya

El viaducto


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bailan como trompos, que el aire se hace áspero y le quema el esófago y los párpados. Otra detonación y muchas más echan a volar bandadas de proyectiles azules que derraman estelas azufrosas. Los faroles del alumbrado, desprendidos de sus largas patas de zancudo, vuelan como cometas amarillos. Las instalaciones emergen desde sus nichos subterráneos, desmadejadas e inconexas.

      –¿Dónde iremos a cagar? –se lamenta Maucho–. La tierra nos ha devuelto todas las tuberías: las del agua y las de la mierda.

      Intenta aspirar aire sólo para tragar otra bocanada de gas que lo quema por dentro y entonces rueda por la tierra en declive que sigue desmoronándose.

       Cinco

      Mejor hundirse en la tierra y así capear la agresión del gas. Maucho se deja llevar por el declive, cae, siente olor de humedad y raíces. Por encima saltan los proyectiles liberando las nubes que llevan comprimidas. Con cada parpadeo los ojos se le funden en chorros de lágrimas. Tosen y tosen sus bronquios enmohecidos con la nicotina. Sigue deslizándose tierra abajo hasta llegar al fondo de la zanja donde yace una arcaica motoniveladora, llena de tuberías tapadas con tierra, que van desde la caldera hacia el motor y que a veces concluyen en un recodo muerto.

      Decide trepar por la otra vertiente de la excavación y así va a dar a la angosta calle que todavía conserva sus caserones en pie. Camina por el pavimento de adoquines y se sacude la tierra. Los estampidos de los taladros y sus compresoras, así como las sirenas de los carros lanzaagua y el griterío de los manifestantes llegan atenuados, como un sonido de hojas raspadas por el viento. Aquí el rumor de la batalla ni siquiera alcanza a alterar a las palomas que vigilan el sueño de un viejo cuya cabeza cuelga del respaldo de un escaño y recibe en la cara el poco sol que se filtra entre las nubes.

      Se esfuerza en mirar las placas de bronce ennegrecidas, puestas junto a las puertas provistas de golpeadores en forma de botitas. Por fin da con el número, la puerta está entreabierta y Maucho se desliza dentro hacia la oscuridad que alivia sus párpados irritados. Buscando la sombra más profunda, entra en el bosque de maderas aserradas que exhalan olor de resina fresca.

      Supone que esa complicada estructura ha de sostener algo grande y, en efecto, poco más allá el pasadizo desemboca en un recinto enorme, donde las maderas soportan sus propias máscaras: fachadas de cartón recubierto de felpas y molduras, réplicas de revestimientos de caoba y simulaciones de artesonados magníficos que le traen el recuerdo de las mansiones señoriales donde pasó su infancia. Tropieza con manojos de cables. Dos haces de poderosa luz se encienden como para mostrarle el camino. Ve a unos carpinteros que enfundan sus serruchos e intercambian cigarros. Los cilindros de luz descubren bastidores abandonados, tabiques de una habitación inconclusa. Más allá, hacia el centro, divisa un sofá de cuero, cortinas que caen desde un punto que se hace invisible en la altura y un escritorio que por el espesor de sus cuadernas parece inamovible.

      Sobre el escritorio alcanza a ver, a contraluz, la figura encorvada de Braulio. Cuando la iluminación se hace llena, plateada, como la de la luna, Braulio reaparece, macizo, triste, en mangas de camisa, con las cejas y las alas caídas, sentado sobre el borde de la mesa. A Braulio, que parece soportar el peso de toda aquella utilería palaciega, lo aplasta la vanidad de un siglo entero. A su alrededor pululan estadistas mustios, ministros agotados, militares que lucen condecoraciones opacas, señorones y damas, todos empantanados en el abatimiento. Hombres y mujeres se soplan palabras al oído, como si intercambiaran condolencias, y luego recobran sus estaturas almidonadas.

      Dos ujieres que llevan las libreas desabrochadas dan un largo paseo por el perímetro de la sala, como si fueran a ejecutar la agotadora maniobra de izar los cortinajes. Sopesan los cordeles, miran hacia la altura, pero la sola idea de aquel trabajo los desanima, de manera que vuelven sobre sus pasos, se encuentran frente a frente y permanecen allí, simétricos, comentando quizás la gravedad de los sucesos que conmueven al resto de la concurrencia.

      Tres mozos recorren los grupos, moviendo los brazos como si ofrecieran vino en bandejas invisibles. Parecen abejorros que van llevando intrigas desde un corrillo al otro, propagando un escándalo que revienta en risas y exclamaciones.

      Braulio se ve cada vez más fastidiado en medio de esa corte de personajes pomposos que lo cogen de un brazo y que le acercan sus caras al oído. Muestra intenciones de irse, pero entonces lo cercan, lo empujan suavemente y terminan por sentarlo en el sillón situado tras el escritorio, frente al magnífico aparato de escritura compuesto por dos plumas de ganso, clavadas a manera de banderillas sobre el lomo de un tintero con forma de toro.

      Braulio desprende el triste bolígrafo del bolsillo de su camisa y se lo lleva a la boca, pensativo. Desde lejos parece un enfermo midiéndose la fiebre. Maximiliano intenta ponerse dentro del campo que recorre su mirada para mostrarse y decirle: «Aquí estoy, Braulio, vengo a ponerme a tu disposición para el trabajo aquel...».

      Pero los ojos de Braulio están perdidos, flotando por encima del secreteo de los señorones de colero y levita, de los peinados semideshechos de las damas que se abanican aflojando los vestidos que les ciñen el talle y de los uniformados reunidos en torno al general calvo y barbón que gesticula con vehemencia.

      El salón está repleto. Crece el calor atizado por las lámparas que arden en las parrillas suspendidas del cielo.

      El general infla el pecho acribillado de condecoraciones; la transpiración que le moja la calva amenaza con escurrirse y fundir la tintura puesta para resaltar las duras líneas de las cejas, se abanica tres veces con el bicornio emplumado que luego sostiene en el antebrazo, golpea los tacos y trata de improvisar una arenga, pero nadie le hace caso. Las mujeres, que también traspiran, liberadas de corsés y de lacitos, con los vestidos sueltos, parecen desvergonzadas prostitutas que se ríen de los hombres, especialmente del general que las señala acusador con la punta del bicornio.

      Maucho se acerca hasta los monitores que parpadean en un rincón del estudio y ve la escena descompuesta en varias tomas encuadradas en la hilera de pantallas minúsculas. Todo parece más verdadero ahí en blanco y negro. Los detalles disonantes de la escenografía, el maquillaje excesivo de los militares y la textura áspera del decorado de cartón y madera aglomerada se atenúan en la gama de los grises. Las imágenes se acercan y se alejan. Ahí está el rostro de Braulio, el primer plano de un hombre compungido. Las cámaras están encendidas y alguien juega con ellas trayendo expresiones cercanas de señores y lacayos, de soldados que se escarban las narices, de obispos que contienen un eructo, del ministro que pellizca el trasero de una matrona que responde ejecutando una araña patas arriba con su mano enredada en anillos y pedrería falsa.

      «Todo es mentira», piensa Maucho. «Lo único verdadero aquí es la aflicción de Braulio».

      Camina hacia el gentío, avanzando tan silenciosamente como un movimiento de cámara. Sus ojos, todavía irritados, van captando a esos hombres y mujeres que le abren camino inclinándose levemente. La sobrecarga de colores de trajes y rostros le parece escandalosa. Trata de imaginarlos cubiertos con la pátina del blanco y negro, para restituir a la escena la compostura glacial que atisbó en las pantallas.

      El mayordomo hace una mueca de mando y los bedeles se abotonan apresuradamente las libreas.

      –¡Aquí lo tenemos! –anuncia un caballero–. ¡Mírenle la chasca y los ojos desorbitados! ¡Vengan a ver su bigote de brocha gorda!

      –¡Es él! –corroboran los demás.

      Braulio, sonriente, se levanta del escritorio y viene a darle la mano.

      –¡Qué tal, Maucho!

      –Bien, Braulio. Aquí me tienes. Ya estoy repuesto.

      –Llegaste tarde.

      –Perdona. Me costó venir. Hay paro de locomoción, tú sabes. Allá afuera las papas queman. No encontré ningún puente y tuve que escalar la excavación del Metro.

      –Quiero decir que llegaste en mal momento. La obra tiene yeta. La gran teleserie de América hace agua por todos lados. No se puede trabajar así. Me impusieron una gran cantidad de actores y asistentes. Después se me revienta