Darío Oses Moya

El viaducto


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a mover la historia si estamos preocupados de quedarnos sin papel confort...

      A pesar del dolor de cabeza y los temblores que le recorren el cuerpo, Maucho va recuperando la confianza en sí mismo. Ve pasar a Ana María por la juntura de la puerta.

      –Tengo que sacar adelante a un tremendo buque –le dice, ufano–. Voy a meterme a la ducha.

      –Ni se te ocurra –contesta ella, sin mirarlo–. Apenas tenemos gas para cocinar.

      Anita da un portazo que remece el departamento. Él siente la sacudida como el paso de una locomotora que hubiera estado a punto de atropellarlo. Entonces vacila. Sin saber por qué, siente miedo y el impulso de volver a hundirse en el refugio de las sábanas y no asomarse fuera en todo el día.

      «Hacer esa teleserie es llamar a la muerte», piensa, pero aquella sensación es tan vaga que sospecha que no es más que una de sus tantas jugarretas para eludir el trabajo, de manera que decide ponerse en pie.

       Dos

      En cuanto se levanta siente que cada pulsación de la sangre va a martillarle la cabeza; todo el vino trasegado en los últimos meses parece aposado encima de sus ojos y él trata de mantenerlo quieto, de no mover ese volumen líquido que podría hacerle perder el equilibrio. Camina despacio, con cautela, como si el parquet desparejo fuera una quebradiza superficie de hielo.

      Había estado tranquilizando a Ana María durante casi un mes con la promesa de que ya iba a salirle un adelanto por los derechos del libro Voces del corazón. Breve historia del Radioteatro en Chile, que escribió para la editorial Quimantú. Cuando le avisaron que estaba listo el cheque y que además podía retirar media docena de ejemplares del libro, partió y antes de salir dijo que regresaría con la billetera desbordante. Verdaderamente tenía intenciones de hacerlo así. Pero Maucho era incapaz de sopesar la cantidad de dinero que recibía. Cada vez que le pagaban algo, actuaba como si dispusiera de una fortuna inagotable. Esa actitud de gran señor era casi atávica, le venía de muy lejos, desde bisabuelos que se sintieron dueños del país y copropietarios del mundo.

      A mediodía salió de la editorial con sus seis ejemplares bajo el brazo. Cambió el cheque en una sucursal bancaria a la entrada de Vicuña Mackenna, y como sentía cierta ansiedad por sentarse pronto a hojear el libro, se detuvo frente a la vitrina de un restaurante, donde un congrio yacía entre rodajas de cebollas y zanahorias. Se dejó llevar hacia dentro donde almorzó como caballero: dos pisco sour, pescado al jugo y vino blanco bien helado, mientras daba vuelta las páginas. A partir de la foto en que él mismo aparece junto con María Llopart y Alfredo Mendoza, los perfiles de sus recuerdos habían empezado a diluirse. Los lagrimones que se le saltaron cuando se acordó del tiempo en que fue uno de los libretistas más cotizados de la radiotelefonía nacional, hicieron que el mundo fuera adquiriendo una consistencia resbaladiza, acuosa, por la que se deslizaban las fotografías que iban mostrándole los hitos memorables de su carrera, las seriales «El Pecado de nacer», «Corazones en subasta», «Soy tuya porque lo dice un papel», y capítulos de «Romances de atardecer», «El gran teatro de la historia» y «El comisario Nuggett».

      –Eran otros tiempos –le dijo al mozo que lo ayudó a mirar el libro diagramado con las fotos de esas actrices que vestían trajes sastres con hombreras y fruncían los labios ennegrecidos con rouge, frente al micrófono adornado con rayos metálicos.

      Terminado ese almuerzo lentísimo y tardío, caminó pisando la multitud de hojas que descendían desde los sicómoros del Parque Forestal. La tarde concluía en medio de una batalla de bocinazos, frenadas y crujidos de micros llenas.

      –Poca locomoción –consideró con los ojos perdidos en el raudal de vehículos–. Buses de la ETC y una que otra micro. ¡Otra vez se botaron en huelga estos carajos!

      El frío empezaba a diseminarse junto con la neblina ligera. Allá abajo, en el fondo de los tajamares pintados con murales que mostraban palomas de la paz y guerreros mapuches, el río seguía desenredando su sonido sedante. Maucho se asomó por la baranda de concreto, atraído por la regularidad de ese tránsito eterno, que contrastaba con los pujos de los vehículos, con los motores que hervían a sus espaldas, en la Avenida Costanera.

      Cuando se le terminó el camino de hojas humedecidas, torció hacia la Alameda, dejándose llevar por sus propios pasos, contento con el pescado que sentía deshacerse dentro de su cuerpo y con el vino volátil que le aceitaba la vida.

      Se sentía ligero y en ese estado de ánimo fue a asomarse al restaurante Il Bosco cuando ya anochecía, y consideró casi natural encontrarse con personajes que parecían guiñarle el ojo desde alguna de las fotos que había prestado para la impresión del libro.

      –¿Y estos fantasmas? –dijo Maximiliano.

      Aquellos rostros mansos, inmóviles, lo miraban desde el rincón anegado por una mescolanza de las mortecinas luces interiores y los reflejos de neón que llegaban de afuera. Ahí estaba Estanislao Vera, el Tani, pintamonos del Topaze. Con el tiempo y el vino, su nariz y mejillas se habían coloreado con un tono parecido al de la tinta roja que usaba la revista. A su lado sonreía Rudy Lavalle; todavía sacaba pecho y conservaba algo de la apostura de esos viejos figurines con vestón cruzado, pañuelo de seda al cuello y pantalón a rayas. En un año que nadie podría precisar, Lavalle había entrado a Chile a buscar trabajo, presentando las caricaturas que había hecho en la Argentina para el Ricotipo.

      El tercero del grupo era Nacho Vattier, quien dio un saludo ininteligible con su voz deshecha entre las carrasperas y el cigarro.

      –Y ustedes, sombras, ¿qué se habían hecho? –preguntó Maucho.

      –Aquí estamos –dijo el Tani.

      –Nos botó la ola –terció Lavalle.

      Nacho tragó saliva, respiró para aplacar las toses e hizo un esfuerzo tremendo para sacar la voz, mientras los otros guardaban silencio, como en espera de una revelación.

      –¡Viejo querido! –dijo por fin–. Viejo verde –susurró enseguida.

      –Viejo colorado –remató Lavalle.

      –Sí, algo tengo de colorado. ¡Soy socialista, y qué fue! –dijo Maucho arrimándose a la mesa.

      –¡Desclasado! –bromeó el Tani–. ¿Dónde se ha visto un Maximiliano Molina Zegers, de los Molina de Rengo y los Zegers de Chimbarongo, botado a comunacho?

      –Soy de los Molina sin tierra, de los Zegers de ninguna parte...

      –Aunque no tengas tierra, todavía te queda esa estatura patronal. Si levantaras la frente y sacaras pecho, podrías pasar por dueño de fundo y hasta por Presidente de la República. Todavía tienes buena facha –le fue diciendo laboriosamente Vattier.

      Maucho se puso a repartirles su libro con pomposas dedicatorias.

      Vattier se levantó para abrazarlo teatralmente.

      –¡Hay que bautizar el libro! –propuso el Tani y chasqueó los dedos con aire de prestidigitador, lo que al momento atrajo un jarro de vino tibio, y así fue como Maucho ingresó en el achispamiento de esa noche en que se derramaron recuerdos de muchas otras noches, de alegrías y lances entre las piernas de tantas amadas ya olvidadas.

      Después se hizo un silencio profundo. Fue entonces cuando Nacho le anunció que Braulio lo necesitaba.

      Viejo querido, tú puedes hacerlo –le dijo con su voz asordinada, llena de humos y de cansancio–. Ya reventaron los guionistas verdes, los pendejos. De todos esos libretistas de pacotilla no queda ni uno en pie. Tú eres sólido. Hazte cargo de esa teleserie y a ver si consigues que me den un papel. Es cierto que no me queda voz, pero ahora con el doblaje pueden hacerse maravillas...

      Maucho se quedó mirando hacia las puertas por donde entraba y salía gente. Era el mismo flujo y reflujo de siempre, pero ahora esa regularidad parecía trizada, a punto de quebrarse. Se acordó de otra noche en que una prostituta que trabajaba al frente, en los hoteles de la calle París,