Darío Oses Moya

El viaducto


Скачать книгу

la forma de la pierna que había albergado. Estaba ahí, en medio de los desperdicios. Se acercó a examinarla. «Ha de haber sido de una mujer que tiene lindas piernas», dijo recorriendo el arco de la pantorrilla.

      La imagen de esa desechada bota de escayola fue el último recuerdo que logró convocar ahora, cuando se encerraba en el baño, perseguido por la voz de Anita que le insistía en que por ningún motivo fuera a ducharse, porque apenas si tenían gas.

       Cuatro

      Baldosas mojadas e incompletos azulejos blancos; el baño le parece glacial, con algo de recinto para faenar cadáveres. Maximiliano coge los restos de jabón tachonados con una tapa de gaseosa y trata de sacarle espuma con el hisopo que apenas conserva un último manojo de cerdas. Se afeita con agua helada. La hoja le raspa la piel y salpica la espuma con pequeños puntos sanguinolentos.

      Los estragos de su rostro van apareciendo con detalle a medida que se quita la cubierta jabonosa: bolsas azules debajo de los ojos, mejillas sueltas, ramificaciones de arrugas que trazan un sistema fluvial por su cara de sonámbulo.

      «El agua caliente habría empañado el vidrio», cavila y siente que en ese momento lo que más desea es una ducha hirviente, un abrazo de vapor que le abrigue los huesos entumidos y que borre su rostro del espejo.

      Antes de enjuagarse se recorta las púas del bigote. Se rasca con furia la cabeza y luego intenta alisar el pelo enmarañado. Al quitarse la camiseta siente un escalofrío que conjura friccionándose el torso con un paño mojado. Deja correr el agua que va llevándose la espuma con los despuntes del bigote. En la cómoda encuentra ropa limpia, se la pone y eso le ayuda a aliviar la sensación de cansancio que le traspasa el cuerpo. Se aplica loción en las mejillas y entonces, medianamente restablecido, se atreve a asomarse en la cocina y a contemplar a su nieta dormida.

      –Tengo un trabajo –le dice a Ana María, que sigue enjuagando cacerolas, sin mirarlo. Él inicia un movimiento para darle un beso de despedida, pero ella se escurre y va a secarse las manos y a ocuparse en dosificar los fuegos de la cocina.

      –No es un pituto menor. Nada de articulitos mal pagados. Es lo mío, lo que nunca debí dejar: libretos, arte dramático... Voy a volver temprano, en cuanto me desocupe...

      Ella saca un cartón de leche de los que entregan a las madres en los consultorios, pone tres medidas dentro de una mamadera, vierte el agua dentro y comienza a revolverla. Maucho se siente como en un sueño, es decir, inexistente, espectral. Estira la mano para acariciar a la niña, pero no llega a tocarla.

      Se asoma a la puerta del edificio y observa hacia el cielo, tal vez para sopesar las probabilidades de viento, frío, lluvia. Luego mira la tierra. La basura está desplegada por la acera. Alguien movió la bota de yeso y se entretuvo en triturarla.

      Se lanza por fin a la calle, a soportar la agresión del día... Si al menos hubiera alcanzado a lavarse el pelo, esa champa tupida que se le desparrama sin control.

      La mañana se ve sucia. Espera en una esquina. No pasan micros ni tampoco esos camiones a los que autorizan a transportar pasajeros en los días de paro. Nada. Camina cuatro cuadras y alcanza a colgarse de la pisadera de un trolebús.

      La voz del noticiero marca la escalada de las paralizaciones; el tono de las amenazas se hace cada vez más rotundo. Gente y más gente parada en las esquinas, inmóviles, expectantes; también, gente estancada frente a la cortina metálica de un almacén.

      «Parece una ciudad sitiada», piensa Maucho. «Así debió ser el Madrid apretado por los franquistas, el Madrid que vieron Hemingway, Neruda y Huidobro». Siempre quiso ser brillante, principesco, como Huidobro, pero no pasó de poeta aficionado. «Algún día voy a dedicarme en serio a la literatura», se proponía cada cierto tiempo y por años vivió con la sensación de que bastaba que se decidiera a sacar los talentos que tenía guardados, para deslumbrar a todo el mundo. Ahora ni eso, ahora tiene la certeza de que se ha gastado en fervores de poca monta y ya nunca alcanzará a brillar.

      Desaparecen las colas y los peatones congelados en las esquinas. Se abre un paisaje de ciudad arrasada. El bus transita con dificultad por la compleja orografía de escombros y tierra removida. Las ráfagas de los taladros neumáticos y los estampidos de las bombas remecen el aire, los vidrios de las ventanas y el pavimento precario, que se va diluyendo en fragmentos cada vez más pequeños, hasta morir en una enorme zanja. Una que otra barrera y tarros con mechas encendidas señalan la fisura del Metro en construcción, que quiebra a la ciudad.

      El trolebús queda empantanado y actúa como tapón, detrás del cual se va inmovilizando la procesión de vehículos. Entre los bocinazos se oyen las sirenas de los carros policiales.

      –Hasta aquí no más llegamos –sentencia el chofer.

      Los pasajeros bajan, resignados, y pisan sobre una pasarela de madera que sustituye a la vereda borrada por las fracturas del concreto; permanecen inmóviles, contemplando la humareda que se despliega a pocos metros. Desde el suelo sube la combustión negra de los neumáticos en la que van a hundirse las azuladas estelas de los gases lacrimógenos. Siluetas rematadas en cascos y hombres con los rostros cubiertos emergen de las barricadas, apedrean el cielo y desaparecen detrás de la nube oscura.

      –Son los mineros del cobre –comenta una mujer cargada con el peso de sus mamas tan abundantes como los paquetes que acomoda entre los brazos.

      –No crea, no crea nada –dice un estudiante con barba que lleva un ejemplar del libro Las élites del poder, arrugado, retorcido.

      –Le digo que son, ¿acaso no ha leído las noticias?

      –Son mineros de cartón, supervisores, apitutados que quieren seguir aprovechándose de los privilegios que les dieron los yanquis.

      –¿Qué sabe usted? ¿Acaso es minero?

      – No, ¿y usted?

      –Yo no, pero mi cuñado sí, y vino de Rancagua, y anda aquí con otros mineros, protestando contra tanta porquería.

      –Vieja momia –alcanza a decir el otro antes de echarse a correr, porque el atolladero se ha deshecho y los buses y autos se desbandan, mientras se acerca el carro lanzaagua con la caparazón mordida por miles de piedrazos y suelta el chorro largo contra cualquier grupo que encuentre en el camino, persiguiendo por igual a los manifestantes y contramanifestantes, a los mineros de verdad y a los de mentira, y a los que toman partido por unos y otros e intercambian insultos: upeliento, momia chuchas de tu madre, vieja tetona, acaparadora, hijoeputa, y voh, hijo e’ maraco, cuando digo que no son mineros es porque no son, ya que los trabajadores no pueden estar contra su propio gobierno, entiéndanlo de una vez, ¡no pueden!

      Maucho corre subiendo por colinas de tierra suelta. Sin resuello, con los ojos doloridos por esas lágrimas ácidas que provoca el gas, alcanza a detenerse antes de ir a dar al fondo del precipicio. La mandíbula de una grúa cuelga ahí, a menos de un metro. Se abre y cierra como riéndose de él. Oye un chiflido entre las sirenas ululantes y las detonaciones.

      –Hágase a un lado, amigazo –le dice un operario–. ¿No ve que estamos moviendo material?

      El deslizamiento de la tierra lo atrae hacia el fondo. Apenas puede retroceder para dejarle paso a la grúa que, pisando firme sobre las placas de sus 0rugas, se va descolgando por los desfiladeros que llevan hacia donde se divisan los tractores, inocentes y sabios como escarabajos, que se meten en enjambres por túneles y galerías, arrastrando a su paso haces de cañerías, manojos de raíces, trozos de cimientos y antiguos tajamares.

      Maucho se sienta y se quita los zapatos para botarles la tierra. «El Santiago de 1973 es como el de los tiempos de Balmaceda: una ciudad estremecida por las obras públicas y las peleas políticas», piensa ahora, mientras camina por la ciudad en ruinas.

      Formaciones de bulldozers avanzan entre el cascajo derramado como hojarasca de ladrillo. Parecen tanques pesados, herméticos, ajenos al flujo y reflujo de los manifestantes que intentan ganar calles inexistentes, avenidas sepultadas en la trama de zanjas.

      Vuelven