Darío Oses Moya

El viaducto


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al contemplarla se le ocurre que así debe verse por detrás la figura de mujer de la Columbia Pictures. Observa el contorno de sus caderas suavizadas por el uso. «Esta mujer es como las monedas antiguas», piensa. «Tiene el encanto de la plata gastada. La efigie de su cara, aunque borrosa, sigue siendo atractiva; la estampa de su sello todavía arrebata», se dice mientras la sigue, con la remota esperanza de que en algún lugar, al final del camino, lleguen a una cama donde él pueda gastar otro poco la faz y el sello de aquella moneda. De cualquier forma, el solo hecho de ir tras ella resulta gratificante. Hacía tiempo que no se entregaba así a una persona, a una luz.

      Los pasillos se hacen cada vez más angostos y helados. Descienden hasta sótanos donde la humedad se palpa en el aire. Cuando la llama se debilita, ella decide encenderla sólo en algunos tramos. Al quedar a oscuras le habla, como para no dejarlo desamparado en la cerrazón de aquella noche subterránea. Le cuenta que Rubén Darío es un hijo de puta, un traidor, el peor enemigo de la clase obrera, que repudia lo que él mismo llama «machismo leninismo» y que anda diciendo, a quien quiera oírlo, que en su población lo agarraban a puñetes cada vez que lo veían llegar con libros bajo el brazo.

      –A lo mejor es cierto –dice Maucho–. Hay mucho resentimiento, hay odio de clases.

      –Esa es su versión –contesta Marta–. Pero unos compañeros que trabajan con pobladores contaron la firme: Rubén Darío tenía un actitud provocadora, arrogante, proclamaba que él iba a la universidad porque no pensaba seguir sumido en la mierda y eso nadie se lo iba a aguantar. ¿Quién se creía ese negro concha de su madre? ¿De qué venía a dárselas él, hijo y nieto de albañiles? Nunca le trabajó un cinco a nadie, rehuía las pichangas callejeras, no mostraba interés por ninguna de las cosas que celebra la gente, ni se dignaba a conversar o a servirse una pílsener con los hombrones. ¿Acaso era marica?

      –Sí, lo soy, ¿y qué? –declaró un día, desafiante–. Me carga el fútbol y las tomateras de hombres solos. No pienso reventarme trabajando en construcciones, en bodegas o en maestranzas, ni dejar que me agarre una mina ignorante que cague chorreras de hijos. Voy a hacer lo que se me antoje. Voy a elegir mi propia vida, no la huevá que ustedes viven. Buscaré a algún chico que me comprenda y que me ame y haré teatro y veré cine hasta quemarme los ojos. Y si alguna vez tengo un hijo y me lo quieren insultar, díganle que es un concha de su padre.

      –De ahí para adelante murió para su familia –sigue Marta.

      –Que se vaya, que se muera, que desaparezca –dicen que decía su viejo–. Que venda el poto y se enferme, que se lo coman las ladillas, que lo maten sus amantes en esas escenas de celos que arman entre ellos.

      –Es cierto que a los pobladores les cuesta tolerar que haya gente de su mismo medio que estudie y quiera subir de pelo –dice Marta–. Conozco a otros muchachos que han tenido problemas pero han sabido manejarlos, qué sé yo, esconden los libros, o conversan y explican que estudian para levantarlos a todos... Pero Rubén Darío no daba explicaciones, al contrario, arrastraba el poncho y repetía una y otra vez que prefería la decadencia burguesa a la mierda proletaria...

      –¿Y el otro? –pregunta Maucho.

      –Pedrito sobre actúa su spleen, tienen algo de gata caprichosa. Ahí el que hace las veces de hombre es Rubén. Son la pareja perfecta, gozan revolcándose en ese ambiente recargado. ¿Sabes por qué no he querido grabarles ni una escena? Porque me preocupa que al actuar dejen traslucir su relación de amantes. Pedrito Balmaceda y Rubén Darío fueron amigos íntimos. Compartían entusiasmos literarios, vivían en un estado de exaltación permanente, leían, recitaban, bebían, formaban parte de la bohemia intelectual de entonces; daban largos paseos por la ciudad contemplando sus palacios, sus parques, la cordillera, el cielo. Eso es lo que deberían transmitir: la fraternidad que nace de sensibilidades afines. Pero en los ensayos estos otros dos no son capaces de mostrar más que lo que son: dos amantes que se acarician uno al otro con las miradas dulzonas y las manos trémulas.

      –Pero el director de actores podrá manejarlos.

      –¿Paco Villena? ¿Lo conoces?

      –No...

      –Ese no dirige nada. Está todo maniado por hacerle caso a la plaga de sociólogos y especialistas en teoría de la comunicación que se nos han apitutado en el canal.

      –¿En qué casa de putas me vine a meter? –murmura Maucho.

      –¿Qué cosa? –pregunta ella.

      –Nada.

      Ahora los caminos parecen llevarlos en ascenso. Sobre el nivel del suelo se reduce la helada humedad del aire. Van palpando una por una las manillas de las puertas alineadas a lo largo del corredor, hasta que encuentran una que se abre. Entran en una sala de baño blanca, azulejeada. Con el último fuego que consigue arrancarle al encendedor, Marta prende el piloto del calefón para así disponer al menos de una pequeña luz.

      –A lo mejor es sólo decorado –dice ella palpando los artefactos.

      El baño, en verdad, parece un escenario, ya que no tiene olor de orina ni de desinfectante. Maucho va silenciosamente al rincón en que la tina rectangular hace ángulo con el muro, se sienta en el borde y comienza a quitarse la ropa.

      –¿Se puede saber qué es lo que pretendes? –pregunta ella, molesta.

      Darme una ducha caliente...

      –¿Y yo dónde me meto? ¿Quieres que me quede a contemplarte o que siga recorriendo los pasillos?

      –Puedes quedarte acá, sin verme. Voy a correr la cortina...

      –Una ducha a estas horas... Vas a dejar el aire pegajoso...

      –Tanto mejor, así se entibia el ambiente –responde él, convertido en una silueta pálida en la que se destaca la mancha blanca de los calzoncillos.

      Marta mira la sombra de él moviéndose entre las otras sombras que bailan suavemente a la luz movediza del piloto: las amplias toallas colgadas de una percha, las cortinas estampadas con cañaverales, patos y nenúfares, que ahora Maucho despliega a lo largo de la barra.

      Maximiliano abre la llave del agua caliente que emite carrasperas y escupe aire y un chorro escuálido, para después quedar en silencio.

      «Seguro que dejan cerradas las llaves de paso», piensa y vuelve a ponerse los calzoncillos, sale de la tina y busca a gatas, palpando el muro, tratando de encontrar metales salientes en las esquinas. Por fin da con una manija circular de bronce y forcejea para aflojarla. Hunde los dedos en el metal dentado y trata de torcerlo. Algo cruje y Maucho no sabe si son sus huesos o la llave, pero casi de inmediato comprueba que esta gira sobre sí misma, liberando un flujo de agua que le empapa las manos. El calefón vacila la llama se expande por el quemador, se debilita y vuelve a reducirse al fuego minúsculo que alimenta el piloto; hace amago de encenderse una y otra vez, pero la presión no parece suficiente. Maximiliano intenta cerrar la llave, pero esta da vueltas en banda y no hay forma de parar ese caudal delgado que va anegando las baldosas.

      –Parece que la cagué –anuncia–. Nos estamos inundando.

      –Ahora sí que la hiciste buena –protesta ella, caminando con precaución por el piso resbaloso.

      Maucho siente los pies mojados y opta por meterse otra vez en la tina. «Ven», le dice desde ahí. «Acá está seco», y estira la mano como para rescatarla de un naufragio.

      –Vístete primero –responde ella, alcanzándole la ropa que él dejó sobre la tapa del inodoro.

      –¿Tienes miedo? –pregunta él socarronamente–. Todas ustedes son iguales: se las dan de liberadas pero frente a cualquier hombrecito pilucho se cagan enteras.

      –No tengo inconveniente en meterme en la tina o donde sea con un hombre desnudo, siempre y cuando el hombre me guste –contesta ella y vuelve a caminar con cautela por las baldosas empapadas para encender un cigarro en la llama del piloto.

      Entretanto, Maucho se abotona la camisa y enrolla el vestón para colocarlo como almohada en un extremo de la tina, donde se recuesta.