Mariolina Ceriotti Migliarese

La pareja imperfecta


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y Luigi tienen una hija de 16 años, Laura, una chica estudiosa y tranquila que nunca les ha dado especiales preocupaciones. Con frecuencia, por la tarde, Laura estudia con un compañero de clase, Giovanni, que también es un buen chico y con el que poco a poco se ha creado un vínculo especial, que no disgusta a los padres.

      Un sábado por la tarde Anna se da cuenta de que los dos chicos se han ido a estudiar a la habitación de Laura, y poco después se cierra la puerta. Siente entonces un sutil malestar, y no sabe cómo actuar: permanece junto a la puerta preguntándose si debe abrirla, si será mejor llamar, o si tiene que pedir a Luigi, su marido, que intervenga. Después de media hora se vuelve a abrir la puerta y los chicos están ahí, tranquilos, como si nada hubiera pasado. Anna se dice que sin duda su aprensión es exagerada. Los chicos solo han buscado un poco de intimidad, sin hacer nada malo.

      Pero desde aquel día los dos jóvenes vuelven a quedar todas las tardes en la habitación de Laura, con la puerta rigurosamente cerrada. Anna y Luigi discuten, les molesta la puerta cerrada y tienen la sensación de ser padres demasiado a la antigua: en el fondo, Giovanni es realmente un buen chico, y su niña tal vez sea ya mayor como para empezar a conocer el amor…

      Lucia y Franco tienen un hijo de 26 años, Andrea. Hace poco que ha terminado los estudios universitarios y ha encontrado un trabajillo, todavía poco remunerado, pero que le da cierta autonomía. Desde hace unos dos años Andrea sale con Marina, una chica simpática que va mucho a su casa: trabaja como empleada en una empresa de transportes y vive sola, de modo que no es un peso para sus padres.

      Un domingo, durante la comida con toda la familia, Andrea anuncia: «Marina y yo hemos decidido irnos a vivir juntos. A partir de la próxima semana voy a empezar a llevar mis cosas a su casa. ¿Quién me echa una mano?».

      Lucia y Franco se sienten desplazados: naturalmente, se imaginaban que la relación entre los dos jóvenes ya era bastante íntima. Pero de alguna forma habían evitado pensar en ello y la noticia les ha pillado desprevenidos. No saben cómo reaccionar: ambos son creyentes y se sienten traicionados por la decisión de su hijo, a quien creían haber inculcado la idea de la familia basada en el matrimonio. Por otro lado, Andrea ya tiene edad para decidir por sí mismo, ¡y parece tan seguro y feliz! Saben que muchos hijos de sus amigos han tomado ya la misma decisión: a lo mejor solo hay que aceptar que el mundo ha cambiado, y que lo más importante es que los jóvenes se quieran realmente: lo demás llegará a su tiempo…

      Estos dos fragmentos breves nos hablan de historias muy comunes hoy en día: padres desplazados por las decisiones afectivas de sus hijos, y confusos sobre la oportunidad de tomar una posición ante ellas. Se sienten divididos: el instinto les sugiere que eduquen como ellos han sido educados, algo que todavía posee un enorme valor para ellos; y por otro lado, no están tan seguros de qué conviene decir y hacer. Les gustaría decirle a Anna que, en su casa, la puerta de la habitación hay que dejarla abierta, por respeto hacia ellos; y a Andrea que, aunque respetan su decisión, no están de acuerdo y preferirían que tuviese el valor de casarse.

      Querrían hablar pero no saben cómo hacerlo, porque su pensamiento se ha vuelto incierto. Tienen miedo de ser padres poco preparados, incapaces de entender las exigencias de los jóvenes. Por eso prefieren el silencio, que las cosas se aclaren por sí mismas. Así respetarán la libertad de sus hijos y evitarán condicionarles.

      Pero hoy, igual que en el pasado, los hijos siguen necesitando que los adultos muestren su posición ante las cuestiones importantes, no para acomodarse a ella, sino para tener un punto de referencia que les ayude a madurar de forma adulta su propio pensamiento. Los hijos tienen que conocer cuáles son nuestros valores y por qué los consideramos importantes: no se quedarán callados, pero les obligará a pensar antes de dejarse arrastrar por la moda.

      Pero ¿por qué pasa esto? ¿Por qué hombres y mujeres que se consideraban muy seguros de sus convicciones abdican hoy de esta forma, cuando se trata de tomar una posición ante los hijos?

      ¿Qué ha cambiado en nuestra forma de sentir, que nos ha vuelto tímidos para defender las cosas en las que creemos?

      Habrá que preguntarse cómo se construyen las opiniones, cómo se difunden y cómo influyen sobre nosotros, para ejercitar de nuevo nuestro espíritu crítico sin sentimientos de inferioridad.

      Desde siempre, el ser humano se caracteriza por su capacidad de construir pensamientos y razonar sobre las cosas a partir del lenguaje. Es el instrumento, refinado y exclusivo, específico de la raza humana.

      Hasta hace unos decenios, la vía maestra para dar valor al propio pensamiento y difundir las propias opiniones era construir sistemas coherentes de pensamiento a través del lenguaje: era necesario hacer propias las palabras y su significado, encontrar las más adecuadas, aportar argumentos lógicos y convincentes que se pudieran contrastar con los del otro, hasta que el argumento se hiciera evidente por la verdad que contenía.

      Pero la palabra, que es capaz de acompañarnos a grandes profundidades de razonamiento, solo se puede desarrollar de forma lineal. La palabra necesita tiempo para transmitir el pensamiento y exige más esfuerzo cuando trata las emociones. Por eso la acompañamos con la expresión y el gesto.

      Solo se pueden decir las cosas manteniendo un orden y una secuencia. Es más fácil transmitir contenidos complejos o contradictorios dentro de un discurso, porque siempre nos vemos obligados a elegir qué decir primero, qué queremos destacar, qué es central y qué no lo es para nuestro razonamiento. La tesis y la antítesis no se pueden expresar más que en forma de secuencia, y un razonamiento complejo solo se puede comprender cuando ha terminado.

      Esta limitación de la palabra es, al mismo tiempo, la razón de su fuerza, porque precisamente esta lentitud, esta necesidad de elegir, esta necesidad inevitable de encontrar un orden y una secuencia sirven como guía para profundizar en el pensamiento, hacen que este sea posible y lo estructuran.

      Pero la lentitud, hoy en día, es un elemento problemático: vivimos en un tiempo de velocidad e impaciencia, porque el uso de las máquinas ha hecho increíblemente veloz una gran cantidad de operaciones que antes eran lentas. Nos predisponen a la rapidez, y la reclamamos en todo caso. Así el lenguaje, que necesita tiempo para poder ser dicho y entendido, cae progresivamente en desgracia, aunque parezca lo contrario: en efecto, asistimos a un gran ruido de palabras, pero el lenguaje ya no es el vehículo privilegiado de lo que creemos y pensamos, ya no es lo que más contribuye a crear opiniones y construir un consenso en torno a ellas.

      Observemos con atención un debate televisivo. Entre dos contendientes, quien se lleva la mejor parte muchas veces no es el más lógico, el más coherente en el razonamiento, el más documentado, sino el más simpático, el que tiene capacidad de transmitir imágenes más fuertes, o todavía mejor: el que es capaz de hacer referencia con mayor convicción a elementos emotivos que hagan resonar en nosotros las cuerdas de la afectividad, más que las del pensamiento. Por este motivo tienen tanto impacto los relatos de casos personales, que muchas veces se usan intencionada e incorrectamente para avalar tesis complejas y de carácter general. Un eslogan bien acuñado tiene una eficacia muy superior que un razonamiento profundo pero complejo, y tiende a fijarse sólidamente en nosotros, sobre todo cuando va acompañado por un adecuado adorno emotivo.

      Todos sabemos que la nuestra es la civilización de la imagen, y lo aceptamos. Pero tal vez no hemos reflexionado con suficiente profundidad sobre el significado de vivir de imágenes, y sobre las consecuencias que tiene en nuestras vidas esta full immersion en el mundo visual.

      La principal característica de las imágenes es su capacidad de transmitir de una forma sintética y, por tanto, rapidísima, una gran cantidad de informaciones, significados y emociones, sin plantear siquiera el problema de darles un orden o una prioridad. Explicar una cosa por medio de la palabra requiere tiempo y paciencia por partes de quien procura explicarse y por quien escucha. Las cosas solo se pueden decir de una en una, según un cierto orden. El lenguaje solo permite transmitir la complejidad siguiendo una línea ordenada de informaciones sucesivas.

      En cambio, mediante el uso de las imágenes, es posible ver contenidos entre sí contradictorios; se pueden expresar simultáneamente,