Mariolina Ceriotti Migliarese

La pareja imperfecta


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del otro, amarlo físicamente, no significa por sí mismo llegar a una verdadera relación con su ser carne. Amar al otro en la carne es un objetivo que incluye realidades muy distintas: para entenderlo es necesario hablar de sexo, de cuerpo, de la confrontación con el límite y la imperfección propia del otro, de la dificultad de perdonar, el modo de mantener y madurar la propia identidad mientras se construye una identidad compartida. Amar al otro en la carne requiere, en primer lugar, un aprendizaje de amor concreto hacia la propia carne y hacia sí mismo, a partir del cuerpo.

      En este punto, es importante reflexionar sobre cómo se vive y se representa el cuerpo en el actual contexto cultural, cuál es su valor, cuál es su importancia, y su peso en la construcción de la identidad de cada uno.

      A primera vista, el cuerpo se presenta como un protagonista indiscutido de nuestra época, que le dedica un tiempo y una atención totalmente especial y que parece manifestar un gran amor hacia él: nunca como hoy el hombre y la mujer se han ocupado y preocupado tanto por su físico, cuidando de su salud y de su belleza.

      Pero, más allá de la apariencia, es imposible pasar por alto que todo este afán que rodea al cuerpo esconde un malestar inédito. Es como si el mundo actual sintiese hacia el cuerpo real cierto fastidio y extrañeza, nuevos en la historia humana. El cuerpo amado, cuidado, acariciado, deseado, es, en realidad, un cuerpo idealizado, meramente virtual y muy distinto del cuerpo real que tenemos cada uno de nosotros: un cuerpo con sus defectos, sus olores, su vulnerabilidad extrema, que nos recuerda, de forma tan abierta, el paso del tiempo y la escandalosa presencia de la muerte.

      El cuerpo que deseamos tendría que ser inoloro, incoloro, insípido. El cuerpo verdadero resulta vergonzoso, y hacemos muchos esfuerzos por neutralizarlo, para no pasar por esa vergüenza. Lo llevamos como un vestido, en lugar de habitar en él y vivirlo.

      Parece que ya nadie es capaz de amar el cuerpo que tiene, el cuerpo que es, y de cuidar de él de una forma buena.

      ¿Pero qué es el cuerpo para cada uno de nosotros? ¿«Somos» nuestro cuerpo o «tenemos» nuestro cuerpo?

      Me gustaría reflexionar sobre esto desde el relato breve de una historia, parecida a muchas otras que encuentro en mi trabajo.

      Chiara aún no ha cumplido 18 años. Es hija de una familia de la burguesía acomodada. Su madre viene a hablar conmigo, preocupada sobre todo por las dificultades escolares de la última temporada, y por el riesgo de que pierda el curso. Chiara tiene un carácter fuerte, voluntarioso, y tiene enfrentamientos con su madre, frecuentes y hasta violentos, sobre problemas poco relevantes a primera vista, como el desorden o el escaso cuidado de sí misma y de los regalos de sus padres, que a veces son valiosos.

      Solo al final de la conversación la madre menciona ciertas fijaciones alimentarias recientes: desde que nació, Chiara era más bien gordita, y su madre siempre le ha controlado en la comida. La señora valora mucho la capacidad de autocontrol. Por eso, el estilo voraz de Chiara con la comida y en general, con la vida, siempre le ha molestado, y le ha alejado de ella física y afectivamente.

      La chica que entra en mi despacho es muy exuberante. Lo primero que afirma de sí misma es: «Soy una persona con muchas pasiones». Enseguida añade: «Estoy mal, siento una vergüenza continua con mi cuerpo. No me gusto, mi cuerpo es demasiado molesto. Detesto la apatía, quiero emociones fuertes, aunque sean dolorosas. Mi cuerpo gusta a los hombres, y lo sé. Puedo tenerlos cuando quiera».

      El relato de Chiara es como un río desbocado, y pone de manifiesto un cuadro dramático. El problema escolar, que parece preocupar tanto a los padres, en realidad tiene una relevancia modesta: la chica que conozco es inteligente, pero está confundida y desesperada, que lucha con una gestión de su cuerpo muy peligrosa. Al problema alimentario, sin duda mucho más importante de lo que sospecha la madre, se suma un comportamiento promiscuo intenso en el que Chiara usa su cuerpo como cebo para capturar al mundo masculino. Me dice: «Casi todos los chicos quieren una puta. ¿Y qué hay de malo si me divierto? Me adapto a mi físico de pornodiva».

      Sin que lo sepan sus padres, Chiara ha cubierto de piercings sus partes íntimas. Me dice: «Me puse el primero para oponerme a mis padres, los demás porque me gustan. ¡Con mi cuerpo hago lo que quiero!».

      Ciertamente, se trata de una situación muy compleja, pero me impresiona el hecho de que, a pesar de todo, los ojos de Chiara son limpios, igual que su preciosa sonrisa. Tengo la sensación de que la parte más auténtica de ella está en otro lugar, lejos del cuerpo, recluida en un rincón secreto e inaccesible, como una especie de virginidad inesperada. Chiara no es su cuerpo: ella está en otro lugar, de alguna forma extraña todavía intacta, a pesar de todo, porque nadie la ha conocido nunca realmente, empezando por sus padres.

      Aunque esta situación pueda parecer demasiado dramática, tiene muchos elementos que nos ayudarán a reflexionar.

      Desde el nacimiento y durante toda la infancia, el cuerpo es para el niño una expresión clara de su propia identidad. Entre el nacimiento y la pubertad, nos experimentamos a nosotros mismos como criaturas psicosomáticas, y el cuerpo y la mente experimentan la realidad de una manera sinérgica. Como dice C. Risé, «tus sentidos son los primeros que te dicen lo que tienes y lo que puedes hacer»: los sentidos del niño comprenden las primeras nociones sobre el propio yo por la forma en que el adulto le toca y le asiste, por el sonido de su voz, por la mirada que recibe.

      El niño construye la imagen de sí mismo integrando estímulos: los que le vienen del interior, por las experiencias sensoriales y sensomotoras; y los que recibe del mundo externo, en las imágenes que le transmiten los adultos que cuidan de él. Ser amado, cuidado y mimado le transmiten la sensación tranquilizadora de tener un valor.

      En comparación con el pasado, y en términos generales, los niños de hoy gozan de más cuidados y atenciones. Pero tales atenciones tienden a depender más de un enfoque narcisista. Con frecuencia, el niño percibe que al adulto le importa mucho su aspecto físico y que se complace en su belleza. Además, actualmente, en nuestro mundo occidental, casi todos los niños son guapos: bien nutridos, cuidados, bien vestidos; dan al adulto que los cuida una fuerte satisfacción narcisista. El aprecio del adulto se vuelve sobre el niño que lo ha suscitado, como percepción de preciosidad y valor de un cuerpo que forma una sola cosa con el sentido del yo. En el caso de Chiara, la desilusión narcisista de la madre ante una niña tan distinta de la feminidad graciosa que ella había deseado ha supuesto, sin duda, un punto de partida difícil para la identificación con el Yo corpóreo.

      ¿Qué sucede con la pubertad? Con el comienzo de la tempestad hormonal, el cuerpo perfecto del niño, tan apreciado por los adultos, empieza a transformarse en el cuerpo siempre imperfecto del adolescente. Pasa por una modificación ineludible que escapa al control y desanima. La armonía anterior cede el puesto a desarmonías inevitables: la piel antes lisa puede verse recubierta de acné; el seno, los laterales, la musculatura asisten a un desarrollo imprevisible y no siempre deseado. Nadie puede decidir, por ejemplo, cuál va a ser su altura o la forma que va a tener la nariz. En los niños siempre está proporcionada, y en el rostro de los adolescentes siempre está fuera de lugar.

      En cierto sentido, no hay nada nuevo respecto al pasado: nunca ha sido fácil tomar confianza con un cuerpo que se transforma tan radicalmente, aceptar el tener que individualizarse en un cuerpo específico y solo en ese, tan distante a veces del cuerpo deseado.

      Pero lo que hace que hoy en día las cosas sean más problemáticas es un cambio preocupante que se ha producido en la actitud del mundo adulto. Los adultos ya no son capaces de presidir de modo tranquilizador este paso del crecimiento, dando testimonio a los chicos de la belleza de la normalidad del cuerpo en la infinita variedad de sus formas. Faltan adultos capaces de decir con su propia actitud: es bonito ser como eres, alto o bajo, rubio o moreno, ligero o más ancho. Tu belleza no se pesa ni se mide, porque nace de la luz que llevas dentro cuando piensas, cuando vives, cuando tienes pasiones, cuando te gastas en las cosas en las que crees, y esta belleza es lo único que puede crecer continuamente sin morir.

      Los adultos de hoy, en cambio, se empeñan en tener y mantener cuerpos perfectos, según los cánones que designan la perfección y la codifican de una forma rígida, exclusiva, desesperante. Queda fuera de discusión la posibilidad