Joseph Ratzinger

Cooperadores de la verdad


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el entrelazamiento de la verdad y el amor, de la fe personal y la catolicidad de la Iglesia; mas, al propio tiempo, la coordenación entre quienes se hallan revestidos de autoridad y fieles, entre quienes, en sus diferentes funciones, llevan solidariamente la carga y la gracia del Evangelio.

      Una fórmula de amplitud y profundidad tales tiene la doble posibilidad de ser utilizada de diversas maneras y de expresar, desde distintos lados, algo siempre nuevo. Para mí se ha convertido en una perífrasis de lo que constituye la tarea del obispo: el obispo —especialmente él— es también «ca-operador», es decir, no interviene en nombre propio, sino que está enteramente determinado por el «con»: sólo cuando obra «con» Cristo y «con» toda la Iglesia creyente de cualquier tiempo y lugar hace lo que tiene que hacer. Su misión no es construirse una comunidad, sino levantar la Iglesia de Cristo. Esto quiere decir que tiene que conducir a Aquel que es el camino precisamente porque es la verdad (Ioh 14,6). El amor al que nos quiere llevar la fe es realmente esperanza y salvación para los hombres, ya que viene de la verdad y lleva a la verdad. La mera comunidad sin verdad sería sólo un analgésico, no la curación. En la palabra insondable de los «cooperadores de la verdad» lo decisivo es la conexión de verdad y amor.

      Confío en que este libro pueda ser una decidida cooperación con la verdad. La obra solicita su hospitalidad, su reflexión y fe compartidas: quisiera abrir ventanas por las que pudiéramos dirigir nuestra mirada a la verdad del Evangelio. También quisiera despertar valor para la cooperación y servir de ayuda para el amor que el Señor nos ha encomendado como su nuevo mandamiento (Ioh 13,34).

      Agradezco sinceramente a la hermana Irene Grassl la paciencia y el esfuerzo que ha derrochado para reunir las piezas de una pluralidad de obras dispersas que puedan servir para formar un breviario como el presente. ¡Ojalá que su esfuerzo dé fruto y ayude a muchos lectores a aprender de nuevo, día tras día, a ser cristianos!

      ENERO

      1.1.

      En el umbral del nuevo año la Iglesia pone estas palabras de la Epístola a los Gálatas: sois hijos en los que el Espíritu grita ¡Abba! La Iglesia nos presenta este pasaje como una palabra de confianza, que nos debe ayudar a entrar sin temor en un futuro cuyo rumbo no podemos conocer. El pasaje siguiente quiere también dar escolta a lo porvenir: por ser hijos somos libres, y por ser hijos somos también herederos. Con ello se debe revelar el contenido último de nuestro futuro: como herederos de Dios seremos señores del universo. De antemano no es posible, verdaderamente, decirle más al hombre. Con todo, nos será difícil hacer nuestra la esperanza de este texto: nos falta la ingenuidad que nos haría pronunciar Abba. Sí, en nosotros hay una resistencia a decir «padre» que nace de nuestro deseo de mayoría de edad. El padre no nos parece ya, como a Pablo, el garante de la libertad, sino la oposición a ella. Sólo vale el compañero, el padre nos evoca «dominio». Marchamos en la misma dirección que el hijo menor, que hace que se le pague su herencia y no quiere saber nada más de su padre, sino sólo del futuro que él mismo se labre. Así pues, un solo texto, un pequeño texto, el saludo del año nuevo que la Iglesia nos dirige puede revelar el esfuerzo que entraña ser cristiano hoy día. Para muchos es disparatado lo que a nosotros nos parece natural, se pide una inversión de la marcha. Pese a todo, si tenemos valor para mantenernos firmes, no será difícil entenderlo. Quien sólo se ocupa de sí mismo no puede descubrir, en el fondo, más que su debilidad: no puede ser más que un robot en un universo dominador y en una sociedad que lo planifica de forma prepotente. Quien puede decir «padre» al Señor de todo tiene, efectivamente, fundamento para la confianza. A él pertenece el futuro. ¿Por qué no habría de semos posible vivir en nuestro tiempo la fuerza contagiosa de esta confianza?

      2.1.

      E1 hombre necesita un ritmo, y es el año el que se lo da: y ello ya desde la creación, y, posteriormente, por medio de la historia que la fe presenta en el transcurso del año. «Todo tiene su momento y todo cuanto se hace debajo del sol tiene su tiempo. Hay tiempo de nacer y tiempo de morir; tiempo de plantar y tiempo de arrancar lo plantado... tiempo de llorar y tiempo de reír; tiempo de lamentarse y tiempo de danzar» (Eclesiastés 3,l y ss.). Según eso, ahora estamos interesados en el año eclesiástico, que permite al hombre medir la historia entera de la salvación con el ritmo de la creación, ordenando y limpiando de ese modo la multiplicidad caótica de nuestro ser. En el año eclesiástico importa ante todo pasar revista de nuevo a la magna historia de los recuerdos, despertar la memoria del corazón y aprender así a ver la estrella de la esperanza. Todas las fiestas del año eclesiástico son acontecimientos del recuerdo y, por lo mismo, sucesos de la esperanza. Los grandes recuerdos de la humanidad, que custodia y abre el año de la fe, deben convertirse merced a la configuración de los tiempos sagrados por la liturgia y los usos de los pueblos en recuerdos personales de la propia historia de la vida. Los recuerdos personales se alimentan de los magnos recuerdos de la humanidad; los grandes recuerdos se conservan exclusivamente merced a su traducción en el ámbito de lo personal. El que los hombres puedan creer es algo que, sin excepción alguna, depende también de que la fe se torne una realidad amada en el curso de sus vidas, de que la humanidad de Dios se manifieste a través de la humanidad del hombre. No hay duda de que cada uno de nosotros podría contar su propia historia de lo que para su vida significan los recuerdos de las fiestas navideñas, pascuales o cualquiera otra.

      3.1.

      «Cuando eras joven te ceñías tú mismo y te ibas a donde querías. Cuando seas viejo extenderás tus manos y otro te ceñirá y te llevará adonde no quieres.» Apacentar significa amar, y amar significa, como se verá, disposición para sufrir, pues sin la purificación del dolor, sin la resignación y la humildad que otorga no puede haber amor. Por eso, quien busca un puesto en la Iglesia debe saber que se declara dispuesto para más cruz, pues la verdadera función pastoral de Jesucristo, por cuya virtud ha fundado la Iglesia y la mantiene sin cesar, es su cruz, de la que provienen la sangre y el agua, los Santos Sacramentos y la gracia de la vida para todos nosot ros. Querer eliminar el sufrimiento significa negar el amor, y negar el amor significa renegar de Cristo. La lucha contra el dragón no puede acabar sin heridas. Lo que el Señor dice en las bienaventuranzas es válido para cualquier época: «bienaventurado el que es insultado, bienaventurados los humildes, bienaventurados los que trabajan por la paz». Y también esto otro vale para siempre: donde está el Señor, allí debe estar también su siervo. Pero el lugar d I maestro fue, al final, la cruz, y un pastor que sólo quisiera recoger aplauso, que sólo obrara a medida del querer general, no estaría a buen seguro donde está el Maestro. «De buen grado quiero ser útil para vuestras almas y dejarme consumir por ellas», con esta sentencia ha glosado el Apóstol Pablo su propio ethos e ilustrado auténticamente el ethos del pastor de cualquier tiempo. Apacentar significa, pues, ir delante. Por eso, significa también separar uno de otro camino y rodeo. Significa ofrecer resistencia a aquella forma falsa de libertad que la entiende como salirse del camino para caer en lo intransitable, huir de la verdad para caer en lo vano, de la vida para caer en lo particular y hecho por uno mismo, siendo así que eso no es más que servicio de la muerte. Marchar al frente de semejante modo significa también mantenerse unidos, mantenerse en la unidad que es vida, en la unidad con Pedro, de la que sabemos que es la unidad querida por Cristo.

      4.1.

      Ante el nuevo año sentimos la misma discrepancia de sentimientos que ante el viejo. Hay en él la preciosidad de un comienzo nuevo, su esperanza, sus posibilidades inexploradas. «A todo comienzo le es inherente un encanto que nos protege y nos ayuda a vivir», hace decir Hermann Hesse al campeón de su juego de las perlas falsas en el momento en que, a edad avanzada, se escapa del mundo del juego intelectual al que está acostumbrado para sentir de nuevo lo prometedor, excitante y grandioso del nuevo camino. Mas, al propio tiempo, hay también en el año nuevo un elemento intranquilizador propio del futuro, cuyos caminos desconocemos, así como una continua disminución de nuestra parte de futuro. ¿Qué se debe decir como cristiano en el momento del tránsito? Ante todo, hacer lo genuinamente humano a que ese momento nos insta: aprovechar el momento de reflexión para ganar distancia, visión panorámica, libertad interior y disposición paciente para seguir adelante. Un viejo filósofo pensó hace ya tiempo que el hombre se distingue esencialmente del animal porque con su cabeza emerge, por así decir, del agua del tiempo. Los animales serían como peces flotando