Joseph Ratzinger

Cooperadores de la verdad


Скачать книгу

grupos de textos que nacieron en la región de Antioquía alrededor del año 100. ¿Cómo se puede comprender que los cristianos hicieran suyo ese nombre que para ellos suponía, literalmente, arriesgar la vida? Más aún, ¿cómo se puede entender que incluso estuvieran orgullosos de él? De hecho, esa coherencia ha permanecido como actitud auténtica del cristiano, a lo largo de toda la historia. Hoy lo es más que nunca. Pensemos, por ejemplo, en los mártires que en los años veinte y treinta derramaron en México su sangre por Cristo, o en los mártires del tercer Reich Edith Stein o Maximilian Kolbe, por citar sólo dos nombres entre muchos posibles. Aceptar el calificativo «cristiano» es declararse dispuesto al martirio: expresa la disposición a morir por la fe. Cristiano y mártir significan en realidad lo mismo. Cuando se nos llama cristianos, se está incluyendo tácitamente en ello que nos declaramos dispuestos al martirio.

      15.1.

      Si nos confiamos a la visión de Jesús y creemos en su palabra, no quedaremos sumidos nunca en completa oscuridad. El mensaje de Cristo responde a una esperanza íntima de nuestro corazón: se corresponde con una luz interior de nuestro ser que se expande buscando la verdad de Dios. En principio somos, sin duda alguna, creyentes «de segunda mano». Al decir que «la luz de la fe nos hace ver», Tomás de Aquino caracteriza acertadamente la fe como un proceso, como un camino interior. En el Evangelio de San Juan, por ejemplo en la historia de Jesús y la Samaritana, se alude repetidamente a este proceso. La mujer cuenta lo que le ha ocurrido con Jesús, que en Él ha reconocido al Mesías, al salvador que señala el camino hacia Dios e indica el conocimiento que da vida. El que sea precisamente esta mujer la que lo dice hace que sus conciudadanos presten atención. Creen en Jesús «por las palabras de la mujer», de segunda mano. Mas, precisamente por eso, invitan a Jesús a que se quede con ellos, entrando así en diálogo con Él. Al final pueden decir a la mujer: ya no creemos por tu palabra, ahora sabemos que es verdaderamente el Salvador del mundo (Ioh 4,42). En el encuentro vivo la fe se ha tornado conocimiento, «saber». Alguien podría, sin duda, engañarse e imaginarse el camino de la fe sencillamente como un proceso rectilíneo de progreso. Dado que el progreso es algo estrechamente conectado con la vida, que se mueve entre múltiples vicisitudes, hay también retrocesos que obligan a un nuevo comienzo. Cada edad debe descubrir su propia madurez, mas también puede hundirse en la inmadurez que le es característica. Mas, con todo, podemos decir que en la vida de la fe crece también una cierta evidencia genuinamente suya, y que Jesús es de hecho el Salvador del mundo.

      16.1.

      «Pues nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido, ¿qué tendremos?» (Mt 19,27). Tal vez esperáramos que el Señor censurara la medrosidad, la falta de fe y el egoísmo mal disimulado que resuena en estas palabras. Pero no es ése el caso. La pregunta acerca del para qué de todo es considerada por el Señor como totalmente justificada. «En verdad os digo que no hay nadie que, habiendo dejado casa, hermanos o hermanas, o madre o padre, o hijos o campos, por mí y por el Evangelio, no reciba en esta vida cien veces más en casas, hermanos, hermanas, madre s, hijos y campos, con persecuciones; y, en el siglo venidero, la vida eterna» (Mc 10,29 y ss.). ¿Dónde está lo asombroso de esta respuesta? El Señor no remite solamente el premio del más allá. Además, dice algo muy audaz, casi increíble: esta vida vuestra permanecerá siempre bajo el signo de persecuciones; será una vida muy humana con tribulaciones y necesidades. Mas nuestra recompensa no queda simplemente aplazada hasta el más allá. Ya ahora recibiréis ciento por uno. «Dios da ya en esta vida ciento por uno», así ha resumido Santa Teresa de Ávila el contenido de esas palabras de Jesús. De cada cosa que dejemos por Él brota en la respuesta una recompensa multiplicada. Dios es generoso, no se deja aventajar por nosotros en generosidad.

      17.1.

      18.1.

      El Señor nos brinda lo que nosotros no podemos hacer. Pero no nos conduce a inactividad; la paz del Señor exige que nos acerquemos al credo de Cristo. ¿Qué consideraría Jesús correcto y bueno, si hoy día se presentara visiblemente entre nosotros como en otro tiempo se presentó ante los discípulos? Probablemente la mayoría de nosotros se sentiría incomodado con su presencia, pues Jesús hallaría mucha indiferencia y excesiva tibieza, un cristianismo confortable y temeroso que oculta hábilmente su temor ante el mundo bajo grandes y doctas palabras. Encontraría también una Iglesia enzarzada en polémicas. Hallaría, de un lado, la autosuficiencia que se construye un cristianismo a su gusto y, de otro, la terquedad y falta de amor de quienes se consideran los únicos cristianos auténticos y, por lo mismo, se colocan frente a la unidad del Cuerpo de Cristo. Acerca de este asunto deberíamos protegernos también contra un posible error. No hay que confundir la invitación a la paz de Cristo con el deseo de un tipo de mansedumbre que en realidad es pura debilidad, una mansedumbre que quisiera protegerse frente a la contrariedad que surge cuando se lucha abiertamente por una convicción. Por eso, la exigencia de unidad en la Iglesia no significa tampoco que debamos admitirlo todo. La mera contigüidad no es forma alguna de unidad, sino una desviación de ella. El lema «sed amables unos con otros» no es, ciertamente, algo que haya que menospreciar, pero no alcanza la altura del Evangelio, puesto que nos ahorra el esfuerzo que supone ponerse en camino hacia la verdad como modo genuino de reunirnos verdaderamente los unos con los otros.

      19.1.

      Según la concepción católica, la Iglesia se manifiesta únicamente como comunidad de quienes comulgan en el cuerpo y la palabra del Señor. Ambas formas de comunidad, la de la comunión y la de la palabra, existen sólo en unidad con los testigos. Es preciso decir también, no obstante, que una comprensión semejante de la Iglesia no puede ni debe suponer negar la presencia de Cristo y de lo cristiano en los cristianos separados. Por un lado, se podría decir resueltamente que la Iglesia es la comunidad de comunión bajo la presidencia del Obispo de Roma, que ejerce la función de primer testigo instituida por el Señor, que como tal es visible y única con límites que se pueden especificar claramente. Mas, por otro, la teología católica tiene que decir también, con más claridad que hasta ahora, que allí donde tiene lugar la presencia efectiva de la palabra fuera de sus límites está presente también de algún modo la «Iglesia» y, además, que los límites de la eficacia del Espíritu Santo no coinciden con los de la Iglesia visible. La razón de ello está, por un lado, en que el Espíritu, la gracia, por cuyo pleno gobierna vela la Iglesia, falta a veces en los hombres de la Iglesia y, por otro, en que el espíritu puede ser eficaz también en los que se hallan fuera de ella. Sería necio y equivocado,