Joseph Ratzinger

Cooperadores de la verdad


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el año, sobre todo en el medio rural: la festividad de la Candelaria. Se trata de una celebración en la que confluyen diversas corrientes históricas, de ahí que luzca con diferentes colores. Su motivo más inmediato es el recuerdo del día en que María y José llevaron a Jesús al templo, 40 días después de su nacimiento, para hacer la ofrenda prescrita de la purificación. La liturgia ha entresacado, sobre todo a partir de la escena descrita por San Lucas, un rasgo característico suyo: el encuentro entre el niño Jesús y el anciano Simeón. Ésa es la razón por la que en el ámbito de habla griega la fiesta conserva el nombre Hypapanti, encuentro. Este encuentro entre el niño y el anciano representa para la Iglesia la concurrencia del mundo pagano, a punto de extinguirse, y el nuevo comienzo en Cristo, del período en trance de extinción de la Antigua Alianza y el tiempo nuevo de la Iglesia de los pueblos. Con ese hecho se expresa algo más decisivo que el ciclo eterno de nacer y morir, algo más determinante que el consuelo de que a la desaparición de una generación haya de seguir una nueva con ideas y esperanzas distintas. Si sólo fuera alguna de estas cosas, el Niño no sería esperanza para Simeón, sino sólo para sí mismo. Y, sin embargo, es mucho más: es esperanza para todos, puesto que es un género de esperanza que se extiende más allá de la muerte. Con ello tocamos el segundo punto esencial que la liturgia ha conferido a este día. La liturgia se refiere a las palabras de Simeón, quien llama al Niño Jesús «luz para la iluminación de los gentiles». En referencia a esa expresión el día se configura como una fiesta de las candelas. Su tibia luz debe ser expresión patente de la luz excelsa que parte de la figura de Jesús e ilumina todas las épocas.

      3.2.

      Desde hace ya tiempo vengo reflexionando frecuentemente sobre el significado de estas palabras que la Biblia repite con insistencia: «el temor de Dios es el principio de la sabiduría». A pesar de ello, desde hace algún tiempo me resulta extremadamente difícil penetrar en el sentido de esa proposición. Mas ahora, cambiando su significado, comienzo a entenderla de un modo tan preciso que creo tocar su verdad directamente con las manos. Lo que sucede ante nuestros ojos de manera tan manifiesta se puede explicar con estas palabras: el temor del hombre, es decir, el fin del temor de Dios, es el comienzo de toda necedad. En nuestros días el temor de Dios ha desaparecido prácticamente del catálogo de las virtudes, sobre todo desde que la imagen de Dios ha quedado sujeta a las leyes de la publicidad. Para tener efecto publicitario, Dios debe ser presentado de una manera enteramente distinta, de forma que nadie pueda sentir en modo alguno temor ante Él. Según la imagen referida, eso sería lo último que debería aparecer en nuestra representación de Dios. De ese modo se extiende cada vez más en nuestra sociedad y en medio de la Iglesia aquella inversión de valores que fue la auténtica enfermedad de la historia precristiana de la religión. También en esa época se extendió la opinión de que no es preciso temer al buen Dios, pues de Él, como ser infinitamente bueno, sólo puede venir el bien. En ese sentido hemos de estar completamente tranquilos: sólo debemos guardarnos de los poderes malignos. Ellos son los únicos peligrosos, de ahí que debamos intentar a toda costa estar a buenas con ellos. Según esta máxima, debemos buscar la esencia de la idolatría en la apostasía del culto divino. Como es obvio, nos hallamos en medio de una idolatría como la referida. El buen Dios no nos causará daño en ningún caso. Sólo hace falta depositar en Él un cierto género de confianza originaria. Sin embargo, es preciso intentar estar a buenas con los poderes malignos que existen a nuestro alrededor. Y así, los hombres, dentro y fuera de la Iglesia, los prominentes y los que carecen de relevancia, no obran ya con la mirada puesta en Dios y sus designios, que carecen de importancia, sino en los poderes humanos, para ir por el mundo medianamente felices. Ya no actúan por el ser o la verdad, sino por la apariencia, es decir, por lo que se piensa de nosotros y por la imagen que damos a los demás. La dictadura de la apariencia, que existe también en la Iglesia, es la idolatría de nuestra época. El temor del hombre es el comienzo de toda necedad. Se trata de una torpeza que domina invariablemente allí donde ha desaparecido el temor de Dios.

      4.2.

      «Al principio era el Verbo.» Esta antiquísima y venerable proposición, que hemos oído tan frecuentemente, ha dejado de parecer evidente en nuestros días. Ya Goethe hace decir a Fausto: «es esta traducción tan difícil que tendré que darle otro sentido, si el espíritu me ilumina». Al final traduce de este modo: «al comienzo era la acción». Los físicos nos dicen que al principio fue la explosión originaria. Ahora bien, si nos paramos a reflexionar, llegamos a la conclusión de que, en última instancia, nada de todo ello es suficiente. Así pues, volvemos al «Verbo» bíblico. Para entenderlo, es preciso leer la frase entera. Dice así: «al principio era el Verbo, y el Verbo estaba en Dios, y el Verbo era Dios». Esta profunda sentencia quiere decir, pues, que al comienzo era Dios, que Dios es el comienzo, que Dios es el principio. Las cosas proceden del Espíritu Creador, del Dios Creador. Y cuando a Dios se le llama «el Verbo» se quiere decir que al principio existía un Dios que es pensamiento. Al comienzo era el pensamiento creador. Él ha llamado al mundo a la existencia. El pensamiento es, por así decir, el suelo firme que soporta el universo, el fundamento del que procedemos, en el que estamos y en el que podemos confiar. Con todo, cuando la Biblia dice que al principio era el Verbo, afirma algo más. El Verbo no es pensamiento como lo es una complicada idea matemática que señorea de algún modo sobre el universo permaneciendo intangible y sorda a nuestras súplicas, sino que este Dios, que es verdad, espíritu y pensamiento, es Verbo, es decir, es también auxilio: es siempre comienzo novedoso. Por consiguiente, es también esperanza y camino nuevo para nosotros.

      5.2.

      En las Sagradas Escrituras encontramos este memorable pasaje: «como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así es preciso que sea levantado el Hijo del Hombre, para que todo el que crea tenga vida eterna en él» (Ioh 3,14). La historia que resuena en estas palabras nos lleva no sólo desde el presente hasta el momento de la cruz, y desde aquí a la travesía del desierto por el pueblo de Israel, sino que retrocede hasta el árbol del Paraíso. De él pendía la serpiente que ofuscó al hombre con su lógica fascinadora, hasta el punto de que, al final, no pudo ver ya más la bondad de Dios. Desde ese momento empezó a percibirlo como amenazante, como peligroso y como una carga. Por lo mismo, comenzó a no poder percibir la verdad, convirtiéndose la mentira para él en algo tentador y convincente. Deslumbrado por la falsa claridad de esta lógica, el hombre dejó de plantearse la pregunta sobre lo bueno y verdadero en sí mismo, inquiriendo sólo por lo que podría tener y por lo que se podría procurar para sí propio. Al ser confundido por la mentira subyugadora de la serpiente, el hombre dejó de ver a Dios y dejó de verse a sí mismo, alejándose así, por más que soñara haberse apoderado de ella, de la vida verdadera: se quedó ciego y vacío. Contra el poder de la mentira, que atrapa al hombre y ya no lo deja vivir, Dios ha plantado el árbol nuevo con el vencedor de la serpiente: Cristo, que está clavado en la cruz para que nosotros aprendamos de nuevo a ver rectamente. Quien mira al Crucificado ve lo que es el amor. Quien mira al Crucificado percibe que es contemplado por el amor. Eso le descubre la verdad: ser contemplado por el amor y por la bondad de Dios le hace vivir.

      6.2.

      El hombre ha sido creado a imagen y semejanza de Dios (cfr. Génesis 1.26 y ss.). En Él se tocan el cielo y la tierra. Con el hombre, Dios se incorpora a su creación. El hombre es creación directa de Dios: es llamado por Él. La palabra de Dios del Antiguo Testamento vale para cada hombre en particular: «Yo te llamo por tu nombre, tú eres mío». Cada hombre es conocido y amado por Dios, querido por Él, pues todos son imagen suya. La más grande y profunda unidad del género humano reside en que todos nosotros —cada hombre— realiza el plan único de Dios, tiene su origen en la idea creadora de Dios. En ese sentido dice la Biblia que quien maltrata al hombre atenta contra la propiedad de Dios (Génesis 9,5). La vida se halla bajo la especial protección de Dios, porque cada hombre, pobre o encumbrado en las alturas, enfermo y afligido, inútil o valioso, nacido o no nacido, incurablemente enfermo o rebosante de vida, lleva en sí el aliento divino, es imagen de Dios. Ése es el fundamento más profundo de la inviolabilidad de la dignidad humana, sobre el que, por lo de más, descansa en última instancia toda civilización. Cuando el hombre deja de ser estimado como ser que se halla bajo la protección de Dios, que lleva en sí el aliento divino, empieza a ser considerado por su utilidad: en ese momento aparece la barbarie que pisotea la dignidad del hombre. Y, a la inversa: cuando el hombre es reconocido como