Joseph Ratzinger

Cooperadores de la verdad


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seguir desempeñando una función positiva si se subordinan a aquella razón que, sin dejar de ser verdadera razón, percibe más de lo que la física es capaz de demostrar y la técnica de hacer. Cuando se excluye la razón de que venimos hablando, el mero entendimiento se convierte en tiranía de la irracionalidad.

      11.2.

      Los médicos suelen decir que apenas se dan ya aquellas tempranas neurosis que surgían como consecuencia de una educación demasiado estricta. En cambio, la falta de orientación interior y exterior del hombre provocada por la permisividad general, añade, se ha convertido en la causa principal de neurosis. Es enteramente cierto que el hombre se convierte en un ser enfermo cuando no sabe quién es ni hacia dónde debe ir con su vida. Esta otra constatación de la medicina es también importante: la permisividad y la hostilidad a los niños son expresión de la misma íntima actitud ante la vida. Ambas expresan una actitud que no está dispuesta a sacrificarse por los demás, es decir, un narcisismo mortífero y un amor a sí mismo que empequeñece y empobrece cada vez más al hombre. El empobrecimiento del ser humano es tanto mayor cuanto más compulsivamente quiere defender su vida pequeña y exigir todo de ella sin renunciar a nada. La permisividad no es expresión de generosidad, sino una forma de egoísmo que priva a los demás de lo decisivo: del don del amor que sólo la vida puede enseñar. Por eso, no puedo por menos de gritar a los jóvenes: ¡no creáis a los profetas de la permisividad! ¡No confiéis en quienes día tras día venden el hombre convirtiendo su cuerpo en mercancía! ¡No deis crédito a aquellos que caricaturizan la fe y la entienden como jardín de las prohibiciones y la obediencia, como pusilanimidad! ¡No prestéis oídos a quienes ofrecen la comodidad como libertad y la desorientación como felicidad! El hombre tiene derecho a la grandeza. Dios tiene derecho a nuestra grandeza. No creáis a quienes envilecen al hombre. Al final, el hombre se queda desnudo y se avergüenza: no le queda más que ocultarse y negar su existencia vacía.

      12.2.

      ¿Se puede ser fiel cuando no se sabe en absoluto qué deparará el futuro? ¿No es lícito, más aún, no es obligatorio mantenerse abierto ante lo nuevo, ante aquello capaz de cambiar todo lo habido hasta ahora? ¿Se puede confiar para siempre en los demás, cuando no se sabe quién es uno mismo ni quién llegará a ser en el futuro? ¿Es legítimo hacerlo? ¿Se puede tener confianza en el mundo, cuando nadie sabe los sobresaltos —o, en su caso, las nuevas oportunidades— que nos tiene preparados? Éstas son las preguntas con las que de una u otra forma nos topamos en nuestros días. Todas ellas expresan una mala inteligencia de la verdad y una profunda desconfianza hacia ella. Al final, el hombre, incapaz de afirmar su libertad, parece un juguete en manos del destino y sus posibilidades arcanas. Esta actitud estaría justificada, más aún, sería la única posible, si Dios no existiera, pues el futuro, el propio y el del mundo, es de hecho impenetrable. Mas, si Dios existe, estamos autorizados a responder de antemano afirmativamente a todo lo imprevisto como algo incluido en el plan de Dios, vale decir: no hay nada que no esté en manos de Dios. Si Dios existe, la certeza es más fuerte y más grande que la incertidumbre, pues la mayor certidumbre es que Dios subsiste y que su amor es más grande que todos los poderes de la historia. Si Dios existe, conserva todo su valor la afirmación de que ni la muerte ni la vida ni cualquiera otro poder podrá separarnos de Cristo (Epístola a los Romanos 8,38 y ss.). Como quiera que Dios es siempre el mismo, podemos seguir confiados y madurar en nuestra fortaleza. Ésa es la razón por la que de antemano no necesitamos penetrar, como hace Dios, en el futuro, ni precisamos una libertad semejante a la divina para poder tomar decisiones definitivas. Existiendo Dios, sabemos lo esencial y podemos aceptar el camino en el tiempo como si fuera nuestro modo natural de madurar y hacernos libres. Sólo así son posibles la decisión y la fortaleza humana. Sólo si existe Dios, puede el hombre seguir siendo hombre.

      13.2.

      Si reflexionamos sobre lo que para nosotros significa el cuerpo, notaremos que entraña una cierta dualidad. Por un lado, el cuerpo es la frontera que nos separa de los demás. El espacio que ocupa uno de ellos no puede ocuparlo ningún otro. Si estoy en este lugar, no puedo estar a la vez en ningún otro. El cuerpo es, pues, la barrera que nos separa de nosotros mismos, la causa de que seamos de algún modo extraños unos para otros. Nadie puede penetrar en la intimidad del otro. La corporalidad oculta su interioridad, hace que permanezca velada. Ésa es la razón por la que somos extraños incluso para nosotros mismos. Tampoco podemos ver lo más hondo de cada hombre ni descender hasta la profundidad de nuestro ser. De todo ello hay que extraer la siguiente conclusión: el cuerpo es la frontera que nos hace opacos e impenetrables, nos yuxtapone unos a otros y nos impide ver y tocar lo más hondo del alma. Ahora bien, también es obligado extraer esta otra: el cuerpo es también puente. Gracias al cuerpo podemos encontrarnos unos con otros y comunicarnos con la materia común de la creación. Gracias a él nos vemos, nos sentimos y nos aproximamos unos a otros. El porte del cuerpo revela quién es y qué es el otro. En su modo de ver, de mirar, de obrar y de componerse nos vemos a nosotros mismos. El cuerpo nos lleva al otro: es a la vez frontera y comunión.

      14.2.

      Hay un tipo de poder, bien conocido por nosotros, que se opone a Dios y persigue prescindir de su imperio y, a la postre, de él mismo. Su esencia consiste en convertir al otro —y también a lo otro— en objeto, en pura función, y en ponerlo al servicio del propio querer. El otro y lo otro dejan de ser considerados como realidades vivas con sus propios derechos ante cuyo ser genuino he de inclinarme. Ahora son tratados como mera función, al modo de la máquina, como algo muerto. Un poder semejante es en última instancia poder de muerte, que compromete irremisiblemente en su legalidad y en la de lo muerto a quien se sirve de él. La ley que impone quien lo emplea se convierte en la suya propia. Así pues, siguen vigentes al respecto las palabras de Dios a Adán: el día que comieres del árbol de la ciencia del bien y del mal morirás (Génesis 2,17). Así tiene que ser necesariamente cuando el poder se entiende como oposición a la obediencia, pues el hombre no es señor del ser: ni siquiera cuando puede descomponerlo en pedazos, como si fuera una máquina, y recomponerlo de nuevo. Por mucho que a veces sea capaz de hacer tal cosa, el hombre no puede, sin embargo, vivir contra el ser. Cuando se empeña en ello, sucumbe al poder de la mentira, es decir, del no ser, de la apariencia del ser. En última instancia se entrega al poder de la muerte. Ahora bien, el poder de que venimos hablando puede presentarse ciertamente de manera tentadora y presentar una fisonomía convincente. Sus éxitos son exclusivamente triunfos a plazo. Ese tiempo puede tener, no obstante, una larga duración y ser capaz de cegar al hombre que vive en el instante. Con todo, no es el auténtico y verdadero poder. El poder que reside en el ser mismo es más fuerte. Quien está de su parte lo tiene todo a su favor. El poder del ser no es, empero, suyo, sino del creador. Gracias a la fe sabemos que el creador no es sólo la verdad, sino también el amor, y que ninguno de ellos puede separarse del otro. Dios tiene tanto poder en el mundo cuanto tienen la verdad y el amor. Eso podría ser una afirmación en cierto modo melancólica, si todo lo que supiéramos acerca del mundo fuera sólo lo que podemos abarcar en el espacio de nuestra vida y de nuestras experiencias. Mas, vista desde la nueva experiencia que Dios nos ha regalado en Jesucristo, consigo mismo y con el mundo, es una proposición de esperanza triunfal. Ahora podemos incluso invertir su sentido: la verdad y el amor se identifican con el poder de Dios, pues Dios no sólo tiene verdad y amor, sino que es ambas cosas. La verdad y el amor son, pues, el auténtico y definitivo poder en el mundo. En él descansa la esperanza de la Iglesia y de los cristianos. O dicho con mayor precisión: por él la existencia cristiana es esperanza. En este mundo es posible arrebatarle muchas cosas a la Iglesia. También le cabe sufrir graves y dolorosas derrotas. Hay ocasiones, incluso, en las que se aparta de lo que verdaderamente es. Mas nada de eso hace que se extinga. Todo lo contrario: sólo de ese modo aparece lo peculiar de la Iglesia con luz nueva : sólo así recobra fuerzas renovadas. El bote de la Iglesia es el barco de la esperanza. Podemos subir a bordo de él con plena confianza. El Señor del mundo lo gobierna y protege.

      15.2.

      Siempre que la matanza de una vida inocente se considera como un derecho, la justicia se convierte en injusticia. Cuando el derecho a la vida deja de estar protegido, se pone en entredicho el derecho mismo. Decir estas cosas no significa querer imponer la moral cristiana en una sociedad pluralista. Aquí se trata exclusivamente de humanidad, del respeto que el hombre merece por su misma condición humana, que no puede creer sin engañarse