Joseph Ratzinger

Cooperadores de la verdad


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los Corintios 15,44-48; Epístola a los Colosenses 1,15). Todas esas expresiones quieren decir que sólo en Él se da respuesta definitiva a la pregunta ¿qué es el hombre?, que sólo en Él se manifiesta el profundo contenido del proyecto humano. Cristo es el hombre definitivo, y la creación es de algún modo un plan orientado hacia Él. Así pues, podemos decir que el hombre es el ser que puede llegar a ser hermano de Cristo. En la idea de creación se presenta ante nosotros el secreto pascual, el secreto del grano de trigo que muere al caer en tierra. El hombre debe ser grano de trigo que muere con Cristo para poder resucitar verdaderamente, para ser auténticamente elevado, para ser el que verdaderamente es (cfr. Ioh 12,24). No hay que entender al hombre exclusivamente a partir de su origen pasado ni de un recorte aislado del tiempo que llamamos presente. El hombre está referido a su futuro: sólo el porvenir le manifiesta adecuadamente quién es (cfr. Epístola I de San Juan 3,2). En el otro tenemos que ver siempre a alguien con quien alguna vez debo compartir la alegría de Dios: debemos considerarlo como alguien junto con el cual yo soy elegido para ser miembro del cuerpo de Cristo, con quien alguna vez me habré de sentar en la mesa de Abrahán, de Isaac y de Jacob, en la mesa de Jesucristo, para ser su hermano y hermano con él de Jesucristo, el Hijo de Dios.

      7.2.

      En textos litúrgicos de la Iglesia oriental se dice lo siguiente: «El Señor ha ascendido para elevar la imagen caída de Adán y enviarnos el Espíritu que santifica nuestras almas». La ascensión de Cristo a los cielos tiene que ver también con la segunda parte del Ecce homo. Pilato presenta a Jesús maltratado y quebrantado ante la muchedumbre que se encontraba reunida, señalando de ese modo el rostro ultrajado y pisoteado del hombre como tal. «He aquí al hombre», dijo Pilato. El cine y el teatro actuales nos presentan con insistencia, unas veces llenos de compasión y otras cínicamente, al hombre envilecido en todos los estadios del horror: éste es el hombre, nos dicen continuamente. La teoría de la evolución tira la línea hacia atrás, nos muestra sus hallazgos —el barro del que el hombre ha sido hecho— y nos repite machaconamente: éste es el hombre. Sí, la imagen de Adán es una imagen caída, se halla sumida en la inmundicia, todavía está manchada. Mas al ascender al cielo, Cristo dice a los discípulos y a todos nosotros que el ademán de Pilato es sólo media verdad, o aún menos que media. Cristo no es sólo un príncipe ensangrentado y lleno de heridas, sino también el soberano del mundo entero. Su dominio no significa pisotear la tierra, sino devolverle el esplendor que habla de la belleza y el poder de Dios. Cristo ha elevado la imagen de Adán: no sois sólo inmundicia, sino que sois capaces de elevaros por encima de las dimensiones cósmicas todas hasta el corazón de Dios. No envilece ser golpeado, sino golpear; ni deprava ser escupido por otro, sino escupirle a él; tampoco es el ofendido el que se degrada, sino el que ofende; ni es el orgullo el que ensalza al hombre, sino la humildad. En definitiva: no es la grandeza propia la que engrandece, sino la capacidad de entrar en comunidad con Dios.

      8.2.

      Jesucristo recorre el camino de Adán en sentido inverso. A diferencia de Adán, Cristo es efectivamente «como Dios». Ahora bien, este ser como Dios, su condición divina, es su ser hijo: por eso está en estrecha relación con el Padre. «El Hijo no hace nada por sí mismo»: he ahí por qué Cristo, que es verdadero Dios, no se aferra a su autonomía ni a su poder y querer ilimitados. Jesucristo sigue el camino inverso: se hace enteramente dependiente y se convierte en siervo. Por no recorrer el camino del poder, sino el del amor, Cristo puede descender hasta la mentira de Adán, hasta la muerte, y así instaurar la verdad y dar la vida. Así pues, Cristo se torna el nuevo Adán con el que la humanidad comienza de nuevo. Cristo, que por su misma naturaleza está en relación con el Padre y remite a Él —Cristo es el Hijo—, restablece las relaciones adecuadamente. Sus brazos extendidos, que permanecen ininterrumpidamente abiertos para nosotros, son la expresión de una amistad franca. La cruz, el lugar de su obediencia, se convirtió así en el verdadero árbol de la vida. Cristo deviene contrafigura de la serpiente, como se dice en el Evangelio de San Juan (Ioh 3,14). De este árbol no vienen palabras de tentación, sino de amor salvador, palabras de.obediencia a la que el mismo Dios se ha mostrado sumiso, proponiéndose así su docilidad como espacio de libertad. La cruz es el árbol de la vida que se torna accesible de nuevo. En la Pasión Cristo ha desenfundado en cierto modo la hoja ígnea de la espada, ha atravesado el fuego y ha erigido la cruz como verdadero eje del mundo sobre el que, de nuevo, se sostiene. Por eso, como presencia de la cruz, la Eucaristía es el árbol permanente de vida que se halla ininterrumpidamente en medio de nosotros y nos invita a recibir el fruto de la verdadera vida. Ello implica que la Eucaristía no puede ser meramente un simple ejercicio por parte de la comunidad. Recibirla, comer del árbol de la vida, significa recibir al Señor crucificado, es decir, afirmar su forma de vida, su obediencia y asentimiento al Padre, nuestra condición creatural. Recibir la Eucaristía significa acoger el amor de Dios, que es nuestra verdad, y admitir la dependencia de Dios, que no supone para nosotros género alguno de determinación extraña, como no lo es para el hijo su relación filial. Esta «dependencia» es, en realidad, libertad, puesto que es verdad y amor. ¡Ojalá que este tiempo de cuaresma nos ayude a salir de nuestra obstinación, a retirar la sospecha de la unión con Dios y suprimir la desmesura y la mentira que entraña nuestra «autodeterminación»! ¡Ojalá que nos asista para encaminarnos al árbol de vida, que es nuestra norma y nuestra esperanza! ¡Ojalá llegaran de nuevo a nosotros estas palabras de Jesús: «El tiempo se ha cumplido y está cerca el Reino de Dios; haced penitencia y creed en el Evangelio»! (Me 1,15).

      9.2.

      La figura de Eva, que aparece como imprescindible compañera del hombre, de Adán —del que el Señor dice (Génesis, 2,18) que «no es bueno» que esté solo—, no procede de la tierra, sino del hombre. En el «mito» de la costilla se expresa la íntima y recíproca remisión del hombre y la mujer: sólo en esa esencial relación mutua se consuma la integridad del ser humano. Ello pone de manifiesto que la creación del ser humano se cumple, por decisión divina, como armonía de hombre y mujer. De manera semejante, el Génesis (1,27) caracteriza desde el principio la condición de imagen de Dios propia de la criatura humana como hombre y mujer y la vincula misteriosamente a la armonía entre ambos. Naturalmente, el texto expresa también con absoluta evidencia la ambivalencia de esta coordinación: la mujer puede convertirse en tentación para el hombre, pero también es la madre de la vida, y de ella recibe su nombre. A mi juicio, es muy importante que el nombre «Eva» le fuera puesto a la mujer (Génesis 3,20) tras la caída y después de las palabras condenatorias de Dios. De ese modo queda expresada la imperecedera dignidad y grandeza de la mujer. Ella custodia el misterio de la vida, el contrapoder frente a la muerte. Ella, que coge la fruta de la muerte, cuya misión está misteriosamente hermanada con la muerte, es también canciller de la vida y la antítesis de la muerte. La mujer, que porta la llave de la vida, está muy próxima al misterio del ser, al Dios vivo, del que en última instancia procede toda vida, al que, justamente por ello, llamamos vida, vida eterna.

      10.2.

      Una de las palabras más excelsas de nuestro lenguaje es también una de las más vacías y envilecidas: la palabra amor. Tan banalizada y manchada está que apenas se la quiere pronunciar. Con todo, el lenguaje no puede renunciar a ella, pues si dejáramos de hablar del amor dejaríamos de hablar del hombre. Pero sobre todo dejaríamos de hablar de Dios, de Aquel que conserva juntos el cielo y la tierra. A propósito del amor nos hallamos en una situación singular : tenemos que hablar de él para no traicionar ni a Dios ni al hombre, pero apenas podemos hacerlo, pues el lenguaje ha traicionado al amor de múltiples modos. En esta situación la ayuda sólo puede venirnos de fuera. Dios habla con nosotros sobre el amor. La Sagrada Escritura, que es palabra de Dios en palabras de hombre, desempolva, por decirlo así, esta palabra: la limpia y nos la devuelve inmaculada. Las Sagradas Escrituras hacen de ellas algo luminoso, puesto que la coloca donde posee toda su fuerza radiante : en el misterio de Jesucristo. Merced a la cruz recupera su singularidad única. El hombre no necesita solamente coger y agarrar, sino también comprender el poder de su acción y de sus manos. Pero además precisa percibir, oír, necesita la razón que llega hasta el fondo del corazón. Sólo cuando el entendimiento permanece abierto a la magna razón, puede ser verdaderamente inteligente y conocer la verdad. El que no ama tampoco conoce (cfr. Epístola I de San Juan 4,8). La ciencia es, sin lugar a dudas, importante. También lo es el poder de la técnica. Sin embargo, cuando se encierran en sí mismas