Joseph Ratzinger

Cooperadores de la verdad


Скачать книгу

que le permite tener lo que desea y una libertad que le concede la facultad de hacer lo que quiera. Cuando pueda gozar de ambas posibilidades, será cuando perciba que la libertad sola no hace libre, así como que el problema inmenso del ser empieza con el tener. Por lo mismo, advertirá que necesita algo que no se lo otorga ni el capitalismo del oeste ni el marxismo. Este último ofrece un elevado fin y un magnífico argumento exclusivamente como medio para el tránsito. Al final no pone, empero, sino la promesa de un bienestar uniforme concebido como pan para todos. Ésa es la razón por la que, para conseguir el bien que considera último, abandona al hombre precisamente donde debería comenzar lo auténticamente humano, No, la fe no se tornará superflua: seguirá siendo tan necesaria como el pan de cada día. Por eso, tan válido es para los cristianos el imperativo de multiplicar los panes —«dadles de comer»— como las palabras con que el Señor rechaza la tentación satánica de limitar el cristianismo a la multiplicación del pan y de transformarlo en ayuda social: no sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que viene de la boca de Dios.

      26.2.

      La creacton se dirige hacia el Sabbat, que es el signo de la alianza entre Dios y el hombre. Eso significa que culmina en el momento de adoración, es decir, que fue hecha para que hubiera un espacio que permitiera dar gloria al Señor. Por eso, siempre que se vive la adoración, la creación se consuma y cumple de modo perfecto. La creación existe para permitir la adoración. Operi Dei nihil praeponatur, dice San Benito en sus reglas: nada se debe anteponer al culto a Dios. Esas palabras no son expresión de una piedad exaltada, sino pura y serena convicción del relato de la creación, de su mensaje para la vida. La adoración es el verdadero centro, la fuerza ordenadora que se agita en el ritmo de los astros y de nuestras vidas. El ritmo de nuestra vida consigue su auténtica cadencia cuando es empapado por ella. Esto es algo que han sabido todos los pueblos. Los relatos de la creación desembocan en todas las culturas en la idea de que el mundo existe para el culto, para dar gloria a Dios. La unidad de las culturas acerca de las cuestiones más profundas del ser humano es algo espléndido. En diálogos con obispos africanos y asiáticos, mantenidos sobre todo en el Sínodo de los Obispos, se me reveló de forma nueva cada vez —y, con frecuencia, de modo sorprendente— cómo en las grandes tradiciones de los pueblos existe una profunda unidad con la fe bíblica. En todas ellas se custodia un saber originario del hombre que se revela también en Cristo. El peligro que hoy día nos acecha en las civilizaciones técnicas consiste en el alejamiento de ese saber originario, en que la petulancia de una cientificidad mal entendida nos impide oír las instrucciones de la creación. Existe un saber primordial que es una guía y une a las grandes culturas. En el relato de la creación el Sabbat es descrito como el día en que el hombre, en la libertad de la adoración, participa de la libertad de Dios, del sosiego divino, es decir, de la paz de Dios. Celebrar el sábado significa celebrar la alianza: volver al origen, limpiar todas las impurezas que nuestra obra haya ocasionado. La celebración del sábado significa también, pues, avanzar hacia un mundo nuevo en que ya no habrá esclavos ni señores, sino hijos libres de Dios, hacia un mundo en que el hombre, los animales y la tierra, unidos fraternalmente, participarán de la paz de Dios y de su libertad. Diciendo no al ritmo de la libertad y desentendiéndose de Dios, el hombre se aleja de su condición de ser hecho a imagen del creador y pisotea el mundo. Por eso, hubo de ser arrancado de la testarudez con que persistía en su propia obra. Por eso hubo de llevarlo Dios a que descubriera lo que lo constituye esencialmente, es decir, hubo de salvarlo del dominio del hacer. Operi Dei nihil praeponatur. Antes del hacer se ha de situar la adoración, la libertad y el sosiego de Dios. Sólo así —no hay otro modo— puede el hombre vivir verdaderamente.

      27.2.

      Hagámonos, pero planteada de otro modo, la pregunta de Pilato: ¿qué es la verdad? Hermann Dietzfelbinger ha llamado la atención acerca de que lo más vejatorio de la interrogación de Pilato reside en que no es propiamente una pregunta, sino una respuesta. A quien se presenta como la verdad le dice: ¡basta de palabrería! ¿qué es la verdad? De esa forma se plantea la mayoría de las veces la pregunta de Pilato en la actualidad. Preferimos volvernos hacia lo concreto. Mas ahora podemos enfocarla seriamente: ¿cuál es la razón de que ser la verdad coincida con ser la bondad? ¿A qué se debe que la verdad sea buena, que sea el bien sin más? ¿Por qué vale la verdad por sí misma, sin necesidad de acreditarse por los fines que realiza? Todo ello vale si la verdad tiene en sí misma su dignidad propia, si subsiste en sí y tiene más que ser todo lo demás: si es el fundamento sobre el que descansa mi vida. Si se reflexiona detenidamente sobre la esencia de la verdad, no se puede por menos de arribar al concepto de Dios. A la larga, ni el ser propio ni la dignidad de la verdad —de la cual depende a su vez la del hombre y la del mundo— se pueden asegurar si no se aprende a ver en ella el ser propio y la dignidad del Dios vivo. Por eso, a la postre, el respeto hacia la verdad no se puede separar del sentimiento de veneración que llamamos adoración. Verdad y culto se hallan en inseparable relación mutua. A pesar de la frecuencia con que a lo largo de la historia han sido apartados el uno del otro, siempre ha resultado imposible que crezcan por separado. A fin de cuentas, la libertad para la verdad y la libertad de la verdad no pueden existir sin el reconocimiento y la veneración de lo divino. Liberarse del deber de la utilidad es algo que sólo se puede fundamentar —es decir, sólo permanece como tal—, si se anulan las pretensiones exclusivistas del provecho y la propiedad del hombre, por tanto, si está en vigor el derecho de propiedad y la exigencia intangible de la divinidad. El proceso por el que el hombre se convierte en un ser verdadero es en buena parte el proceso por el que el mundo se torna un cosmos verdadero. Cuando el hombre llegue al final de ese proceso, será bueno, y el mundo lo será también.

      28.2.

      El amor comporta una tendencia universal. El mundo, del que forma parte el otro a quien se ama, aparece de manera distinta cuando amo. En el amado y con el amado, el amante quisiera abrazar de algún modo el mundo entero. El encuentro con el ser amado —ser único— me presenta el universo de forma nueva. El amor es ciertamente una elección: no apunta a millones, sino a este hombre precisamente. Mas, en esta elección, en esa persona singular, la realidad en su conjunto se me revela con una luz nueva. El puro universalismo, la filantropía universal («estad abrazados, millones») permanece vacía. En cambio, la específica y singular elección que recae en esta persona concreta me brinda el mundo y los demás hombres —y yo también a ellos— de un modo nuevo. Esta observación es importante, pues a partir de ella podemos comenzar a comprender por qué el universalismo de Dios (Dios quiere la salvación de todos los hombres) se sirve del particularismo de la historia de la salvación (de Abrahán a la Iglesia). La preocupación por la salvación de los demás no debe llevarnos a tachar este particularismo de Dios. La historia de la salvación y la historia universal no deben considerarse idénticas sin más, pues la solicitud de Dios se dirige a todos. Un «universalismo» directo como el referido destruiría, empero, la verdadera totalidad de la acción de Dios, que llega al todo mediante selección y elección (escogiendo).

      29.2.

      Los años de los hombres no se pueden contar como los números de un balance. El ser humano comienza siempre de nuevo. Por eso, no es posible sumar el progreso. Quien quiera hacerlo así deberá degradar de antemano al hombre a la condición de número y privarlo de su genuina irrepetibilidad, de su alma. El ser humano empieza de nuevo en cada hombre. Por eso, en él no es posible fijar la felicidad de una vez por todas y luego acrecentarla como un catálogo de acciones. Por mucho que nos hayamos acostumbrado a ellas, todas esas promesas significan a fin de cuentas hacer escarnio del hombre. El éxito de la generación anterior no puede ser automáticamente el de la venidera. Cada generación puede y debe nutrirse de lo que ha crecido antes de ella. Ahora bien, a todas les incumbe sostener al ser humano, sufrirlo y esforzarse por que se realice. Ésa es la razón por la que el sentido de la fe cristiana no puede ser —ni lo fue nunca— transformar el mundo en una gráfica calculable orientada a un paraíso cada vez más abundante y más seguro. Lo consolador del cristianismo reside, más bien, en que propone a cada generación las fuerzas de las que puede vivir y aquellas con las que puede morir. Así ha de ser necesariamente, por la sencilla razón de que este mundo no puede bastarle jamás al hombre. Nunca llegará un momento en que deje de ser un ser de esperanza que anhela la grandeza infinita que excede todo lo mundano: nunca dejará de anhelar al mismo Dios. En este sentido, debemos ser a la vez moderados e inmoderados. Moderados,