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Empuje y audacia


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entre las personas del grupo que están experimentando experiencias similares (Parra, 2017). La particularidad de las relaciones profesionales que se establecen es, sin duda, otro de los elementos más importantes de los contextos grupales, las personas participantes devienen sujetos y actores de la intervención. La utilización consciente del conocimiento experto de las personas es el punto de partida para el examen y la comprensión de los problemas comunes.

      A la vez, nos parece primordial entender que el reto de dinamizar grupos es también el núcleo central del trabajo comunitario. Por ello nos gusta definirlo como un proceso de constitución y mantenimiento de un grupo o intergrupos en torno a un proyecto de desarrollo social. Aunque esta definición abre las orientaciones del trabajo comunitario hacia otro tipo de consideraciones que abordaremos posteriormente, nos interesa destacar, en primer lugar, el reto de contribuir a que el/la joven migrante tome consciencia de su situación social, y de que se trata de una situación compartida, y se organice con otros en un grupo de acción social en torno a un proceso de movilización para dar respuesta a sus necesidades, inquietudes y en defensa de sus derechos. Necesariamente, este trabajo de potenciación de la implicación del/la joven en la mejora de su entorno social debe empezar en la propia dinámica de vida comunitaria que se produce en el centro donde vive (en el caso de un recurso residencial) o donde ocupa parte de su tiempo (en el caso de un centro de día o de un espacio formativo). Sin duda, se aprende a participar participando, y esta cultura y forma de hacer se debe entrenar en la vida cotidiana si queremos potenciar su desarrollo en espacios más amplios de manera exitosa. Este trabajo social y educativo previo facilitará la promoción de la participación del/la joven en la vida comunitaria y, en momentos posteriores, incluso promover actividades que permitan, por ejemplo, dar a conocer su cultura de origen.

      En esta línea de empowerment del colectivo, y focalizando los objetivos en un espacio social aún más amplio, son especialmente interesantes los recientes nacimientos en Cataluña en el año 2018 de dos iniciativas colectivas que pretenden dar voz a este colectivo y evitar, como expresan ellos mismos, «que se hable de nosotros sin nosotros». Se trata de la Unión de Jóvenes Extutelados de Cataluña (UJEC) y de la Asociación de Jóvenes Ex-Menas. Nos parece que una tarea fundamental del trabajo social es favorecer la emergencia de este tipo de iniciativas, acompañarlas para que se puedan desarrollar de forma autónoma y reconocer su voz en los diferentes foros de diagnóstico y planificación. Para emprender acciones integradoras de lo individual y lo social que permitan unir dos enfoques a menudo separados, el del empowerment y la acción política. El trabajo social debe ir más allá de la potenciación de los/las jóvenes migrantes y debe incluir acciones para incidir en un cambio en un contexto social fuertemente influido por condicionantes políticos, legales y burocráticos, teniendo en cuenta que la mayor parte de los/las profesionales forman parte de entidades del Tercer Sector comprometidas en hacer lo que pueden para aliviar la situación de estos/as jóvenes, pero sin las herramientas para sostener itinerarios que hagan posible la inclusión social de todos y todas. En esta línea, desde el trabajo comunitario se aportan orientaciones metodológicas sobre cómo impulsar estos procesos de planificación social de manera participativa.

      En segundo lugar, este proyecto social y educativo con perspectiva comunitaria va a permitir esclarecer y abrir espacios de participación de diferente naturaleza que pueden ser útiles para favorecer el proceso educativo del/la menor, así como sensibilizar y concienciar al conjunto de la ciudadanía en torno a los derechos, las necesidades y las potencialidades de los y las adolescentes y jóvenes migrantes. Como ya hemos visto, estas estrategias pueden estar centradas en favorecer la implicación colectiva incrementando su inclusión individual y comunitaria, y, por tanto, también su empowerment, pero también pueden desarrollarse en un marco de participación más institucional en el que el/la profesional y/o el/la responsable organizativo de la entidad trabaje con los diferentes servicios y entidades del territorio para coordinar su actividad y pensar nuevas propuestas para mejorar la vida de la comunidad.

      En tercer lugar, el trabajo comunitario es especialmente conocido y reconocido por sus propuestas sobre cómo impulsar procesos de transformación social de manera participativa incorporando a los actores sociales implicados en la situación que se quiere abordar, en nuestro caso, la mejora de los procesos de acogida de los y las jóvenes migrantes para que favorezcan su inclusión social. Estos procesos de planificación participativa deben basarse en un diagnóstico de la situación que debe conciliar el reto del rigor científico y la oportunidad de articular el punto de vista de los diferentes actores. En este sentido, las orientaciones de la metodología de investigación participativa (IAP) son una buena guía para orientar la estrategia para construir este proyecto común.

      3. Conclusiones: trazos sobre un lienzo inconcluso

      En este capítulo se ha ofrecido, en primer lugar, una reflexión en relación al interés y la pertinencia de avanzar en la construcción de un modelo de trabajo social flexible e integral que articule diferentes métodos y modelos (Palacín, 2017a). En segundo lugar, se ha propuesto el esbozo de un marco conceptual que nos ayude a hacer una aproximación globalizadora a la situación de los y las MMNA, y a orientar una intervención desde el trabajo social, que no solo debe atender las dificultades de los menores, sino tomar en consideración las sinuosidades de un sistema de protección cuyo funcionamiento descansa sobre una atención parcializada y, a menudo, con una desconexión entre organismos participantes (Kanics y Senovilla, 2010). Probablemente, en este punto categorizar la propuesta como modelo resulta pretencioso, por lo que es mejor referirnos a una «filosofía de intervención» que atraviesa las formas de conocer y de definir el proyecto de intervención.

      La reflexión conducida hasta aquí sobre la relación del trabajo social con el conocimiento deja abiertas incógnitas importantes: dado que es un colectivo con características específicas, ¿requiere por ello un modelo específico? ¿O tal vez existe, entre la miríada considerable de teorías que abrazan o son abrazadas por el trabajo social, una que permita el abordaje solvente del colectivo? ¿O bien las fórmulas de intervención diseñadas son suficientemente dúctiles para acompañar trayectorias disimiles? No pretendemos, en ningún caso, cerrar el debate, pero sí apuntar algunas líneas en la conformación de una propuesta de intervención que nos permita plasmar cierta concreción.

      La construcción de tal modelo debe proceder de la investigación y de la relación estrecha entre la teoría y la práctica, relación que, como se ha señalado, no es sencilla ni unidimensional sino asentada en la retroalimentación. En la configuración de los modelos teóricos tal retroalimentación suscita dudas dado que su dimensión práctica parece eludida. A lo largo de los años se han podido observar multiplicidad de construcciones teóricas, a saber, psicodinámicas, de crisis, centradas en la tarea, sistémicas, ecológicas, conductuales y/o cognitivo-conductuales, marxistas, feministas, funcionalistas, de concienciación, humanistas, constelaciones familiares y modelo ecléctico de ciclos cerrados (Du Ranquet, 1996; Payne, 2012; Viscarret, 2007; Fernández y Ponce de Leon 2011), la lista no se agota; de hecho, Davies (2013) recoge veinticuatro desarrollos teóricos y Zamanillo (2012)