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Empuje y audacia


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el proceso de exclusión de este colectivo.

      Abordar, por tanto, los mecanismos que producen la generación de estas dinámicas de desigualdad constituye el objetivo de este texto. Nos parece importante identificar cómo opera este dispositivo, cómo se concreta en normativas y prácticas institucionales, cómo se naturaliza y hace efectivo, y cómo adquiere legitimidad. Porque visibilizar los dispositivos de control que se ejercen sobre los sujetos movilizados permite no sólo cuestionar su conversión en regímenes de verdad, sino también plantear su deconstrucción para resignificar el viaje a partir de los saberes y experiencias de los jóvenes, al mismo tiempo que permite reivindicar el necesario reconocimiento de sus derechos.

      Esta propuesta debe contemplar el análisis, desde una perspectiva crítica, de la dimensión ontológica que identifica la representación hegemónica que existe sobre los jóvenes migrantes en los contextos de recepción. Contemplar esta aproximación resulta importante porque estas formas de categorización son la base de los discursos y las prácticas existentes en una sociedad y configuran, por tanto, la forma en que se establecen las interacciones y las relaciones en este contexto social (Harrits y Møller, 2011; Vasilachis de Gialdino, 2011). Esto implica que las construcciones que se elaboran constituyen un hecho social y terminan por transformar la propia realidad que están representando (Jenkins, 2000).

      Estas metáforas militarizadas (Santamaría, 2002) que «previenen» de la peligrosidad y el conflicto que puede producir la diferencia cultural, se alimentan de la imagen que transmiten los medios de comunicación, al mismo tiempo que reflejan y perpetúan el imaginario construido sobre las migraciones. Un artículo publicado en el diario El País hacía referencia a la importancia que en la representación de los jóvenes migrantes tenían las noticias falsas que se distribuían y circulaban por las redes sociales, y que favorecía su vinculación y asociación con actos delictivos, cuando, por el contrario, no hay datos estadísticos oficiales que establezcan una relación directa (Martín, 2019; García España, 2017). Sin embargo, constituye un tema recurrente en los medios de comunicación, que también se relaciona con las personas migrantes adultas y que, como plantea Van Dijk (2008) alimenta la consideración social de que la movilidad humana, y específicamente la que se produce desde el Sur al Norte global, constituye un problema, obviando el enriquecimiento que supone para las sociedades de recepción.

      Estos discursos afectan de forma directa al proceso de inclusión de estos jóvenes, y orientan la mirada e influyen en la atención que plantean las instituciones (Epelde Juaristi, 2017), que ponen un mayor énfasis en el control y la regulación de la migración, que en la protección de sus derechos como menores (Moreno Márquez, 2012).

      La persona que migra se convierte, en este contexto, en el paradigma de la alteridad radical (Santamaría, 2011; Sebastiani, 2015), que establece una frontera simbólica entre la población migrante y la población autóctona : «el “problema” no somos “nosotros”, sino “ellos”. “Nosotros” simbolizamos la buena vida que “ellos” amenazan con socavar, y esto se debe a que “ellos” son extranjeros y culturalmente “diferentes”» (Stolcke, 1995: 2).

      La población migrante es representada, así, como un espejo invertido de la sociedad de recepción (Esteva, 2000). La diferencia, ya sea cultural, religiosa o económica que encarnan esas otras-sociedades con respecto al modelo original (Lutz et al., 1996: 5, cit. en Braidotti, 2015: 210); se convierte en un elemento central en la construcción de la otredad (Nash, 2005). Este abordaje dicotómico –«nosotros vs. los otros», «autóctonos vs. inmigrantes», «ciudadano vs. extranjero»– simplifica la realidad a partir de categorías binarias, autoexcluyentes, que sitúan de manera opuesta a ambas poblaciones.

      Esta perspectiva dual, definitoria del positivismo, se construye de manera relacional para legitimar únicamente la entidad de quien ocupa una posición de superioridad, en torno a categorías que representan la pertenencia a la propia sociedad: «nosotros», «autóctonos» o «ciudadanos». Un poder que favorece entonces la clasificación diferencial de los jóvenes migrantes a partir de un mecanismo, de naturaleza estructural, que justifica entonces su «natural» lugar de inferioridad, atribuida al construir taxonomías poblacionales que clasifican a los diferentes grupos humanos de manera jerárquica con respecto a quien ejerce la dominación (Maroto Blanco y López Fernández, 2019).

      Se produce entonces la institucionalización de determinadas representaciones, siguiendo la perspectiva teórica de Berger y Luckmann (1988), que articulan unos modelos explicativos sobre los jóvenes migrantes, que responden así a los intereses del grupo dominante (Moscoso, 2018a). Este proceso que se modula de manera subversiva y silenciosa, garantiza su efectividad al favorecer su incorporación en el imaginario colectivo. Su interiorización y asunción como un modelo válido limita de manera importante su cuestionamiento.

      Esta forma de representar a los jóvenes como los «otros» constituye, a su vez, un proceso homogeneizador de etiquetaje que los define en base a un único elemento posible: el viaje migratorio, que totaliza esa identidad reconstruida, invisibilizando la pluralidad de elementos que los define, y alentando la mirada estereotipada sobre ellos, cuando forma parte de un colectivo heterogéneo que presenta una diversidad de situaciones y particularidades (Quiroga y Sòria, 2010).

      Este ejercicio ontológico no sólo establece la atribución de una serie de rasgos comunes, características o comportamientos que se presuponen identificables de todo el grupo o comunidad, lo que constituye, en palabras de Vasilachis de Gialdino (2004), una abstracción conceptual; sino que además constituye una metáfora que legitima la existencia de los jóvenes migrantes en base a la sociedad de recepción.

      Por un lado, implica la negación de la capacidad de autorrepresentación que tienen los jóvenes para pensar su propia realidad, para construir su relato, para que este sea válido y coexista con la pluralidad de formas de ver y vivir esa realidad. Y, por otro, convierte un modelo de representación, que se elabora de manera particular en el país de destino, como el único posible. Esta violencia simbólica (Bourdieu, 2000) permite, y ahí radica su efectividad, en que el dominado se piense a sí mismo a partir de los parámetros cognitivos que establece el dominante (Venceslao y Delgado, 2017), lo que puede producir un proceso de autoestigmatización que influye en la construcción de la propia identidad de los jóvenes (Jenkins, 2000) y favorece la adaptabilidad a un sistema que les responsabiliza de su propia situación, obviando que las relaciones de desigualdad que les atraviesan son de carácter estructural.

      Este imaginario construido permite así enmarcar a los jóvenes migrantes en un contexto normativo que regula su movilidad. El viejo continente responde ante los desplazamientos globales con la construcción de la Europa fortaleza (Jiménez, 2012), a partir de acuerdos políticos que establecen una normativa a nivel internacional y nacional que limita la libre circulación de las personas que vienen del Sur global, reforzando las fronteras del Norte –a través del Tratado Schengen–; y fomentando la contratación y acción de agencias como Frontex, que velan por los acuerdos a partir de la financiación económica que destinan los Estados europeos.

      La expansión de las fronteras (Abu Ali, 2016) esboza, así, la representación cartográfica del mundo y delinea los trazos que establecen los límites entre los países, reproduciendo nuevas formas de dominación.