Francisco Leal Quevedo

¡Colombia a la vista!


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es un gran escenario. Mi asiento era como el palco de un teatro donde estaba ocurriendo un espectáculo de multitudes.

      —Vamos a aprovechar que estamos en Bogotá —nos dijo—, una ciudad con mucha historia. Hoy, como pocas veces, vamos a situarnos a un metro de nuestro primer objeto.

      Teruel nos entregó dos mapas plegables, impresos en policromía, uno del país y otro de la ciudad. El primero tenía las coordenadas geográficas, en una especie de cuadrícula. El de Bogotá tenía señalados 36 sitios turísticos.

      —Los mapas deben guardarlos, nos servirán durante todo el curso. Los vamos a utilizar para varias salidas. Son plegables, resistentes, caben en el bolsillo, les pido que los conserven durante todo el curso. Ojalá lleguen a conocerlos como la palma de su mano.

      Era evidente que nos dirigíamos al centro de la ciudad. Tomamos la avenida El Dorado hacia el oriente, en el horizonte sobresalían los cerros de Monserrate y Guadalupe. La ciclorruta que va por el separador central estaba concurrida. Una nube de motociclistas se escurría entre el tráfico como el agua en medio de los dedos. En los semáforos, unos payasos hacían malabares y acrobacias por unas cuantas monedas. Se oían muchos pitos. Me gustaba el bullicio de la gran ciudad.

      —Bogotá a esta hora parece un hormiguero —le comenté a Mabel.

      —Y las termitas huyen en estampida, como si les hubieran pisado el techo —me respondió.

      Nos reímos. Ella me había caído bien desde el principio, era simpática y chistosa y no hablaba como una cotorra, dejaba pensar. El conductor aprovechaba cada espacio para avanzar con habilidad. Luego, al llegar a la carrera Séptima, desviamos hacia el norte.

      —¿Ven esa edificación antigua, sólida, con muros de piedra y algunos pendones que anuncian eventos? Ese es hoy nuestro destino.

      En grandes letras doradas, sobre la puerta central, se leía “Museo Nacional”.

      —El edificio tiene casi 145 años. Anteriormente fue una cárcel, en 1946 los presos fueron trasladados a la prisión de La Picota y el Gobierno lo destinó para albergar el museo que está aquí desde el 2 de mayo de 1948. Como la construcción reúne grandes valores arquitectónicos, fue declarada monumento nacional el 11 de agosto de 1975. Vamos ahora al contacto con nuestro primer objeto.

      Avanzamos por una galería ancha de techo elevado. En un punto se cruzaba con otra, formando una cruz. Nos detuvimos en la misma intersección. En ese momento las luces formaron un círculo sobre el suelo. El foco central aumentó su intensidad. En esa aureola luminosa sobresalía un objeto que brillaba con visos metálicos, una roca mediana, de formas irregulares y del color de las cenizas del carbón.

      Por su aspecto sólido, aun sin tocarla, sabía que era muy pesada. La miramos con curiosidad. Al menos yo, no recordaba haber visto antes una igual.

      —Lo adivinan sin duda. Este es el objeto inau­gural de nuestro curso. Es el fragmento mayor de un meteorito. Una roca llegada de lo profundo del cielo. Diferente a las rocas de nuestras montañas. Esta sí es extraterrestre.

      »Se calcula que en el espacio sideral hay unos 100 000 millones de cuerpos celestes en sus órbitas: planetas, soles, estrellas, asteroides. Y entre ellos flota una gran cantidad de material disperso: muchas rocas pequeñas, algunas medianas y unas pocas grandes, y polvo cósmico. A esos elementos que se hallan en el intermedio se les llama meteo­ritos y suelen tener un tamaño menor a los diez metros, aunque también hay algunos muy grandes, de kilómetros.

      »Un meteoro o estrella fugaz es el fenómeno atmosférico que resulta del paso de un pequeño cuerpo celeste a través de la atmósfera. Estos cuerpos ingresan a ella con una gran velocidad, entre 10 y 70 km por segundo; al encontrar resistencia sufren fricción, presentan calentamiento y una fuerte desa­celeración. Si son pequeños, suelen derretirse lejos de la tierra, a unos 80 km de altura, sin alcanzar a tocar la superficie de nuestro planeta. Si el meteorito es más grande, puede resistir mejor la entrada a la atmósfera y acercarse hasta unos 10 km sobre el nivel del mar antes de desintegrarse. En ese momen­to se torna muy luminoso y se le conoce con el nombre de bólido. La figura es parecida a la de un cometa en miniatura, con una cabeza brillante y una larga cola de polvo cósmico que también resplandece. Su luminosidad varía, alguno puede alcanzar el brillo de la luna llena y durar unos cuantos segundos.

      »Hemos comenzado el curso con un meteorito porque es bueno recordar que los seres humanos no somos el principio de la Historia, somos solo el capítulo más reciente. Estas rocas son más antiguas que la misma Tierra y están cayendo sobre ella desde su primitiva formación. Nuestro planeta es joven entre los cuerpos celestes. Nuestro país es parte de uno de los cinco continentes que forman un planeta que, suspendido en el cielo infinito, es apenas una parte minúscula de la Vía Láctea. Mientras los astros permanecen en sus órbitas estables, los cuerpos pequeños como los meteoritos están un poco sueltos y pueden caer sobre nuestra superficie, prácticamente en cualquier momento. Pero eso ocurre muy excepcionalmente y entonces su aparición se convierte en un suceso inolvidable.

      »Algunos meteoritos se han hallado incrustados dentro de la Tierra y se ha determinado su época de impacto. Su estudio nos da información sobre cómo se formó el sistema solar y los elementos que lo integran… y, además, sobre algo de suma importancia: la vida misma. Sí, no les suene raro, los meteoritos se relacionan con la vida.

      La frase quedó sonando en la sala. Nos sorprendía que esas rocas inanimadas tuvieran conexión con la vida.

      —¿Alguien ha oído antes la expresión “somos polvo de estrellas”? Es una frase de una melodía que habla de lo insólito de la vida. La expresión encierra una gran verdad. Sin meteoritos, no habría vida. Algunos elementos que integran las células vivas vinieron del cielo con esas rocas especiales.

      ¡Aquello era fascinante! En ese momento, siguiendo mi costumbre de espiarlo todo, miré al grupo; todos seguían absortos, atentos. El profesor había logrado cautivarnos. No paraba de sorprendernos, ya otra sorpresa se anunciaba en su cara.

      —También los meteoritos pueden destruir la vida.

      Quedamos perplejos, nos parecía una contradicción estar a favor de la vida y en contra de ella, a la vez.

      —Un asteroide, que es un meteorito gigante, fue el causante de la desaparición de los dinosaurios, que era la especie animal más poderosa sobre el planeta. Ello ocurrió hace unos 66 millones de años. Un gran cuerpo celeste de unos 10 kilómetros de diámetro cayó sobre lo que hoy es la península de Yucatán, en México, y desencadenó un cataclismo que terminó con infinidad de organismos vivos. Se especula que el impacto formó una nube de polvo de tal magnitud que ocultó la luz del sol por un tiempo largo, tanto, que cortó la fotosíntesis. Y con ella se quebró la cadena alimentaria.

      »Toneladas de fragmentos de esa inmensa roca saltaron por los aires y luego volvieron de regreso a la Tierra por efecto de la gravedad. Su roce con la atmósfera generó un pulso térmico, es decir, una ola de calor que recorrió la superficie de toda la región con temperaturas de más de 500 grados centígrados, eliminando cualquier forma de vida que encontrara a su paso.

      Su relato me trajo ciertos recuerdos. Había visto unas cuantas películas sobre el fin de nuestro planeta por la caída de un meteorito gigante. Me habían encantado y asustado a la vez. Recordaba especialmente una.

      —Como en la película Armagedón —comenté en voz alta.

      —Exactamente —dijo el profesor.

      Los compañeros me miraron, sentí que me inflaba por dentro.

      —Hay muchas películas sobre este tema. Una de las más recordadas es Armagedón (1998). Cuenta cómo la NASA lanzó una misión desesperada para evitar que un asteroide del tamaño de Texas impactara a la Tierra y acabara con toda la vida en el planeta. En el film se lanzaron varias bombas atómicas para fragmentarlo.