Francisco Leal Quevedo

¡Colombia a la vista!


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algo así como cuando se termina una sesión de hipnosis —según lo había visto en las películas—, como si el profe nos hubiera dicho: “uno, dos, tres, despierten”. Lo maravilloso, aunque extraño, era que de pronto habíamos entendido que estábamos integrados al mundo, como un nudo más de una inmensa red que nos sostenía y nos unía unos a otros. Y lo más importante: que era muy agradable sentirse unido al Universo.

      Ya en casa me entretuve mirando libros de Historia, mi materia favorita. Tenemos unos maravillosos. Al rato me llamaron a cenar. No quería interrumpir la lectura. Llamaron por tercera vez y, como no aparecía en la mesa, emplearon el conocido argumento del sabor:

      —¡Esto es rico cuando está caliente. Frío pierde el sabor! —gritó mi mamá desde la cocina.

      El estofado, mi plato favorito, olía maravilloso. Y mi papá insistía en que lo acompañara con las papas con romero que él había preparado.

      —¿Cómo va el curso? —se atrevió a preguntar mi mamá.

      —Han hecho un buen montaje. Pero todavía es muy pronto para opinar, mañana les digo —respondí.

      Volví a mi cuarto. Durante un rato releí varios capítulos de libros de Ciencias, estaba listo para hacer preguntas, de esas que necesitan cerebro. Seguí leyendo un rato. Mis papás pasaron por ahí y observé que se hacían entre ellos una seña de complicidad como quien dice: “¡La ciencia lo está agarrando!”.

      No sé si será la ciencia, es la curiosidad por entender el mundo. A veces siento como si este planeta fuera un rompecabezas de millones de piezas revueltas y que tengo, al fin, armada una parte de mi pequeña esquina, un pedacito de mi país.

      7

      La balsa de la ofrenda

      «§»

      La mañana era fría, no demasiado, lo usual en esa época. El tráfico estaba suave, así que llegué con mucha anticipación. Me gustaba caminar a esa hora por la alameda, que tenía un poco de neblina. En el Jardín Botánico soplaba un viento fuerte. Estábamos ya todos sobre la escalinata de la entrada, sentados, como golondrinas en una cuerda.

      Tiritábamos. Moisés, el encargado de la segu­ridad, apareció con las llaves. Entramos al teatrino buscando algo de calor. Mabel se sentó en la siguiente silla. Nos habíamos acomodado cuando el profesor nos hizo el anuncio desde la puerta:

      —Hoy no utilizaremos el TET. Vamos a visitar el lugar. Es aquí en Bogotá, en el centro. Es el sitio más espectacular de esta ciudad. Ya el autobús nos está esperando.

      »Saquen su mapa de la ciudad. Esta vez las coordenadas geográficas son las corrientes: Cra. 6 No. 15-88. ¿Ya la cogieron?

      —Claro, Profe. Aquí dice: Museo del Oro. Lo he visitado dos veces —dijo Pablo.

      En cambio, yo aún no lo había hecho. En dos ocasiones estuvimos listos para ir, pero algo surgió a última hora. Luego escuchamos comentarios de que era muy interesante y que estaba recientemente remodelado.

      Nos reunimos un momento, formando un círculo, en el vestíbulo de entrada.

      —Hoy nos vamos a enfocar en los pobladores ancestrales de este continente, en especial en la relación que tenían con sus dioses y en el papel que jugaba el oro en esa relación. Este país empezó a ser habitado hace al menos unos 30 000 años. Los primitivos pobladores dejaron su huella, primordialmente en objetos hallados en sitios ceremoniales, monumentos y en tumbas. Ustedes están acostumbrados a que en los cursos de Historia les hablen únicamente de los últimos cinco siglos, desde que llegaron las carabelas de Colón que, a propósito, se llaman así pero una de las tres embarcaciones no era carabela.

      —¿Cómo así, profesor? —dijo Pablo, que no dejaba pasar ni una.

      —La Santa María no era una carabela. Se trataba de una carraca o nao, en el lenguaje náutico español de la época. Con sus tres palos, era una carraca menor construida en Galicia, por la cual fue llamada originalmente La Gallega y era propiedad de Juan de la Cosa. Pero ya en el momento del arribo de esos visitantes, llevábamos milenios como pobladores de esta tierra.

      »Desde ahora, en este curso no vamos a hablar de “Colombia prehispánica” y luego de la Conquista, la Colonia y la República. Esa división de las épocas no es justa. La llegada de Colón fue hace apenas un instante, según el tiempo del planeta.

      »No somos un pueblo sin historia, tenemos un pasado largo, aunque aún no lo conozcamos a cabalidad. Tenemos antepasados que inventaron lenguajes, que usaban herramientas, que tuvieron cerámica, que conocían los metales y que dejaron su rastro sobre la tierra. Es precisamente esa larga historia la que fue cortada por unos pocos viajeros que creían que viajaban a otra parte.

      —¿Entonces Colón y sus acompañantes eran unos despistados en el sitio equivocado? —comentó Isabel y todos nos reímos.

      —Exactamente. Iban a la India, llegaron a América y tardaron tiempo en descubrir su error. Además, no sabían qué iban a encontrar. Según la bitácora de Colón, él no descartaba hallar hombres lobo y animales fantásticos.

      Nos miramos extrañados, aquello nunca nos lo habían contado. Isabel puso cara de loba.

      —Las primeras evidencias claras de actividad humana en la sabana de Bogotá son algunos trozos de piedra tallada, encontrados en El Abra. Este es un sitio arqueológico ubicado al oriente de Zipaquirá, a 2570 msnm. Se trata de abrigos rocosos utilizados por los primeros pobladores humanos de la región, en el Pleistoceno tardío. Se sabe que son anteriores al año 10 000 a. C. Cerca del Salto del Tequendama se han realizado hallazgos similares.

      »Tenían cerámica, viviendas, tejían, usaban armas para cacería. Además, fueron grandes orfebres. Tenían organización social y había líderes o caciques. Pero les recuerdo de una vez por todas, de esas actividades dejaron objetos que vamos a estudiar, sin embargo, debemos ir más allá de los objetos, nos debemos acercar a las personas que los hicieron.

      »Vamos a empezar nuestra visita por nuestro objeto escogido y luego por la cámara de la ofrenda, que es un sitio que quedará para siempre en sus memorias.

      »Este museo es un lugar importante en el mundo, está entre los grandes museos inolvidables. Recibe muchos miles de visitantes cada año. Hay centenares de piezas únicas, auténticas y fascinantes. Verán que están dispuestas en vitrinas, con excelentes explicaciones.

      Fuimos casi directamente al tercer piso. Allí estaba, magníficamente expuesta, la balsa de la ofrenda. Nos ubicamos alrededor de ella. Miré cuidadosamente la base y los personajes. Me parecía increíble que tantos siglos atrás mis antepasados hubieran hecho esa obra, llena de significado y con tantos hermosos detalles.

      —Quiero que miren su bella manufactura. Es oro fundido. Utilizaron crisoles para la fundición del metal, luego moldes y el truco de la cera perdida.

      »Esta pieza tiene para nuestra historia un valor incalculable. Es posible que sea uno de los objetos que dio origen a la leyenda de El Dorado, un lugar por el que los conquistadores movidos por su codicia, hicieron muchas exploraciones y cometieron incontables atropellos. La búsqueda del oro trajo ruina y pocos resultados.

      —¡Qué bien que se quedaron ensayados, con los crespos hechos! —comentó Manuela y todos coincidimos.

      —Pero esta obra no es la primera balsa que se encontró.

      Todos quedamos sorprendidos. La mente más rápida del grupo exclamó:

      —¿Acaso es una réplica?

      Ante la pregunta de Pablo, el profesor sonrió a su vez.

      —Es otro original, este museo no admite réplicas. La primera balsa obtenida de la laguna de Guatavita fue comprada por un