Daniel Oscar Plenc

Soy Jesús, vida y esperanza


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en sus plegarias cotidianas.

      Fue entonces cuando lo sorprendió la visión de Cristo; visión de la cual aprendió lecciones que marcaron definitivamente su existir. Esas lecciones pueden ser significativas para nosotros, como lo fueron para Moisés, pues Dios no ha perdido su capacidad de sorprender a los hombres. Un acercamiento a la presencia divina puede orientar nuestro derrotero y abrir ante nosotros un camino de esperanza.

      El notable pasaje de Éxodo 3:1 al 15 contiene algunas ideas, que podemos adoptar en medio de la rutina de nuestro transitar.

       Lección acerca de la santidad y la reverencia

       “Apacentando Moisés las ovejas de Jetro su suegro, sacerdote de Madián, llevó las ovejas a través del desierto, y llegó hasta Horeb, monte de Dios.

       Y se le apareció el Ángel de Jehová en una llama de fuego en medio de una zarza; y él miró, y vio que la zarza ardía en fuego, y la zarza no se consumía.

       Entonces Moisés dijo: Iré yo ahora y veré esta grande visión, por qué causa la zarza no se quema.

       Viendo Jehová que él iba a ver, lo llamó Dios de en medio de la zarza, y dijo: ¡Moisés, Moisés! Y él respondió: Heme aquí.

       Y dijo: No te acerques; quita tu calzado de tus pies, porque el lugar en que tú estás, tierra santa es.

      Y dijo: Yo soy el Dios de tu padre, Dios de Abraham, Dios de Isaac, y Dios de Jacob. Entonces Moisés cubrió su rostro, porque tuvo miedo de mirar a Dios” (Éxo. 3:1-6).

      Moisés se había acostumbrado a las cosas comunes. Todo era común a su alrededor, tan común como su trabajo de pastor. El sol abrasador de aquellos parajes castigaba como siempre el paisaje semiárido del Sinaí. Hasta sus expectativas y esperanzas se habían vuelto vulgares. Es que los hombres se inclinan con naturalidad a las cosas comunes y seculares (aquello que se limita a este tiempo y a este mundo). Sin embargo, el Cielo había comenzado a obrar cosas muy poco frecuentes, delante de sus mismos ojos. La zarza era común, no así el fuego que resplandecía sin quemar. El Ángel de Dios apartó a Moisés de las cosas acostumbradas y lo confrontó con la santidad de las cosas divinas. El Nuevo Testamento suma al antiguo relato algunos detalles interesantes: “Al cabo de cuarenta años se le apareció un ángel en el desierto del monte Sinaí, sobre la llama de una zarza ardiendo. Moisés se maravilló al ver la visión [...] Moisés temblaba y no se atrevía a mirar” (Hech. 7:30-32).

      ¿Tierra santa? La santidad es un tema bíblico de extrema importancia. Santo es, en esencia, aquello que ha sido separado, dedicado o consagrado. Sobre todo, Dios es santo. Dios es el totaliter aliter [totalmente otro], como decía el teólogo suizo Karl Barth. Y ese Dios santo pide que sus hijos también lo sean. Santo puede ser un hombre, un pueblo, un tiempo, un nombre divino, un lugar. Es decir, cualquier cosa que se dedica a Dios o a su servicio. Sobre todo, la santidad tiene que ver con la presencia de Dios, y la reverencia es la respuesta humana adecuada. El lugar que Moisés pisaba no tenía nada que lo hiciera especial, salvo la presencia divina. Esa presencia hizo de aquella tierra profana un lugar santo. Era importante para Moisés saber que Dios estaba allí; solo necesitaba saber cómo acercársele.

      ¿Cómo pueden los hombres falibles acercarse a un Dios santo? Respondiendo a su invitación y tal como él lo indica, es decir, con reverencia.

      Una experiencia similar vivió Jacob ante otra manifestación de la presencia de Dios. El patriarca exclamó en aquella oportunidad: “¡Cuán terrible es este lugar! No es otra cosa que casa de Dios, y puerta del cielo” (Gén. 28:17).

      Moisés supo, lo que nosotros necesitamos aprender: que Dios está presente, invitándonos a acercarnos con un profundo sentido del privilegio y la responsabilidad de vivir en su presencia.

       Lección acerca del interés de Dios por sus hijos

       “Dijo luego Jehová: Bien he visto la aflicción de mi pueblo que está en Egipto, y he oído su clamor a causa de sus exactores; pues he conocido sus angustias, y he descendido para librarlos de mano de los egipcios, y sacarlos de aquella tierra a una tierra buena y ancha, a tierra que fluye leche y miel, a los lugares del cananeo, del heteo, del amorreo, del ferezeo, del heveo y del jebuseo.

      El clamor, pues, de los hijos de Israel ha venido delante de mí, y también he visto la opresión con que los egipcios los oprimen” (Éxo. 3:7-9).

      Moisés se había alejado de Egipto cuarenta años atrás, sin por ello perder sus raíces ni olvidar a su pueblo esclavizado. Fue por defender a un hebreo maltratado que debió huir a la tierra de Madián (Éxo. 2:11-15). Aunque se había criado en la corte del Faraón, sabía que aquellos esclavos sometidos a las tareas más pesadas eran sus hermanos. Ahora, junto a la zarza que ardía, Moisés entendió que su ansiedad por su pueblo era también la preocupación de Dios.

      La lección que el anciano pastor empezaba a entender es todavía significativa: Dios ve la aflicción, oye el clamor, conoce las angustias de sus hijos. El Señor en el que hemos confiado no es un ser distraído, desinteresado o desatento. El Dios de la Biblia no se parece en nada al Dios que imaginaron los filósofos deístas. Estos pensadores racionales creyeron que todo lo que no pudiera explicarse por la razón debía desecharse como superstición. Dejaron de lado la revelación y creyeron en una religión natural, implantada en la naturaleza del hombre. No negaban la existencia de un Dios creador, pero descreían de su intervención en el mundo. Notables patriotas americanos como Benjamín Franklin (1706-1790) y Tomás Jefferson (1743-1826) adhirieron al deísmo. El Señor que se apareció a Moisés tampoco se parecía a la divinidad concebida por el panteísmo. El panteísmo cree que todo es Dios, y que Dios es todo. Dios deja de ser una persona, para confundirse con la naturaleza. Es cierto que Dios trasciende a las cosas que ha creado, mas no al punto de volverse indiferente. Tampoco está tan cerca como para confundirse con los elementos de la naturaleza y dejar de ser una persona.

      Dios está en lo alto, sin dejar de mirarnos. Nuestras aflicciones lo conmueven y nuestras súplicas llegan a sus oídos. Cuando comenzamos a vivir en la presencia de Cristo, comprendemos que no estamos solos ni abandonados. La soledad y el desconsuelo ceden ante la esperanza que surge de la confianza en un Dios que ve nuestra aflicción, que oye el clamor de sus hijos y puede librarnos.

      Escribió un judío cautivo durante la Segunda Guerra: “Creo en el sol, aunque no esté brillando;