Daniel Oscar Plenc

Soy Jesús, vida y esperanza


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orar, siento que Dios está conmigo”.

       Lección acerca de la humildad, la confianza y la obediencia

      El diálogo entre Dios y Moisés continuó, mientras la sorpresa del patriarca iba en aumento. Tenía instrucciones adicionales que aprender.

       “Ven, por tanto, ahora, y te enviaré a Faraón, para que saques de Egipto a mi pueblo, los hijos de Israel.

       Entonces Moisés respondió a Dios: ¿Quién soy yo para que vaya a Faraón, y saque de Egipto a los hijos de Israel?

      Y él respondió: Ve, porque yo estaré contigo; y esto te será por señal de que yo te he enviado: cuando hayas sacado de Egipto al pueblo, serviréis a Dios sobre este monte” (Éxo. 3:10-12).

      Un encuentro con la persona gloriosa de Cristo es siempre un recordatorio de nuestra pequeñez, al tiempo que una invitación a la aceptación confiada del plan de Dios para nuestra vida. Más importante que saber quién soy yo, es darme cuenta de quién es el que me llama y quién es el que va conmigo. La humildad es el punto de partida; la confianza en Dios es lo que sigue. La humildad aleja la confianza propia y predispone para la seguridad que podemos tener en Dios. La intimidad con Dios conduce a la obediencia, porque los mandatos divinos son promesas de realización. Esas promesas que vienen de lo alto son portales para un existir lleno de sentido y esperanza.

       Lección del conocimiento de Dios

      El patriarca tenía en su mente cuestiones no resueltas, las que transfirió al Señor con toda naturalidad.

       “Dijo Moisés a Dios: He aquí que llego yo a los hijos de Israel, y les digo: El Dios de vuestros padres me ha enviado a vosotros. Si ellos me preguntaren: ¿Cuál es su nombre?, ¿qué les responderé?

       Y respondió Dios a Moisés: YO SOY EL QUE SOY. Y dijo: Así dirás a los hijos de Israel: YO SOY me envió a vosotros.

      Además Dios dijo a Moisés: Así dirás a los hijos de Israel: Jehová, el Dios de vuestros padres, el Dios de Abraham, Dios de Isaac y Dios de Jacob, me ha enviado a vosotros. Este es mi nombre para siempre; con él se me recordará por todos los siglos” (Éxo. 3:13-15).

      El monoteísmo es parte esencial de la religiosidad hebrea. Max Weber dice que el judaísmo fue la primera religión rigurosamente monoteísta. Este concepto se proyectó luego al cristianismo y al Islam. La estructura del pueblo hebreo asienta sobre el lema: “Un Dios, un pueblo, una ley”. Esa cualidad, fundamental desde los tiempos de los grandes patriarcas, se había perdido en gran medida durante la esclavitud de Israel en Egipto. Moisés necesitaba saber a ciencia cierta cómo nombrar a Dios, y se anticipa a la cuestión que bien podría surgir: “¿Cuál es su nombre?” Preguntar por su nombre equivalía a indagar respecto de cómo es Dios; cómo es su naturaleza. La respuesta de Dios, enigmática como parece, deja otra lección que el patriarca y su pueblo necesitaban aprender. Una lección que todavía se necesita escuchar. Antes de poder hacer algo por su pueblo, Moisés necesitaba saber más de Dios. Esa era, sin duda, su mayor necesidad. Es también nuestra necesidad más elemental.

      La respuesta divina fue: “YO SOY EL QUE SOY”. El texto que la encierra es considerado como una de las revelaciones culminantes del Antiguo Testamento. No obstante, encierra cierta dificultad. “YO SOY EL QUE SOY” equivale a “Yo soy el que existo”. Alude al que existe, desde siempre y para siempre. Describe al Ser que trasciende a todo y que, sin embargo, actúa en todo, incluyendo la historia de los hombres. Los dioses paganos no pasan de ser invenciones y fantasías, con ninguna realidad. El Dios que se había aparecido a Moisés es el único existente. El sagrado nombre que en las Escrituras del Antiguo Testamento se registra con cuatro consonantes hebreas (YHWH) y se traduce como Yahvé, Yahveh o Jehová, está vinculado al verbo “ser”. Un nombre tan sagrado que los israelitas nunca pronunciaban. Lo reemplazaban por “el Señor”. Las implicaciones son inmensas. Dios es eterno y existe por sí mismo. El YO SOY era en sí mismo una promesa, no solo de la existencia, sino de la presencia real de Dios con su pueblo.

      Toda la Biblia enseña sobre la eternidad de Dios. Esa existencia sin límite de tiempo nos admira y reconforta. Abraham invocó al Señor en Beerseba y lo llamó “Dios eterno” (Gén. 21:33). David bendijo el nombre de Dios, cuya existencia es “de eternidad a eternidad” (1 Crón. 16:36), “desde el siglo y hasta el siglo” (1 Crón. 29:10), “desde la eternidad y hasta la eternidad” (Sal. 106:48). Isaías se refirió a Dios como “el que habita la eternidad” (Isa. 57:15). El rey Nabucodonosor emergió del paganismo y se dispuso a alabar y glorificar “al que vive para siempre” (Dan. 4:34). Algo similar ocurrió con Darío de Media, quien ordenó temer ante el Dios que “permanece por todos los siglos” (Dan. 6:26). Pablo asegura que solo Dios es eterno (Efe. 3:21; 1 Tim. 1:17; 6:16). El Apocalipsis alude al YO SOY de Éxodo 3:14, cuando dice que los seres celestiales adoran a Dios, “el que era, el que