Quien esté libre de culpa
Quien esté libre de culpa
Gema Nieto
Primera edición: septiembre de 2021
QUIEN ESTÉ LIBRE DE CULPA © 2021 Gema Nieto Jiménez
© de esta edición: Dos Bigotes, A.C.
Publicado por Dos Bigotes, A.C.
ISBN: 978-84-122925-8-9
eISBN: 978-84-124023-4-6
Depósito legal: M-20033-2021
Impreso por Kadmos
Diseño de colección:
Raúl Lázaro
Todos los derechos reservados. La reproducción total o parcial de esta obra, por cualquier medio, deberá tener el permiso previo por escrito de la editorial.
El papel utilizado para la impresión de Quien esté libre de culpa es cien por cien libre de cloro y está calificado como papel reciclable.
Impreso en España — Printed in Spain
Para Andrés, con la esperanza de que cuando crezca éste sea un mundo habitable, con el temor de que no lo será y con la confianza en su valentía y sensibilidad para contribuir a cambiarlo.
Inhalt
«Nuestros hijos nos asustan en su intimidad,
pero nos aseguramos de que crezcan como nosotros».
Jeanette Winterson
«El peor pecado que existe, la mayor maldad que puede
cometer el ser humano, es maltratar a un animal. Porque
mientras los seres humanos seguimos la suerte de Adán
y Eva, expulsados del Paraíso, a los animales jamás se
les expulsó. Su compañía es la de criaturas vivas pero
también la de seres angélicos que nos miran desde un
Edén para nosotros perdido, y qué amargo resultaría
nuestro exilio si no nos quedara este consuelo».
Elsa Morante
Las casas
Fue como entrar en una gigantesca selva blanca, mucho más grande de lo que daba la impresión desde fuera, en la verja de entrada junto a las jardineras de piedra, todos contemplando con la cabeza un poco echada hacia atrás los ventanales que cubrían por completo la parte delantera del edificio, algo apartado del centro de la ciudad pero todavía limítrofe con uno de sus mejores barrios residenciales. Justo después de que se descorriera la cancela con su lenta ceremonia eléctrica, una estatua sedente ensamblada de espejos reflejaba en las mil direcciones de la luz el primer asombro de quien acababa de superar el acceso al castillo, y, al atravesar las puertas y sumergirse por primera vez en el amplio recibidor y sus cúpulas abiertas al cielo, las columnas y los pisos superiores intuidos a través de barandillas de cristal, elevadores transparentes y sonido de pisadas en cajas de escaleras, el visitante recibía una vaga impresión de claustro o de lugar sagrado. Incluso si tenías doce años la sensación era la de pisar un acceso ignoto donde nada debe ser interrumpido y todo continúa su funcionamiento preciso, ágil y disciplinado, al margen de cualquier desorden o confusión. Entraban ganas de guardar un respetuoso silencio y dejarse llevar por aquella armonía sincronizada al ver a los hombres y mujeres en batas blancas que caminaban por los pasillos con la obediencia y la confianza de los creyentes en un templo. El grupo de escolares se detuvo junto al enorme mostrador circular de bienvenida, cuya superficie gélida y pulida, sin esquinas, se asociaba en la mente desde el primer golpe de vista con la materia prima de una nave espacial o de la nieve virgen, y mientras aguardaban contemplaron, sin ni siquiera atreverse a hablar o a hacer movimientos bruscos, las estancias altas y diáfanas como las de una clínica o una iglesia, con esas mismas luces verticales que no proyectan sombras ni dejan rincones ciegos. Era como si no hubiera umbrales, como si no existieran huecos donde algo pudiera esconderse y saltar de improviso, y todo se extendiera con la inmediatez de un horizonte completamente visible en su totalidad. Todo honesto, todo aséptico, ninguna oscuridad ni engaño.
Las instalaciones de SymGest se repartían por toda la ciudad y albergaban laboratorios, oficinas, consultas y salas de visitas, conformando una red importada tras el éxito inapelable de su gestión en otros países cuyo número crecía cada vez más. Eran todas igual de blancas, como palacios de cristal o edificios del futuro, limpios memoriales que a modo de brillantes hitos guardaban y exponían la historia del ser humano. «Podríamos decir que ésta es la primera casa de los bebés, y nos esforzamos para que sea una casa bonita». El doctor que salió al encuentro del grupo y comenzó a guiar la visita ya llevaba un rato hablando, pero éstas fueron las primeras palabras que hicieron efecto en Beatriz. «Todos los bebés necesitan una primera casa», decía el doctor, «y nosotros se la proporcionamos hasta que sus padres los recogen». El primer espacio habitado. En la memoria no es más que la huella de vaho casi borrada que queda en un cristal, la sombra prácticamente extinguida de una espesura blanca. Sin explicarse la asociación, Beatriz evocó en un relámpago el río que formaron los niños indios del cuento cuando fueron robados, aquel relato infantil que escuchaba a su madre y que no iba destinado a ella. Un río de lágrimas a través del bosque.
Los habían guiado hacia el interior más profundo del edificio y ahora cruzaban nuevas puertas que se abrían y se cerraban automáticamente detrás de ellos. Nadie tenía que mandarlos callar, el grupo de estudiantes avanzaba en orden y en el expectante silencio de los intrusos que atraviesan los pasadizos de la pirámide.
—Bien, en breve podréis ver a una de nuestras mejores ejemplares en su recinto de descanso. Pero antes —el doctor detuvo a la fila de alumnos frente a unos enormes paneles iluminados— os explicaré un poco en qué consiste nuestro trabajo.
Beatriz levanta los ojos en dirección a las letras eléctricas que parecen caer del techo hasta ellos como una lluvia