Gema Nieto

Quien esté libre de culpa


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rostro como si dijera: «Estoy aquí para ayudaros, estoy a vuestra disposición». Cada invitado que llegaba se duplicaba en la escultura, momentáneamente en una refracción fugaz o durante un tiempo prolongado. Junto al resto del grupo, Beatriz entrevió su propia cara y su cuerpo deformados en la superficie poliédrica de los cristales, una fragmentación caótica de cabezas, piernas y chaquetas de uniforme que brillaba como por piezas, saltando y bailando sobre cada triángulo, hexágono y rectángulo hasta que les hicieron entrar al edificio.

      Atraviesan dos salas más, el mismo suelo reluciente y los paneles luminiscentes encendidos o en espera haciendo las veces de tabiques separadores. Hay tubos de cristal de amplio diámetro que ascienden hasta el techo, y dentro, en un continuo baile en espiral, observan volátiles cadenas proteicas que giran y se enroscan como hojas de colores buscando el aire. Sólo faltan dos salas, diez minutos escasos para darse de bruces con una especie de primera revelación; aunque entonces Beatriz no lo sabe todavía ni lo sabrá hasta mucho después. De momento sólo busca posar la vista sobre algo que le llame la atención, aunque sin demasiado esfuerzo ni confianza en que nada pueda impactarla, avanzando abstraída como en una ensoñación junto al resto de sus compañeros, que se fijan en las paredes táctiles y los tubos de ensayo bajo la misma luz blanca que lo inunda todo. Sería más tarde cuando recordaría con total claridad el momento preciso en que el doctor abrió el acceso a las zonas de descanso, su última pisada cruzando las puertas automáticas y la repentina aparición de un nuevo corredor pegado a un gigantesco escaparate a su derecha, el primer vistazo por encima de las cabezas que la precedían e incluso antes de eso, los minutos que estuvieron esperando frente a la verja de la entrada resurgirían más tarde en una evocación completa, las jardineras de hormigón con sus piedrecitas ornamentales, aquella escultura de espejos y los ventanales que reflejaban las nubes y los edificios de alrededor, todo ensamblándose en una única pieza, un recuerdo pleno en su conjunto años después, cada insustituible movimiento encajado en el anterior y en el siguiente a la manera de un engranaje de sucesión perfecta desde el segundo exacto en que bajaron del autobús esa mañana. Un mecanismo íntegro que se presentaría acabado ante sus ojos en el futuro y sólo gracias a aquello con lo que iba a toparse en un espacio de tiempo medible ya en minutos pero que aún habría de dilatarse mucho más por delante de ella, hasta que comprendiera o al menos empezara a intuir todas sus implicaciones.

      De momento el doctor había activado el acceso a la nueva zona del recorrido y explicaba la organización general de las gestantes.

      —Recluimos a las ejemplares embarazadas en salas aisladas y tranquilas para someterlas a horarios estrictos y un control riguroso de sus hábitos, aunque por supuesto también disfrutan de amplios espacios abiertos. Y aquellas que de momento se encuentran en espera o acaban de terminar un ciclo de gestación viven aquí, en las zonas de descanso, algunas de las cuales enseñamos al público o a nuestros clientes para que contemplen por sí mismos su hábitat y todas las comodidades que ponemos a su disposición. Además de un habitáculo cubierto, en el recinto hay varias especies de árboles de especial frondosidad, un pequeño lago artificial y una cúpula que recrea la luz solar y los cambios atmosféricos. La temperatura es, en todo momento, la idónea. Controlamos también las constantes vitales de nuestras ejemplares y sus posibles alteraciones de apetito o sueño, y actuamos en consecuencia mediante incentivos, música clásica o ejercicios relajantes. Su calidad de vida, como podréis comprobar, es incuestionable. Incluso envidiable, me atrevería a afirmar.

      Los escolares se sitúan frente al cristal, aguardando. Algunos apoyan las manos en su superficie pero enseguida les advierten de no hacerlo. El doctor transmite una breve orden por el micrófono enganchado a su solapa para abrir las puertas de un cubículo situado a tal distancia del cristal que apenas pueden distinguirlo, aunque se perfila contra el verde de la vegetación como una estructura redondeada de líneas suaves y relucientes y produce una impresión chocante, la misma que daría un iglú en mitad de la selva. En realidad las vistas parecían las de un paisaje exterior, un bosque bajo cielo abierto al que se asomaba un ventanal de cuatro metros de alto, sólo que no se sentía ningún aire que agitara las copas, éstas permanecían inmóviles. Había una calma paralizante; a través de ella se presentía que estaba a punto de descorrerse un gran telón.

      Una sucesión estricta y lógica; pese a la lejanía, Beatriz empezaría a percibirlo desde el instante en que una figura comenzó a acercarse a ellos, lenta y oscura como una nube inmensa. Escuchó las primeras exclamaciones de asombro y al doctor presentando a su ejemplar como Número Nueve, enunciando sus características y haciendo partícipes a los estudiantes de su entusiasmo, aunque por decoro obvió preguntar quiénes de ellos habían nacido a través del Proyecto Origen. A mitad de camino la criatura se detuvo y alzó el mentón para olfatear el aire, seguidamente se sentó y se dedicó durante unos minutos a la labor de remover el suelo con sus enormes dedos grises, juntando piedrecitas como si se concentrara en contarlas. Actuaba con paciencia, sin ninguna prisa, de vez en cuando levantando la cabeza y olfateando de nuevo, hasta que pareció fijarse en el grupo agolpado contra el cristal que limitaba su bosque y se encendió algo en su ceño prominente que partió desde la misma dilatación de sus aletas nasales. Entonces dejó a un lado las piedrecitas acumuladas y comenzó a mecerse con un gemido que fue agrandándose y que al incorporarse sonó casi como el resurgir de un dolor antiguo, la quemadura de una herida jamás curada ni olvidada. Desde altavoces ocultos en el interior del recinto se inició una música suave y por espacio de un instante la gorila adoptó con sus brazos la posición de acunar el vacío, después siguió meciéndose adelante y atrás y en el último vaivén clavó por fin la vista en los colegiales. Quizá fue aquélla su última hora de tormento, o la primera, después de permanecer dormida soñando, quizá, con el desgarro. Se llevaba los brazos a la altura de la cara y se quedaba observándolos un momento, como si no creyera tenerlos delante; quizá había estado soñando que envolvían sus brazos de roca y los exponían a la lluvia, así de estéril imaginaba o recordaba, si tuviera capacidad de hacerlo, la lluvia en su insensible cápsula de hielo, mucho antes de que la tierra se hubiera vuelto tan dura bajo sus extremidades. Quizá también recordara otra tierra, lejana y distinta a la que palpaban sus dedos ahora, ramas derrochando frutas y semillas sin pedírselas y una orilla arcillosa recibiendo fértil el agua en un pequeño claro donde no hacía falta señalar más cómputo que el de la recogida y el arrullo. Eso soñaba, quizá, envuelta en su niebla hasta que llegaron los niños de visita y Número Nueve escuchó sus voces por detrás de la pared invisible que tocaba pero no podía comprender, y entonces fue como si la primera memoria que pisó el mundo, tan envejecida, mudada de nombre y de aspecto, se hubiera puesto de repente un disfraz y regresara.

      —Número Nueve es una de nuestras ejemplares más antiguas —la voz le llegó a Beatriz desde su espalda, transportada por encima de la barrera que formaban sus compañeros agolpándose—. Ya ha completado tres ciclos de gestación y se merece un prolongado descanso.

      En aquel momento, al verla tan de cerca por primera vez, Beatriz sintió una oleada inicial de rechazo, incluso de asco. Cómo sería nacer de un primate, uno igual que aquél al que observaba tras el cristal, tan semejante a un ser humano y a la vez tan grotesco en el remedo de sus movimientos y sus muecas. La gorila caminaba en círculos desde hacía un rato, la boca formando un tubo ululante que apuntaba hacia el cielo, y ahora se acercaba al cristal, justo hasta su posición, ágil pese a su consistencia de roca, con los brazos como troncos marcando sus pasos por delante con una precisión de coloso. Algunos niños gritaron, pero Beatriz no se apartó. Se asemejaba a una gigantesca estatua de piedra que acababa de aprender a caminar e inspiraba toda ella una impresión conjunta de violencia y mansedumbre.

      De repente ocupó todo su espacio de visión como una aparición estática proveniente de otro mundo. Apoyó los nudillos en el cristal con gesto dócil, acercó la cabeza plana y alargada, cubierta de pelambre oscura, hasta que su vista se fijó desde un ángulo más inclinado, hacia arriba, y Beatriz sintió el impulso de pegar también su frente al escaparate para poder mirarla más de cerca. Lo primero que pensó fue que jamás había visto nada igual, ni imaginaba siquiera que podía transmitir semejante familiaridad, difícil de asumir en un vistazo rápido pero sin duda reconocible. Extrañamente, era posible asimilar como cercana aquella boca doblada en una expresión conmovedora, aquellos ojos minúsculos cuya mirada recordaba sin mucho esfuerzo a la de un ser